Colm: La amabilidad no dura (…) pero te diré qué sí dura (…) la música dura (…) las pinturas duran, y la poesía (…) Todos saben quién fue Mozart.
Pádraic: Yo no, así que adiós a esa teoría. Y de todos modos hablamos de amabilidad. No de… “como se llame”. Mi mamá era amable; la recuerdo. Y mi papá era amable; lo recuerdo. Y mi hermana es amable; la recordaré. La recordaré para siempre.
Martin McDonagh / The Banshees of Inisherin
Apenas terminó, sentí que me habían extirpado algo como el hígado del entusiasmo y que ya no habría manera de seguir arreando la mula de la existencia. Pero ese sentimiento me agobió un segundo, a lo sumo dos. De inmediato entendí que se trataba de un dolor bueno, como cuando el cuerpo sana y se hace más fuerte: un ardor de fibras que necesariamente deben romperse para crecer, a manera de músculo. Estoy tratando de contar lo que hizo conmigo The Banshees of Inisherin, la reciente peli de Martin McDonagh.
Puedo decir que cada fotograma es una obra en sí misma; que el ritmo narrativo me llevó suave de la extrañeza al asombro y de la risa a la melancolía, de la compasión al repudio y de la certeza a la duda; que los paisajes, heridos de luz e inmensidad, son metáfora de las ánimas que los transitan y viceversa. Puedo decir que una guerra invisible, más allá del mar, de la que llegan tres jirones de referencia y pocos estruendos, nunca fue tan vívida y protagónica en una historia. ¿Cómo lo hizo?, ¿cómo se construye un discurso de esa manera?, ¿qué endemoniado genio saca semejante sombrero del buche de un conejo?, me pregunto con auxilio del poeta Jaramillo Escobar. Puedo decir que los diálogos plantean, por momentos, cuestiones ontológicas a hachazo limpio contra la filosofía del arte; brevísimos tratados éticos, sin petulancia, sin poner en riesgo la verosimilitud de los personajes en su contexto agreste.
Los personajes, que tienen el soplo vital, saltan de su caja o nos meten en ella, y ambas imposibilidades se realizan para que una termine con el cuerpo en esta Caracas del muriente año 2022 y con el alma en una isla de la Irlanda de mil novecientos veintipico, sufriendo en serio porque de pronto, una mañana, un tipo no quiere seguir siendo el mejor y único amigo de su mejor y único amigo: “Me aburres, Pádraic, y ya no tengo lugar para el aburrimiento en mi vida”, dice Colm (en la voz y cuero del gigante Brendan Gleeson).
Así la historia se va tramando sobre una premisa que lejos de resultarnos absurda (esa es obviamente la genialidad de la Cosa) nos planta cínica frente a la humanidad que somos. ¿Quién no ama a gente que a menudo le aburre o a gente que simplemente le cae mal?, ¿quién no arrastra “eso” estoica o pendejamente?, ¿qué hacer “sin” y “con” el disimulo inmanente al amor? Hijos, tías, madres, parejas, hermanas, amigos. El tiempo yéndose en una trampa de tejido interhumano. ¿Quién no se ha sentido demasiado complejo como para amar lo simple? ¿Quién, por otro lado, no ha recibido, también, el golpe incomprensible del desprecio?
“Tal vez está deprimido”, dice la hermana del rechazado (encarnado por un Colin Farrell en el paroxismo de la ternura y la sencillez). Y el pana responde con la dignidad que le queda: “Si lo está, podría mantenerlo en secreto, reprimirlo, como el resto de nosotros”; ¡como el resto de nosotros!
Cada personaje es un drama hondo, un chiste filoso y asimismo una tragedia, un arquetipo; cada situación, un bramido mudo, un nudo. Si no, que lo diga Siobhán (soberbia caracterización de Kerry Condon), la persona más inteligente del pueblo, con ganas de mundo y de libros (que a menudo pueden ser lo mismo), atascada, sosteniendo a su hermano, lúcida y compasiva; o Dominic (Barry Keoghan), considerado el más idiota de Inisherin (que en este caso es igual a decir el más humano, el más sensible), brutalizado y arrinconado hasta límites extremos.
En la isla de McDonagh sucede todo precisamente porque no sucede nada. El devenir se abre un curso terrible y cotidiano a través de una fractura inverosímil, el acontecer discurre agresiva y esperanzadoramente hacia la niebla, dentro de un punto, en un espacio espectral. ¿Cómo perforar la esfera? ¿Cómo salir del círculo? Parece que solo con violencia. Amputar los dedos al conformismo para existir. De otro modo, penar se impone la única manera de estar.
El filme aborda los temas fundacionales del Ser occidental, muy en la tradición shakesperiana: es inevitable advertir la influencia tremenda del teatro en el engranaje creativo del director, rasgo común en el resto de su filmografía. Quizá esté todo; el Arte, con su afán de sentido e inmortalidad, con su impertinencia interrogadora, su tizón de quemar el culo de los abúlicos, de las dormidas, de quienes no se atreven; el Amor a pesar de los muñones y para cualquier mutilación, con su insistente fatalidad; el Deseo que o nos castra o nos estimula hasta la locura; la Justicia y su contraparte. Quizá nada; el Poder y su estruendo, su sangre de lavar tronos, sus muertos de juego de mesa, en un tablero geopolítico omnímodo. El Destino. La Muerte (tan bermagniana) rondando tranqui, sonreída, detenida a un lado del sendero, esperando nomás, haciéndonos señas desde la otra orilla del río, mirándonos desde mesetas y colinas.