El cine es una idea y una cámara en mano
Margot Benacerraf
El lenguaje es tejido, composición, sentido específico, fisonomía de lo indefinido, conjunto de signos insuflados de movilidad. La imagen es pluralidad, pero al mismo tiempo puede adquirir la fijeza y la precisión necesaria para impregnar al espectador con una idea, un sentimiento. La poesía subraya la imagen, la imagen algunas veces es poesía. Sin mirada poética nuestra mirada puede ser corta y no alcanzar a decir lo que se quisiera decir con el cine.
El cine también es memoria. Podemos imaginar la cara de aquellos espectadores que pavorosos observaron esa locomotora que parecía desbordar aquel rectángulo blanco. Aquella primera pantalla que en realidad era como la partera que daba nacimiento al primer espectáculo cinematográfico. Lejana en el tiempo está esa noche parisina del 28 de diciembre de 1895, cuando Auguste y Louis Lumière presentaron a un reducido grupo de personas, a través de inocentes y sencillas imágenes, aquella invención que con el pasar del tiempo se convertiría en un pozo de artificios donde decantarían todos los sentimientos posibles: el pensamiento y la complejidad social y psicológica de los seres humanos con discurso propio y potencia visual única. El cine, luego de poco más de cien años de andar ha pasado por la frescura de la comedia, también por la crudeza y la intemperie humana en el cine italiano de la posguerra, o en la gracia denunciante de Chaplin. El cine puede absorber y contar los sueños y la realidad del mundo; al día actual, ¿quién puede discutir su carácter de arte? Aun así, al mismo tiempo también lo han convertido en industria, quizás una de las más rentables desde lo monetario, pero también desde su capacidad de transmisión y construcción de imaginarios y subjetividades. Los fines en ocasiones superan a la nobleza del lenguaje, sin embargo siempre queda un intersticio donde pervive lo puro del arte, que busca, por sobre todos los escollos, estremecer el espíritu del ser humano, conmover su razón y sembrar imágenes que desnuden ante sus ojos una idea, la palabra del autor.
La imagen que evoca, la imagen que cuenta
La poesía rompe los sellos del mundo real creando un mundo imaginado, descifrando los secretos internos de la vida de los seres y dándole vida a la materia inanimada, construyendo misterios que abren ventanas hacia otros misterios. Inacabada música de un mundo para siempre, al escucharla se posa frente a nuestros ojos para no volver. La poesía traspasa los muros tras los cuales se esconde lo maravilloso del instante cotidiano y su misterio aplazado que nace nuevamente al ser tocado por la imaginación, la mayoría de las veces sin palabra alguna. Una imagen basta.
La poesía es oficio de exploradores de lo intangible, que urden los símbolos para nombrar a la naturaleza y renovarla lúcida y esencial. En los ojos de los seres humanos las imágenes jamás se agotan, aunque estos sean inconscientes de la exuberancia que ante ellos desfila. Parafraseando a Dostoievski se podría decir que los hombres pueden vivir si pan, pero jamás renunciarán a la belleza. Habría que añadir que no siempre se ilumina lo que a las sombras permanece por desconocimiento. Allí traspasa la poesía con su lámpara infinita de candiles desbordantes.
La imagen poética posee su propio sentido, un fulgor orgánico que solo le pertenece dentro de su propio universo. Un tejido de imágenes y símbolos, significaciones y ocultos fulgores que se abrazan para transmitir. Paul Éluar decía que:
…los verdaderos poetas no han creído nunca que la poesía les pertenezca en propiedad. En los labios de los hombres jamás se ha agotado la palabra; las voces, los cantos, los gritos se suceden sin fin, se cruzan, se entrechocan, se confunden. El impulso de la función del lenguaje ha sido proyectado hasta la exageración, hasta la exuberancia, hasta la incoherencia. Las palabras nombran al mundo, las palabras nombran al hombre, lo que el hombre ve y experimenta, lo que existe, lo que ha existido, la antigüedad del tiempo, y el pasado y el futuro de la edad y el presente, la voluntad y lo involuntario, el miedo y el deseo por lo que no existe, por lo que va a existir. Las palabras destruyen, las palabras predicen, juntas o solas, de nada vale rehusarlas…
Las palabras poseen en sí una potencia originaria que les otorga impulso propio, que acordonado a otras movilidades, articula una pulsión inagotable; la fuerza del lenguaje.
Ahora bien, en el caso del cine, en su decir propio y diverso, la imagen fílmica parece estar regida por el flujo mismo del tiempo dentro de cada toma, elemento al cual se le adhieren la música y el sonido, ciertos efectos y, claro está, en la mayoría de los casos la expresión actoral. La imagen dinámica, por su movilidad, supera la noción de estancamiento del tiempo, insuflando de vitalidad la materia e incluso tendiendo en ocasiones a la espiritualidad de un instante en la historia que no puede ser comprendido desde un sentido racional. Tal vez aquí exista un encuentro entre la imagen dinámica y eso que esencialmente tendemos a asociar con la poesía, el lenguaje inacabado y misterioso más allá de la forma y el canal por el cual fluye hasta nosotros.
El cineasta ruso Andrei Tarkovsky reflexiona sobre el cine en su libro Esculpir en el tiempo, y sobre la imagen sostenía que:
La imagen posibilita percibir esa unidad en la que todo se halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la idea de la imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta descripción no le hará justicia. Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en su sentido racional.
En la historia del cine ha habido directores con inmensa habilidad para transmitir con imágenes lo que con palabras tal vez se transmitiría de manera empobrecida. Tarkovsky es quizás uno de ellos. Más allá de los aspectos técnicos y una predeterminada lógica de historia, hay una dimensión del lenguaje, en este caso cinematográfico, que es una especie de metáfora que produce interpretaciones varias y significados diversos dependiendo del receptor.
