El reguetón no es música.
Pablo Milanés, febrero de 2021.
El Rolls-Royce que Bad Bunny conduce raudo a través del desierto en su recién lanzado “Where she goes” luce casi como una parábola que nos indica dónde se encuentra situado el celebérrimo cantante hoy en día. En el tema que el puertorriqueño lanzara ayer 18 de mayo, luego de un prolongado silencio (entre la aparición de Un verano sin ti y el curioso incidente del celular), nos muestra la figura de un solitario que avanza en la polvoreda, ecos de cowboy que retoman el tópico del sad boy y de la masculinidad despechada, melancólica, de la que tanto ha abrevado el cancionero latinoamericano. Atrás parece haber quedado la potencia épica del cuerpo que se rebelaba contra Roselló en su perreo combativo en plena Fortaleza sanjuanera, allá por el 2019. O su elevación casi a líder nacional, cuando, junto a un ex-famoso ex-menudo y al un poco outdated Residente, acompañó las protestas que explotaron ese año frente a la crisis acumulada de la deuda y la pésima gestión luego de Maria, O, más cercano en el tiempo, el disruptivo y anticolonial “Apagón” que mediante las formas del videoclip denunciaba la corrupción imperante en la Isla. La aparición de este vaquero empedernido acompañado de algunas “estrellas” (Dany Ocean, Ronaldinho, y otras que no reconozco ni me suenan), en el marco de una fiesta al mismo tiempo tribal, lujosa y decadente, parece espiritualmente consecuente con la comidilla de redes que sospecha de un amorío entre Bad Bunny y una de las Kardashians (grito en el cielo para la fanaticada latinoamericana), frívola pero punzante recolocación en el espectro afectivo de quien hasta hace muy poco jugaba su imagen pública desde otro lugar. Tal vez no demasiado lejos, pero ciertamente otro.
Hace ya tres años, la tarde del 27 de marzo del año 2020, apenas iniciada la cuarentena total por la opaca dispersión del novísimo COVID-19, la sociabilidad virtual se vio conmocionada. Benito Antonio Martínez Ocasio soltó en YouTube su single “Yo perreo sola”, alcanzando un promedio de un millón de vistas por hora durante, al menos, veinticuatro horas. Más allá del encierro obligado y del éxito por entonces ya descollante del cantante, no es disparatado pensar que la exponencial cantidad de clics tuviese alguna relación con la sorpresiva vestimenta de Benito, y por la transgresión de algunas expectativas sobre lo que “debía ser”, y era, hasta entonces, un videoclip de reggaetón.
Perplejas, observábamos la masculinidad travestida del (casi) sex symbol, quien desde las pantallas de nuestros celulares entonaba loas a la autonomía del cuerpo de la mujer sobre el beat inequívoco de un rotundo perreo. Detrás suyo, neones con alguna consigna prestada de las mareas feministas recientes, como poniendo en suspenso los mandatos de misoginia heteronormada e hipersexualizada, adheridos como un axioma a esa clase de música. Las polémicas no se hicieron esperar. Proliferaron los debates en feeds de Facebook, los comentarios enardecidos, los voices de wasap, los mensajes de ida y vuelta defendiendo o detractando del bendito conejo. Yo perreo sola se nos entregaba cual ofrenda a la crítica cultural internetera, lista para ser interpretada y debatida en medio del tedio y la sobrevida virtual de aquellos días. ¿Desafío al binarismo de género, en el género musical? ¿O reapropiación oportunista, mercantilizada, de la causa feminista y sexogénerodiversa en pleno desarrollo panóptico (y vírico) de esta sociedad del espectáculo nuestra? Implorábamos descifrar a Benito y responder, en definitiva y de una buena vez por todas: este video, ¿es feminista o no?
