Caracas, 25 de abril de 1935. La vieja locomotora fabricada por la Nasmyth, Wilson & Co., rechina y anuncia el esperado arribo de El divino Carlos a Caracas. A las afueras de la estación Caño Amarillo, la multitud aglomerada es controlada y reducida por los chácharos del gomecismo. La orden del dictador fue clara: “Toche, que la situación no se descontrole y se nos convierta en una protesta de comunistas” dijo frente al ministro del interior Pedro Rafael Tinoco Smith.
Cercada por personas provenientes de todos los rincones de Caracas, la vieja estación del ferrocarril era, literalmente, una fiesta. Hacia una esquina, dos muchachos jóvenes entonaban, guitarra en mano, algunas de las milongas y tangos más famosos del intérprete sureño. Allí se encontraba Octavio, sombrero en mano, deleitándose con las versiones que, algunos días después y gracias a alguna de sus amistades, pudo disfrutar desde la tramoya del Teatro Principal. Hacia la parte central, una larga fila de mujeres de cabelleras doradas –al estilo de Las rubias de New York– se miraban, reían entre ellas e intercambiaban frases. Vestida con un traje azul turquesa, la joven Margarita esperaba, rosa en mano incluida, la llegada de aquel hombre que tantas pasiones había desatado en las noches que escuchaba su voz en la Broadcasting Caracas. Abriéndose paso entre la multitud, el misterioso hombre de traje gris y lentes oscuros lograba sortear el cerco de seguridad para situarse, con parsimonioso estoicismo, en el andén que una hora más tarde vería salir al ídolo esperado.
La vieja locomotora inglesa rechina por última vez. Carlos Gardel, aún cansado por la travesía en barco y la atención al grupo de fanáticos en La Güaira, toma un espejo para acomodarse el sombrero y ajustarse el nudo de la corbata. Antes de bajar y comenzar a caminar hacia el andén, practica la sonrisa y la mirada profunda que más tarde –y gracias al milagro de la fotografía– sería reproducida infinitamente. Alfredo Le Pera y sus guitarristas le escoltan, mientras los trabajadores del ferrocarril se acercan, le saludan y aplauden. El ruido interno de la estación funciona como una alarma de incendio y la multitud aglomerada frente a la estación se siente atravesada por la euforia. Ansioso, Octavio recorre –como puede– el pequeño trayecto que le permite ubicarse hacia el centro del gentío. Avanzando, con pasos cortos y tropiezos, logra ver como Margarita cierra los ojos, aprieta la rosa entre sus dedos y respira profundo contando hasta diez. Prendado por la belleza de la joven mujer, queda paralizado. Todo a su alrededor se enlentece y escasamente logra volver sobre sí cuando su ídolo es vitoreado por los presentes.
El misterioso hombre de traje gris, como si de una obra de teatro se tratara, mira desde lo lejos toda la escena. Al mismo tiempo, la tranquilidad de Margarita empieza a perturbarse cuando Carlos Gardel comienza a caminar, justamente, hacia ella. Uno, dos, tres, siente que va contando mientras su respiración se acelera. La imagen del rostro de Gardel se funde a negro y su caída es amortiguada por los brazos del recién espabilado Octavio, que logra reaccionar a tiempo. Mientras la sostiene y Gardel se acerca para ayudarle en las gestiones de la reanimación, Octavio levanta su cabeza y observa la sonrisa malévola del misterioso hombre de traje gris y las cuencas hundidas a través de los lentes oscuros. Interrumpido por la comitiva, en un intento por llevar a Margarita hacia algún lugar cómodo y cercano, Octavio pierde de vista a ese misterioso hombre de traje gris que regresará cada tanto en sueños.
Le Pera y los guitarristas se sientan en una mesa aparte mientras Gardel, Margarita y Octavio ocupan las miradas de los presentes en el Bar La Estación. Los dos últimos, aún aturdidos, comparten una bebida con el cantante que, algunos minutos más tarde y una vez controlada la situación, iniciará su recorrido hacia el Hotel Majestic.
50 años más tarde y rodeado de sus hijos, nietos y de la propia Margarita, Octavio habría de recordar –entre la ensoñación y el delirio– aquel momento.
–Era la muerte, gritaba hacia el vacío.
–¿Quién era la muerte?, replicó Margarita.
–El hombre de traje gris era la muerte, respondió. Y estaba allí, siguiendo a Gardel, esperando el momento justo para abrazarlo y llevarlo con él hacia la inmortalidad.
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Carlos Gardel moriría dos meses más tarde en un accidente aéreo en Medellín. Desde ese tiempo a esta parte, entre el 25 de abril y el 24 de junio, curiosos, fanáticos y amantes del tango, se reúnen en este bar para homenajear y recordar a quien fuera uno de los mayores exponentes internacional de este género musical. El paisaje de la otrora vieja estación del ferrocarril ha cambiado. Los asistentes y asiduos del bar también. Desde 1935 hasta la actualidad, la propiedad del bar ha pasado por varias manos y, sin embargo, el aura y el misticismo siguen presentes en el encuentro de los amigos, en el brindar de las copas, en el cortejo y en los cientos de solitarios y despechados que se refugian en la barra del bar para ajustar cuentas consigo-mismos.
