Gracias a la película estrenada este año por Netflix El juicio de los 7 de Chicago, volvieron a nuestra memoria numerosas escenas que tienen como tensión dramática intensos intercambios en el medio de una corte. Una de ellas es A Dry White Season, cuyas escenas durante el juicio cobraron relevancia por la elogiada actuación de Marlon Brando, quien volvió al cine tras casi una década retirado, para realizar un papel más bien pequeño, pero trascendente por ser él quien fue para la industria del cine. En esa oportunidad, se recrea un caso en el cual se acusa a la policía política sudafricana de asesinar a un hombre detenido, empleando la tortura hasta la muerte. Aparecen, como dije, Brando, Jürgen Prochnow (uno de los agentes acusados) y Michael Gambon (el juez). La escena, breve pero contundente, retrata, al igual que El juicio de los 7, la complicidad absoluta entre el juez y el sistema político, así como la frustración de Brando, quien asume el juicio solo para demostrar que la justicia no trata a todos por igual.
La película, estrenada en 1989, es un manifiesto político sin ningún tipo de opacidad ni tibieza. Su directora, Euzhan Palcy, debutó con esta cinta y fue la primera mujer negra en dirigir para uno de los grandes estudios de Hollywood. Palcy, nacida en Martinica y apadrinada por Robert Redford tras ver sus primeros trabajos como estudiante, adapta la novela de André Brink, escrita diez años antes en un claro desafío al apartheid. Ni Brink ni Palcy temen que la denuncia directa ponga en riesgo la calidad estética y terminan haciendo un relato que evidencia que ese puede ser un falso dilema para edulcorar las injusticias, pero ¿cómo hacer más tolerable una situación tan claramente injusta como la violencia de la élite blanca que gobernaba Sudáfrica?
Aun así, lo más interesante de la película es el lugar de enunciación del discurso que demuestra la situación de dominación existente no solo en la Sudáfrica de los años 70 del siglo pasado, sino en toda nación donde perviven –todas las naciones– desigualdades estructurales. El protagonista de la historia no es el hombre negro, cuyo cuerpo es lacerado hasta despojarlo finalmente de su fuerza vital, encarnación de todas las víctimas, sino más bien quien encarna la subjetividad tranquila de aquel que vive en la comodidad derivada de aquel estado de cosas. Donald Sutherland es Ben du Toit, un hombre de mediana edad, jugador de rugby retirado, profesor de escuela y entrenador. Las primeras escenas lo presentan en el jardín de su casa, jugando con su nieto, trajeado, viviendo una existencia plácida con su esposa, hijo, hija y cuñado, todos rubios, felices, atendidos por el servicio doméstico, hombres y mujeres negras. La familia du Toit es una más como cualquiera de la élite blanca que gobernaba Sudáfrica tras la independencia del Imperio británico, una década y media antes de los sucesos que retrata la película.
Lejos de aquella casa hay otra subvida, en la periferia las comunidades negras son interpeladas por los más jóvenes, quienes protestan contra la estructura racista que los segrega. Grupos de jóvenes interrumpen en un bar financiado por el Gobierno, donde los mayores consumen grandes cantidades de cerveza, de pie sobre una mesa los llaman a abandonar el adormecimiento inducido. La policía no tarda en llegar, llevándose a muchos de los presentes, incluyendo a Jonathan Ngubene, que jugaba con su hermano afuera del bar. La plácida estancia en el jardín de Ben du Toit se ve interrumpida cuando el papá de Jonathan, Gordon Ngubene, llega para pedirle apoyo, mostrándole lo que le han hecho a su hijo tras una presentación rápida en un juzgado. La espalda de Jonathan muestra las marcas del castigo impuesto y la respuesta de Ben es que nada puede hacerse. Tras abandonar a Gordon y Jonathan, comenta a su familia que seguro algo habrá hecho el niño para merecer ese trato.