Una metáfora universalizante y engañosa, como casi todos los universalismos, desdice de las tensiones políticas que pueden concentrarse alrededor de la música. Como si tocara nuestra alma sin mediaciones, se dice que es “un lenguaje universal”. Nunca me ha gustado esa frase, cursi y recurrente, que asocio a cierta solemnidad clasemediera en la que transcurrían los maratones matinales de Bach y de Beethoven, transmitidos los domingos en la radio pública de mi infancia. Pero vale. Admitamos por un momento que la música es un lenguaje. E imaginemos entonces que, de encarnar alguna clase de idioma, el reggaetón sería un pidgin.
Los pidgins: linguas francas, idiomas auxiliares que se establecen entre comunidades que no comparten un lenguaje, pero que mantienen algún tipo de contacto, obligado, generalmente, por una interacción de orden colonial. Transicionales y transaccionales, han carecido del prestigio institucional y cultural de las lenguas vernáculas. Pero un pidgin puede vernaculizarse: en ocasiones empiezan a existir hablantes que heredan el pigdin como lengua materna, lo que los lingüistas llaman creolización, y que suele ir acompañado de una complejidad mayor en sus los recursos lingüísticos, desligándose de la funcionalidad mercantil de sus orígenes, y adquiriendo cierto reconocimiento. La analogía no es descabellada, pensaba entonces, pienso ahora: el Caribe, en su modernidad colonial esclavista y su economía de plantación, fue prolífica en esta clase de fenómenos. Estirando la metáfora hasta el presente, ¿podríamos afirmar que el reggaetón se ha convertido en una suerte de lingua franca del pornofarmacocapitalismo contemporáneo, para usar el término enrevesado pero sugerente del también tan contemporáneo Paul Preciado? En todo caso, el reggaetón sí se trata del primer género musical total y absolutamente globalizado.
Pero retrocedamos un poco. El mundo no siempre tarareó al unísono (o fue unísonamente atormentado por, depende del punto de escucha) el tú//qui-tú/qui-tú que ahora reverbera inexorablemente y sin descanso. Hay una historia que se ha popularizado un poco desde aquel remotísimo albor pandémico, y va más o menos así: a finales del XIX, la monumental construcción del canal de Panamá implicó la migración de, entre tantos otres, un considerable contingente de mano de obra jamaiquina. Pocas generaciones después, sus descendientes, en contacto con la cultura y la isla de sus ancestros, traerán al Caribe hispánico los ritmos del reggae, el hip hop y el dancehall, y la práctica de cantar sobre beats o samples manipulados por los selektors. Esta será la base de un primer reggaetón llamado reggae en español. Hacia principios de los noventa, algunos diyeis boricuas de la movida nocturna sanjuanera reivindicarán la creación del underground, o melaza: raperos locales llamados a improvisar sobre aquellas mezclas jamaiquinas, pero especialmente sobre el beat del Dembow de Shabba Ranks que hasta hoy es el rasgo distintivo del género. Estamos hablando de Vico C, DJ Nelson, DJ Playero, el mismísimo Daddy Yankee. Este underground se relacionará estrechamente con la cultura de los caseríos, viviendas de interés social más o menos pauperizadas en el PR del siglo XX. Y será contemporánea de políticas disciplinarias, policiales, estadales, de cercamiento y segregación. Llegamos apresuradamente a la “Operación centurión”, realizada en 1993 con la intención de controlar el tráfico de drogas y los crímenes asociados a éste en la isla. Entre otras medidas securitarias, se instalaron alcabalas policiales en la entrada de los caseríos controlando la entrada y la salida de su población, efectuando lo que Daniel Nemser ha llamado la producción infraestructural de la raza, es decir, la producción de marcadores raciales que constituyen la raza en sí, a través de procesos de segregación o de congregación de las poblaciones en el trazado material de la ciudad, y más aún, la producción de la plebe como “mestiza” precisamente por representar el exceso del colapso estructural de la ciudad, un exceso cuyos flujos de movimientos son disciplinados, y que producen la racialización como un efecto de ese control.