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Viernes, 04 de octubre de 2019. El carro no había detenido su marcha y ya Marcelo se apresuraba a sacar su cámara. Cálculo de luz y lentes mediante, entrompó hacia el bar sin mirar mucho alrededor. Parado, en el medio del estacionamiento, intenté trasladarme hacia mil-novecientos-treinta-y-cinco, imaginar el paisaje del momento y escuchar el conjunto de valses y zarzuelas que recibieron a Carlos Gardel en Caracas. Un pelotazo y la risotada de los cuatro carajitos me saca de mis cavilaciones y me empuja hacia la entrada del bar. Con el último efectivo a mano, compro un par de cigarrillos detallados para luego franquear la puerta. Al entrar, Marcelo me espera con una cerveza. Brindamos por la tarea que nos hemos propuesto y ponemos manos a la obra.
En la barra, dos hombres toman cervezas sin mediar palabra, sin mirarse, cada uno abstraído en sus pensamientos. Detrás de la barra, Santiago y su compañero de funciones se movilizan con agilidad. En pocos minutos se aprenden nuestros nombres y nos tratan como si lleváramos diez, quince o veinte años volcando nuestros deseos y afecciones en el pequeño artefacto que nos separa de la nevera que contiene las cervezas. Alcanzo a mirar la hora en mi celular: 4:00 pm., digo para mis adentros y comienzo a imaginar historias para cada una de los presentes.
De las ocho mesas que pueblan el lugar –mesas más, mesas menos– 5 de ellas están ocupadas. La vieja rocola que otrora marcaba la banda sonora del lugar ha sido sustituida por un viejo computador que aleatoriamente va recorriendo listas de reproducción en Youtube. Suena When a Blind Man Cries de Deep Purple y la voz Ian Gillian se va fundiendo con un ambiente rodeado de murales, fotografías y otros recuerdos de Carlos Gardel.
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El solitario mira su teléfono, lee un mensaje y cierra los ojos. Avanzando lentamente el pequeño espacio que describe el trayecto entre su mesa y la barra, saca su billetera, entrega su tarjeta de débito y pide otra cerveza con un poco de limón. Sus ojos están llorosos, sus hombros se notan pesados y su melancolía estalla junto con la entonación del /I`m not expecting people, anymore/ que emerge a través de las viejas cornetas del bar. Exprimiendo el limón con una fuerza que sólo podía expresar rabia y desolación, el solitario se acerca a la pantalla del computador para contemplar el fade out con el solo bluseado de Ritchie Blackmore y su guitarra. Un fade out que sirve como transición a Neil Young con su Down by The River. Al ritmo de /Be on my side/I`ll be on your side/baby/There is no reason for you to hide/, enciende un cigarrillo y sale a la plaza a fumar.
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La Caracas de 1935, como todos sabemos, es muy distinta a la de hoy. Reformas urbanas y terremotos mediantes, la otrora cuadrícula derivada del damero colonial fue arrasada por una territorialidad cuyo signo fundamental es la segregación y la desigualdad socio-espacial. Del Hotel Majestic no queda sino el recuerdo plasmado en las crónicas previas a 1949. Sepultado bajo la estructura del actual Centro Simón Bolívar, la imagen de este viejo hotel es la expresión de una ciudad que es, como afirmara José Ignacio Cabrujas, “un monumento enterrado una y otra vez”. Es sorprendente entonces que en una ciudad siempre nueva y reciente persista, como una cápsula del tiempo pasado, el bar La Estación. Ochenta y cuatro años después de la mítica gira de Carlos Gardel por el país, con el peso de los años sobre su estructura, este icónico bar sigue en funciones resistiendo a los embates de una ciudad siempre deseada y por-venir, pero que nunca llega a concretarse.
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Marcelo no para de disparar con su cámara, cambia lentes, ajusta el iso. Su cerveza, caliente como una sopa, reposa en la mesa que estamos ocupando. Previendo la disparidad de la próxima ronda, me levanto de la mesa y compro la cerveza del ajuste. Botella en mano, salgo a fumar. En el artefacto computarizado que actualmente sustituye a la rocola, suena Wild World de Cat Stevens y frente a mis ojos los últimos estertores del día bañan con su luz las huellas de una ciudad otra, de una ciudad pasada, de una ciudad escondida y situada a las espaldas del palacio de Miraflores.
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–Se echa otro traguito, preguntó.
–Bueno, si, respondió el otro.
De un costado de la mesa ubicada al fondo del bar, emerge una botella de vinagre con cocuy. Ambos amigos brindan, ambos beben sin temor a que los administradores del local le hagan algún reclamo. Sobre la mesa, no hay rastro de nada más que no sean los codos apoyados de estos dos hombres que salvo el diálogo mencionado, se dedican a mirar al horizonte, a compartir el silencio. No hay incomodidad. Cada uno preso de sus delirios y pensamientos se acompañan como sólo dos buenos amigos, como sólo dos compadres, pueden acompañarse la tarde de un viernes cualquiera en la ciudad de Caracas.
