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Para su segunda aventura cinematográfica estadounidense, Louis Malle viajó hasta Atlantic City. La ciudad vivía un momento muy peculiar. La época dorada como gran balneario de la Costa Este quedaba lejos y su transformación en centro de juegos de azar –una suerte de hermanita pobre de Las Vegas– apenas había comenzado. El director francés se encontró con una urbe en estado de demolición, en la que los vetustos edificios de principios de siglo XX eran derribados para construir casinos.
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Esa Atlantic City a la que llegó Malle y su equipo ejemplificaba el concepto gramsciano de crisis, cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Sobre este telón de fondo tambaleante colocó a unos personajes que, de alguna forma, también representan esa crisis sobre la que teorizaba el pensador italiano: ancianos presos de sus recuerdos que tratan de sobrevivir en un lugar que ya no es el suyo y jóvenes que buscan un golpe de suerte en el futuro ludópata que está por llegar.
Un septuagenario Burt Lancaster comanda a este grupo de almas perdidas. Fanfarronea de haberse codeado con los más famosos gángsters, pero lo cierto es que malvive a base de apuestas ínfimas que ni siquiera llegan a un dólar. Podría ser peor: algún compañero limpia urinarios públicos. Sería un fracasado si no fuera porque el actor le confirió toda la dignidad de su presencia, la misma con la que impregnó al Príncipe de Salina, otro personaje vapuleado por el paso del tiempo, en la viscontiana El Gatopardo.
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El argumento de la película, con aroma a cine negro, tan querido, admirado e imitado en Francia, es en realidad una excusa para dar una salida honorable a los personajes, para convertirlos más en supervivientes que en perdedores. Finalmente, lo que queda es un hermoso canto a la bondad y a la solidaridad como mecanismo de resistencia frente a las propuestas competitivas. Es en comunidad donde la vida florece. El individualismo solo conduce a la destrucción. La metáfora de los edificios desplomándose bajo la bola de la demolición anticipa lo que le espera a Atlantic City si lo fía todo a una ruleta en el que al final la banca siempre gana.
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Este planteamiento podría ser panfletario, pero Louis Malle esquiva el peligro poniendo al público ante un dilema: la empatía con los personajes es absoluta, pero lo cierto es que sus acciones son abiertamente delictivas en lo legal y totalmente reprobables en lo moral. ¿Cómo juzgarlos entonces? Malle no rehúye la responsabilidad que le corresponde como director y reparte castigos y recompensas, si bien estas no son las que cabría esperar según los comportamientos de los protagonistas. Al fin y al cabo es cine y en la gran pantalla no rigen ni las mismas normas ni la misma ética que en la vida real.
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Disfruté de este comentario, me ubica en la situación, que no es poco, para aprovechar más la pelicula en relación a las intenciones del director. Gracias.
Crónica entre irónica y romántica sobre las cotidianas andanzas de quienes esperan el primer tranvía o perdieron el último, desgranada en imágenes limpias que poseen la amorosa precisión del lanzador de cuchillos en la pista del circo. Nostálgica (y memorable) composición de Burt Lancaster en la piel de un personaje que podría ser, de haber sobrevivido, el envejecido protagonista de FORAJIDOS.