La dimensión racializada de estas prácticas musicales también se puede leer en contraste con las dinámicas que las exteriorizan para eventualmente integrarlas a los relatos sobre lo común, mediante una suerte de “blanqueamiento” que es también el apaciguamiento del monto de ilegibilidad pre política en la que se sitúa lo que está fuera del “nosotros”. Como pasó por ejemplo con el merengue, Ángel Rivera Quintero estudia en el marco de las músicas mulatas, es decir, como artefactos racializados que efectúan un ciclo de segregación-apaciguamiento-integración. Rivera Quintero muestra como el significante “merengue” se registra en fuentes escritas por primera vez en 1847. En 1849 aparece en el Código oficial puertorriqueño… para ser prohibido. Diez años después, ya hay polémicas sobre el merengue en la prensa de la isla. Finalmente, a finales del XIX, el merengue no sólo va a ser legal, sino que va a ser enarbolado por la burguesía y los terratenientes locales como un elemento más del discurso independentista local, elevado a la dignidad de símbolo patrio. ¿Podríamos pensar en un ciclo análogo para el reggaetón? Muchos indicios del presente apuntan a que sí. Pero ese es otro ensayo, o la segunda parte de éste. Volviendo al punto: luego del momento de su asociación racializada (Operación Centurión), vendría un (brevísimo) intento de prohibición legal del género musical en cuestión, adelantado por una senadora, Velda González, en el año de 2002. De forma evidente, intentos más que vanos: apenas dos años después, en 2004, explota Barrio fino, el tercer disco de Yankee, prócer y sobreviviente del reggaetón más temprano, y su atronadora Gasolina es la partida de nacimiento de la mundialización ya total del ritmo. En 2005 cobra vida YouTube, en 2006 Apple pone en el mercado su primer modelo de Iphone, y ese mismo año aparece PornHub, la mayor plataforma de distribución gratuita de pornografía online hasta el presente. Es en este contexto que el reggaetón se expandirá como un virus y que empieza su estandarización, su, diríamos, pidginización: de los continuums improvisados de las discotecas del San Juan noventero, se pasa, en los dosmiles y hasta hoy, a la construcción de canciones de duración corta propias de la industria musical; de la autoría difusa marcada por el pastiche y el “saqueo” de melodías y samples de DJ Nelson o de Playero, a un régimen de autoría convencionalmente propietaria; de la filiación al reggae y al hip hop, a un avecinamiento hacia sonidos más sintéticos y de mayor eficacia discotequera, como el pop, o de legitimidad previamente asentada como “tropical”, como la salsa.
Quizás el momento de apogeo absoluto de esta condición “integrada” del género sea “Despacito” (2017) el segundo video más visto en la historia de internet y el único en español de la lista. La Perla, el tradicional barrio en el que fue filmado, se fundó en el siglo XVIII alrededor de un antiguo matadero situado en el extrarradio de San Juan, como entonces se disponía legalmente. El video de Fonsi y Yankee se opone tanto a esta exterioridad, como a otras representaciones previas de la subalternidad urbana boricua, bien sea en el caserío o en esta misma comunidad (ver “Gangsta Zone” de Yankee, o “La perla”, de Ismael Rivera). Con sus colores saturados y sus drones que habilitan velocísimas panorámicas, “Despacito” anticipa, entre otras cosas, la gentrificación parcial de ese espacio o al menos su turistificación actual. ¿Qué vemos allí? Protagonistas (racializados) en interacción familiar y multietárea, sin atisbo alguno de una sexualidad explícita, acompañados, eso sí, de un curioso añadido de congas y contrabajos, por supuesto, completamente ornamentales (¿alguien ha escuchado alguna vez un contrabajo en una canción de reggaetón?), pero que legibilizan la escena al enmarcarla como tropical. Es en el escenario post-despacito, es decir, desde la reintegración del elemento extraño que fue el reggaetón y su modulación heteronormada y prácticamente transformada en “marca país” desde donde creo se puede pensar el gesto del conejo, la irrupción de este pequeño momento drag suyo.
