Nunca antes en la historia una generación tuvo tantas herramientas tecnológicas para dejar en claro ante el mundo su punto de vista. Mi generación ha cambiado esa maravillosa oportunidad por la opinión irreflexiva, el comentario prejuicioso y la solidaridad de la estupidez. El espacio que abrió la posibilidad de comunicarnos aquí y ahora, sin mediaciones, mi generación lo ha cerrado con la instalación de una neo cultura pop que en busca del chiste fácil y la fama inmediata ha perdido la experiencia estética, la controversia filosófica y la siempre edificante posibilidad de elegir los contornos de un mundo mediante la transgresión o la conservación. Conservadores los hubo siempre, revolucionarios también, pero no siempre nos arropó esta actitud cínica ante el mundo, que no es ni un estado consciente del espíritu ni una elección por el goce de la carne, sino más bien un nihilismo «militante» y adjetivador, pero sin léxico. Hoy más que nunca carecemos de palabras para expresar nuestras sensaciones. En todos lados se impone una neolengua, síntoma de la falta de ejercicio de la conciencia. Una generación sin música, sin literatura, con series pero sin cine, una generación que compra y no crea. Una generación a la que no le importan los referentes con los que se retrata, que incapaz de postergar el goce, que lo ha dejado de lado, instalando el odio –goce del otro en público– y la idolatría al goce del otro en Instagram.
Me niego a creer, aunque la evidencia parezca conclusiva, que la juventud de América Latina, el continente que alguna vez emocionó al mundo entero por su creación irreverente, sucumba a la naturalización de la pobreza intelectual y la falta de virtuosismo político. Me niego a creer que en esta tierra, por más que parezca condenada a cien años de soledad, la inteligencia y la virtud sean un monopolio de nuestros antepasados. Me niego a creer que en los 19,2 millones de kilómetros cuadrados de nuestra América Latina la basta imaginación que siempre nos caracterizó haya claudicado al derivar en pornografía deserotizada. Me niego a creer que sólo tengamos para ofrecerle al mundo recursos naturales, mano de obra barata, cantantes de reggaeton y bailarinas semidesnudas. Me niego
Hoy mi país está viviendo uno de sus momento más complejos. Un momento que nos está determinando como generación. Sin embargo, mi generación es incapaz de pasar de la denuncia prejuiciada y simplona –hija de la desinformación–, a la enunciación de nuevas formas del ser. A mi generación parece que el trauma del desapego por la migración, la experiencia de ser el otro radical, el cierre político, la claudicación revolucionaria, la recesión escandalosa, en fin, la clausura de toda forma de futuro a la que estamos arrojados, no le ha servido para aprender que los problemas de este, nuestro país –siempre de todos– no tienen las respuestas sencillas trasmitidas en la simplicidad de un meme, en la jovialidad de un comentario en Facebook, en la gesticulación en Instagram. Nada de eso ha servido para entender que la dimensión de nuestros problemas no admiten soluciones dictada por ningún Gran Otro. Ahora más que nunca, a mi generación le compete la descarnada batalla, siempre democrática, por enunciar un futuro válido para está país. Válido para un país que heredaremos como el más desigual de América Latina, que habrá perdido el 60% de su producto interno bruto, en el que la cuestión de la migración ha llegado para quedarse. Válido para un país que deberá transformar en muy corto tiempo, en la imaginación y la realidad, la forma en que ha concebido la riqueza. Nunca antes en este país hubo tanta gente siendo tocada, en su espíritu y sus motivaciones, para bien o para mal, por la política. No perdamos esa maravillosa posibilidad creyendo que nuestros prejuicios e ignorancia son opiniones transmisibles. A nuestra generación le compete –nada más y nada menos–estar a la altura de nuestros (sic) muertos.
No hace falta aclarar que esta generalización, como toda generalización, es espuria. Que sirva esta espuria generalización para interpelar a los que actúan en las antípodas de esta generalización.
Es en esta pérdida de oportunidad generacional donde sitúo los motivos de mi pesimismo. No obstante, el ser humano es ese animal que es capaz de cambiar súbitamente de espíritu y hacer del invierno primaveras.