La poesía, podríamos creer en esto, es una potencia del ser que avanza sobre el lenguaje, cualquiera que este sea, impelida por la imaginación y un especial orden del mundo creado por la espiritualidad y la reflexión.
Araya
Margot Benacerraf lo ha contado muchas veces, luego de su primera película, Reverón, conoció las salinas de Araya a través de unas fotografías. De nuevo, el poder de la imagen y el impacto que pueden causar, le hicieron tomar la decisión, hacia finales de 1958, de ir hasta la península y filmar junto a Giuseppe Nisolila película que, inusitadamente, le daría relevancia como joven directora, al tiempo que sacaba del anonimato, al menos temporalmente, a los pobladores de aquel duro lugar que por más de quinientos años había sido la península de Araya.
La película está compuesta por el relato de un día en la vida de tres familias: Ortiz, Salazar y los Pereda, familias que por generaciones han repetido invariablemente los trabajos y oficios únicos de Araya: extraer sal o pescar.
Lo lírico de sus luces y sombras, la desolada belleza de sus paisajes incandescentes, la orquestación de esos cuerpos que. como piezas de una gran máquina, realizan un trabajo agotador aproximándose a la inhumanidad, elabora un conjunto de imágenes con honda pulsión narrativa y poderosa carga estética.
Las flores del cementerio marino
Carmen sigue los pasos de su abuela por las tardes (de blanco la niña, de negro la anciana) ambas en los extremos de sus vidas emergen en el encuadre como viniendo del mar. Como todo en Araya, cruzan un terronal candente a contraviento hasta que se incrustan en el sol casi dormido de la tarde. Las cestas que temprano se utilizaron para la sal, por las tardes también portan las ofrendas imperecederas para los ancestros; flores inmarcesibles, perpetuas, flores que vienen del mar a posarse en el lugar donde deben estar los lirios y las rosas, seres negados para Araya, seres negados a la luz y a la sal de aquella desolación.
En esta escena, niña y anciana surgen desde la izquierda del cuadro, rompiendo con una sintaxis de la imagen que pudiera sugerir un orden normal de desplazamiento. Por el contrario, es como si avanzaran a contra flujo de la mirada corriente a una pantalla, apareciendo de súbito por la derecha.
Luego, en plena marcha entre rocas y sol, se percibe tras de ellas un horizonte distante, una proporción enorme del entorno con respecto a ambas figuras. Viento, sol, horizonte y desplazamiento sugieren al espectador una inmensa adversidad natural que es vencida por la voluntad de ambas tan solo por cumplir con el ritual de ofrendar a sus muertos, aquellos que –nos recuerda el narrador– “cargaron tantas maras de sal y peces” para perecer como vinieron al mundo, bajo el mismo sol, adentrados en la misma tierra estéril que ahora les abraza para siempre.
Caracoles, flores de Araya que se posan sobre cada tumba como símbolo de persistencia de la vida sobre la muerte salobre y brillante de esa tierra implacable.
Existe una presencia que acompaña a Carmen y a su abuela, una cadencia invisible que sin embargo se siente, se escucha. El mar da comienzo y fin a la secuencia, y a cada paso se le escucha a fondo, haciendo compañía a una música que luego entra como un dejo de melancolía, como el silbar de una flauta que precede a la aparición de una voz seca y profunda. En el caso de la versión en castellano es la voz en off de José Ignacio Cabrujas que se incrusta como elemento sintetizador de la composición que desde la aparición de la anciana y la niña se viene dibujando ante el espectador. La música en esta secuencia es casi un “adjetivo” que ilumina la tristeza apacible de aquellos seres que a pesar de la dureza de sus vidas continúan siendo sensibles y añorantes, lo suficiente como para seguir honrando a sus muertos.
Es una de las secuencias más descriptivas del mensaje de Araya, sin obviar otras que, además de plasmar una realidad, también son como una denuncia lenta pero contundente.
Como cuando observamos a la alfarera, nuevamente se hace presente en la pantalla, a través de cada símbolo. articulando la dignidad del ser humano que, terco, supera la dureza de la vida impuesta por la naturaleza. Horizonte perpetuo, invariable, monótono en el paso del tiempo. Así como la alfarera, cuyas vasijas son acariciadas por viejas manos, como quinientos años atrás.
Araya posee un ritmo eficaz a los fines de transmitir ese sentir de lentitud que emana de cada vida y de cada familia, como la cadencia del sonar de las olas.
Algo parecido al goteo del tiempo, para empozarse en la monotonía del pasar de la vida en la península. Aunado a la blancura, a la brillante potencia que enceguece y a los gestos de aquellos rostros de expresiones tenues y plásticas miradas. Rostros que -según Benacerraf- no podían ser sustituidos por actores y actrices de la época.
Quizás la belleza de Araya se sustenta en la sincera entonación de la realidad por dura que esta sea. Mostrada al espectador, la honestidad de la imagen, cargada de lucha contra la muerte, no confiere espacio a la impostura. Antes que filtros perceptivos o falseos, es posible encontrar una estructura comunicativa, donde la conexión con la realidad es estremecedora por la fidelidad a la vida tal como es.
Bibliografía consultada
Acosta, J. Entorno teórico-metodológico para historiar el cine venezolano. Caracas. Akademos. 2003.
Aumont, J. Estética del cine. Buenos Aires. Ediciones Paidos. 2008.
Éluard, P. Antología poética. Caracas. Editorial El perro y la rana, 2011.
Tarkovski, A., Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, Madrid, Ediciones Rialp, 2000.