¿Qué decir de las escrituras que aparecen en el fondo del videoclip? En su traslado de la calle a la pantalla, ¿podemos leer una degradación, o más bien la difusión útil de los emblemas de lucha? Muchas no vieron allí sino una coagulación inocua de la potencia reivindicativa en la que habían germinado las consignas originales. En todo caso, el gesto singular de Bad Bunny, enmarcado en el espacio público habilitado por la medialidad contemporánea, y disputa su lugar entre políticas y discursos que también se encuadran en esa sintaxis, alistando sus filas en el combate contra la “ideología de género”. Verónica Gago detectaba poco antes de la aparición de Yo perreo sola el reordenamiento de la contraofensiva antifeminista, especialmente masivo en los territorios latinoamericanos, en reversa y a contrapelo de la masividad de estas mismas luchas. No hay que olvidar que estos territorios ganados para una causa feminista amplia han sido, de manera muy eficiente, asediados por los fundamentalismos religiosos, y para ello basta recordar el trazado político latinoamericano de 2020. La potente reactivación del tutelaje religioso sobre los cuerpos y la reinscripción de su ser-para-la-reproducción, entra en choque con cualquier configuración creativa, “perversa” del género, otorgando un marcado carácter no sólo antifeminista sino también transfóbico y travestofóbico a estos “nuevos” conservadurismos. Por otra parte, Gago recuerda como mediante un “giro táctico”, la “ideología de género”, ha sido identificada por algunas iglesias como una discursividad elitista, imperialista y colonial, es decir, foránea, a la que se opondría una sexualidad naturalmente hetero, cis, “popular” y, por lo visto, nacional.
Por otra parte, algunas recordarán como Yo perreo sola es antecedido por otros gestos, como la aparición del conejo en el show de Jimmy Fallon denunciando el reciente transfeminicidio de la boricua Alexa, o, luego de algunas críticas, el lanzamiento de un remix de Yo perreo sola que modificaba las letras e incluía a Ivy Queen, pionera absoluta del reggaetón cantado por mujeres, junto a Nesi, la chica que hacía los coros en la versión original. También valdría la pena pensar en presencias más o menos ineludibles del campo musical latinoamericano actual, como Arca y Villano Antillano, mujeres trans por completo situadas dentro de la transgresión creativa del binarismo de género y de propuestas musicales cuyas poéticas se imbrican en con las de sus cuerpos fluidos, y preguntarse hasta qué punto la presencia de BB jugó o no un papel en su normalización ante los ojos de las grandes audiencias: fue BB quien presentó y avecinó a Villano y a Bizarrap, por ejemplo, juntura con la que se inicia la difusión del canto de la Villana.
Es en su espasmódica solidaridad con la interseccionalidad radical de algunos feminismos contemporáneos es que quizás tenga cabida un gesto como el brevísimo travestismo del conejo. Quiero decir: en el territorio breve que instala, o que persigue, rebeldías de la materia viva a las remoralizaciones, a las distribuciones raciales, a las obediencias a la reproducción y a las del trabajo, en ese territorio, es que tal vez un gesto como el de Bad Bunny obtenga, no digamos ya una legibilidad, pero sí una fugaz y, por qué no, gozosa resonancia. En julio del año pasado tuve la oportunidad de asistir al concierto local de la gira Un verano sin ti, su último disco de estudio. La relativa opulencia técnica de la escena contrastaba con lo que mi acompañante y yo coincidimos en calificar como una cierta timidez del artista hacia las casi 50 mil almas que ocupaban cada resquicio del Yankee Stadium y que coreaban y perreaban todas sus canciones, a pesar de la distribución más bien higiénica de los cuerpos en ese espacio, debidamente separados. “Se le ve como abrumado, como que no sabe ser famoso”, decía mi amiga, casi conmovida, y yo interpreté su statement como un cumplido y estuve de acuerdo con ella. “Where she goes” ya lleva doce horas de exhibición y aún no alcanza los 3 millones de vistas. Quedará por ver qué otros destinos escoge el conejo en su travesía por el desierto.
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Este trabajo forma parte de una ponencia leída en Lasa durante la primavera de 2021, y de un artículo académico más largo que se encuentra actualmente en proceso de edición.
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