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Santiago, franqueando la puerta que divide la barra de la cocina del bar, camina hacia mí con un dildo negro en la mano que cumple las funciones de llavero. Lo coloca sobre la caja registradora y me dice: bueno, joven ¿Qué se le ofrece?. Antes de comenzar la ronda de preguntas y respuestas sobre el bar, opto por interrogarlo sobre la vida nocturna caraqueña y sobre los bares míticos de la ciudad. Hablamos de La Cita y La Alcabala, de la comida del Bar Basque y del Guernica, de las Calaveras de Colón y la Posada de Cervantes. Todos bares míticos de La Candelaria que para Santiago describen su juventud y que para mi son la expresión de una tradición familiar dominical. Con cierta nostalgia hablamos de cómo algunos de los bares que mencionamos han ido cerrando, como algunos han cambiado de administración y perdieron, con ello, su aura y su tradición. “Algunas veces me escapo un sábado y voy a visitar a los viejos amigos que aún me quedan regados en cada uno de los bares de La Candelaria”, me dice Santiago mirando de forma nostálgica hacia el mural de Gardel que decora una de las paredes del bar.
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–Bueno, vamos, que ya me gasté toda la quincena, dijo una
–Ay ya, mijita. Quédate tranquila que si no invito yo, invita él, respondió la otra con mirada inquisidora.
El hombre que las acompañaba se levantó y con paso regañado fue a la barra a buscar tres cervezas más, al tiempo que en las cornetas delbar resonaba el /Cha-la-la, I need you/ en la voz de Albert Westde The Suffles. Luego de pagar, regresó unos segundos a la mesa para dejar dos de las tres cervezas, sacar su caja de Belmont y salir a fumar, frente a la mirada inadvertida de las dos mujeresque seguían cotilleando sobre la burocracia ministerial, la ruptura del contrato colectivo y la próxima marcha de las trabajadoras de la educación.
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Desde la barra y conversando con Santiago, examino todo el bar. Entre canción y canción resuenan las goteras de los baños y se alcanza a escuchar, como un ruido de fondo, algunas de las conversas que se sostienen en las mesas ocupadas. Funcionarios públicos, trabajadores por cuenta propia, estudiantes de la Reverón y curiosos que confluyeron la tarde de este viernes 04 de octubre por azar o por voluntad en este bar. Comienzo a indagar sobre la historia del bar y Santiago me lleva hacia una de las esquinas de la barra y me presenta a Gonzalo, antiguo dueño del bar, mientras me dice, “si hay alguien que te puede contar algo, es él”. Se inicia entonces una conversa a tres bandas, cargada de nostalgia y de melancolía. “Mira, me dice Gonzalo, ese estante antes estaba lleno de botellas. Wishky, ron, vodka, ginebra, lo que tu quisieras. Además, la licencia de licores de este bar permite vender tanto tragos como botellas. Así que, en una época, la gente pasaba por acá, se tomaba unas cuantas y se llevaba su botellita para continuar la fiesta en la casa”. Santiago se aleja unos minutos para volver con algunas fotos que dan fe y testimonio de lo relatado. La imagen, carcomida por el tiempo y por la humedad, muestra un bar poblado con una estantería llena de licores. Como si quisiera cerrar la conversación, continua: “yo compré este bar en los ochenta y lo vendí a finales de los noventa”. “Ajá, y ¿Cómo se vivió por acá las protestas del 27 de febrero de 1989 y el 04 de febrero de 1992?, le pregunto. “No nos pasó nada, responden casi al unísono Santiago y Gonzalo. La gente aquí nos conoce, son nuestros amigos, nadie se iba a meter con nosotros”.
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Mientras converso con los viejos, Marcelo me acerca otra cerveza y con mirada cómplice se acerca a la computadora en donde resonaban las últimas notas del solo de Carlos Santana en Samba Pa’ Ti. Trato de enfocar y adivinar la música que se viene y el estruendo de los metales de Sonido Bestial de Richie Ray & Bobby Cruz me coloca en mi sitio. Algunos de les presentes comienzan a tamborilear en la mesa y cruzan miradas entre ellos como esperando alguna invitación. Le doy las gracias a los viejos por su tiempo y salgo a fumarme el último cigarro de la tanda de detallados comprados en la esquina del frente. Afuera del bar, el tiempo pareciera ser otro. La música que resuena en el fondo, pasa inadvertida para los habitantes de este sector que ocupan la plaza conversando, cuidando a sus hijos o sus nietos mientras estos juegan alguna partida de futbolito o se desplazan en un monopatín. Miro nuevamente la hora en mi celular, 7:00 pm., el viernes apenas comienza.
Este artículo acompañado de tan significantes imágenes me traslada a aquellos días bonitos en Caño Amarillo, en el Gardel, en Caracas. Viví muchos años cercano al Bar la Estación y compartí buenos momentos con Antonio, quien con amabilidad siempre atiende de la mejor forma a todo el que allí llega. Buen contenido, felicito a quien escribió la nota. Saludos desde Riohacha, La Guajira, Colombia.