Annie Hall es la mayoría de edad artística de Woody Allen. Hasta entonces, sus películas funcionaban como una acumulación de gags más o menos afortunados. Su privilegiado sentido del humor lo fagocitaba todo. Con Annie Hall amplió territorios narrativos, tiñendo el metraje de una agridulce melancolía y buscando más la media sonrisa que la abierta carcajada.
Su personaje de Alvy Singer representa la década de los setenta tanto como el Travis Bickle de Taxi Driver, el Serpico de la homónima película o los atracadores de Dog Day Afternoon: un urbanita desnortado y perdido; neurótico e hipocondríaco; inseguro y frágil ante unos tiempos que no comprende y unas certezas que se derrumban; carne de psiquiatra; pesimista ante el sinsentido vital y la más que segura fugacidad del amor… Aunque siguiera en terrenos de comedia, Allen jugaba ya en la misma liga del desasosiego que los Scorsese, Altman, Cimino, Peckinpah o Coppola.
Tratándose de Woody Allen, no podían faltar chistes memorables, pero estos se encuentran al servicio de la narración y no a la inversa. A diferencia de sus anteriores trabajos, el humor no opaca –todo lo contrario, realza– la nostálgica revisión de una historia de amor fracasada: es más Billy Wilder que los Hermanos Marx.
Además, refresca la pantalla con la reactualización de los trucos que había aprendido de sus maestros cinematográficos, de Renoir a Bergman, de Buñuel a Fellini: rupturas de la cuarta pared, hablándole directamente al público; desdoblamientos temporales; fragmentación de la pantalla; escenas de animación; yuxtaposición de realidad y fantasía… Una coctelera de ingredientes hábilmente engarzados en un guion que es el verdadero pilar sobre el que se sustenta la función.
Diane Keaton da la réplica encarnando a un estereotipo femenino que, pese a sus dudas y tribulaciones, sabe navegar mejor por tiempos de marejada, afronta las situaciones, toma decisiones y se atiene a ellas. En el cine de Allen, las mujeres crecen, mientras que los hombres se quedan anclados en un estado de adolescencia permanente. Ambos perfiles y la imposibilidad de que mantengan una relación duradera están en el núcleo de sus mejores trabajos: Manhattan, Hannah y sus hermanas, Misterioso asesinato en Manhattan, Delitos y faltas…
Tras visionar los avatares perfectamente verosímiles de la pareja, desde su enamoramiento hasta su más que civilizada ruptura, lo que queda en la audiencia es una sensación de fatalismo y de condena a repetir hasta el infinito los mismos errores. Porque las relaciones sentimentales son absurdas e irracionales, pero como señala el chiste final de la película –que quizás no sea tan chist– “todos necesitamos los huevos”.
La Academia certificó el ingreso de Woody Allen en el Olimpo de los realizadores concediendo a Annie Hall el Oscar a la mejor película. Derrotó contra todo pronóstico a la imbatible en términos de taquilla Star Wars. También se hizo de forma inesperada con la estatuilla a mejor director. Más lógico fue el galardón al guion original, primero de tres –récord– y primera nominación de las dieciséis que llegaría a alcanzar en esta categoría –récord absoluto y probablemente insuperable. Tan solo se fue de vacio en el premio al mejor actor principal, aunque ya solo el hecho de que fuera candidato constituyó un triunfo: su registro limitadísimo como intérprete coincide, precisamente, con los rasgos del personaje de Alvy Singer. El Oscar para Diane Keaton terminaría por legitimar al filme como depositario del zeitgest de época.
Annie Hall fue el verdadero punto de arranque de una carrera sorprendentemente prolífica, -casi a razón de un título por año hasta hace bien poco- y en la que la principal virtud para sus seguidores es el principal defecto para sus detractores: la absoluta previsibilidad del universo Allen. En efecto, las señas de identidad de su obra han permanecido inalteradas durante más de medio siglo, tanto en los temas que trata como en la forma de abordarlos cinematográficamente. Más allá de filias y fobias, lo cierto es que su entrega anual suponía un rencuentro entrañable con unas historias y unos personajes que, tras tanto tiempo acudiendo puntualmente a la cita, eran ya como de la familia de los cinéfagos.