Gordon es un hombre temeroso, jardinero en la casa de los du Toit y en el campo donde juegan Rugby, pidió ayuda financiera a Ben para pagar los estudios de Jonathan, quien tiene la misma edad de su hijo menor, Johan, siendo ambos niños amigos de crianza. Gordon no quiere que ninguno de sus hijos se involucre en las protestas de los estudiantes contra el idioma afrikáans, que paralizan las escuelas exigiendo aprender en inglés, les pide en vano que no asistan al paro del día siguiente y tiene que escuchar de sus hijos los reclamos y la condena a la que están destinados si continúan esa vida sin exigir nada. La protesta se realiza y es disuelta a tiros por el ejército del apartheid, Jonathan es encarcelado y a su padre le toca volver a encarar a Ben, ahora para que lo ayude a encontrar a su hijo desaparecido, obteniendo una respuesta similar.
La desesperada búsqueda de Gordon termina involucrando a Ben, que hace lo mínimo que está en sus manos, implicándose por primera vez en una situación que va más allá de su jardín familiar y su vida tranquila. Los acontecimientos se precipitan con el arresto de Gordon, perseguido por quienes quieren ocultar la desaparición de Jonathan. Ben no sabe cómo mantenerse al margen y se va ubicando cada vez más en un espacio fuera de todo lugar, en la frontera entre la totalidad cerrada del sistema de dominación y la exterioridad de las víctimas que este produce y del que se alimenta, inmolándolas para su crecimiento. Todo su sistema de creencias, la realidad levantada desde una práctica sistemática en el interior de esa totalidad, se ve vulnerado de pronto y nada tiene sentido. El cuerpo lacerado de Gordon, metido en una caja de madera en la funeraria, encara a Ben, lo interpela desde afuera, desde el lugar que nunca quiso ver.
Mas no basta ver para creer, ni saber para romper con la práctica que levanta el cerco de la realidad ideológica, Susan du Touit asiste al juicio por el asesinato de Gordon, de quien dijo el Estado que se había suicidado en su celda. Ve y escucha los testimonios, las interpelaciones a los criminales, la camisa rasgada del testigo coaccionado para mentir y que rompe el silencio en medio del juicio. Sin embargo, llega a casa y reafirma su lugar, encara desde adentro a Ben y le ratifica todos sus miedos, le reafirma la necesidad del estado de cosas y el peligro de que “los otros” tomen el poder en sus manos, desatando sobre ellos su violenta venganza. En ese “no-lugar” fronterizo, de transición, Ben se encuentra abandonado por todos los que lo acompañaron, solo se queda con él su hijo Johan, quien lo apoya y entiende que lo que le ocurrió a su amigo Jonathan y su papá está mal, y que la posición ética es necesario mantenerla, pase lo que pase. Cada uno, Ben, Susan, Johan, decide y se compromete. La primera escena de la película muestra a los dos niños jugando, en igualdad de condiciones, sin separaciones, y el recuerdo de esa vivencia, esa candidez, hace de Johan alguien no absorbido completamente por esa realidad, en contraste directo con su hermana mayor, quien se convierte en un agente involuntario fundamental contra su padre.
El filme desarrolla esa transición dolorosa que vive Ben, retratándola incluso en su forma de vestir. La culpa por su inacción inicial lo conduce a una práctica, cuyo compromiso le permite romper el velo que constituye su realidad, enfrentándolo a toda su vida, perdiendo su trabajo, su familia, sus comodidades y quedando al desnudo, expuesto, sin nada.
Brink, en la novela, y Palcy, en la película, deciden que sea Ben y no Gordon ni Jonathan, el centro narrativo de esta interpelación. Porque es Ben quien encarna el receptor de ese mensaje, aquel que ha de ser interpelado para que rompa su participación estructural en el sistema de dominación y pueda abandonarlo, dejando de sostenerlo. Tienen claro el sentido político de esa denuncia, que enfrenta a quienes sostienen el estado de cosas, porque es a ellos a quienes hay que dirigir el grito político que es A Dry White Season. Al hacerlo reproducen una situación de la que probablemente no sean conscientes del todo, ese “no-lugar” de transición en el que se ve arrojado quien abandona la práctica que lo mantiene dentro de una realidad y lo enfrenta a la situación de la exterioridad. Es un espacio fronterizo complejo, sobre el que es necesario reflexionar en la ontología política, porque Ben ya no puede reincorporarse en la totalidad y su paso a la exterioridad solo se logra plenamente de una manera, convirtiéndose en una víctima.