Maxi no era fan de la gente, pero sus viejos no lo mandaron al psiquiátrico por eso. Fue por paranoico. Antes era un peo social. No hablaba con nadie por miedo a las posibilidades, proyectadas en su mente como pelis de terror. El aislamiento era más sencillo, y los videojuegos, el anime y la masturbación compulsiva ayudaban un poco.
Todo se fue a la mierda cuando cumplió los dieciséis. No dormía, huía de las ventanas, de los líquidos, del frío, decía locuras sobre escamas doradas. Su mamá lo pilló con la hojilla a medio camino entre el antebrazo y la muñeca. Ahí, con infinita culpa, aceptaron que el carajito necesitaba ayuda profesional.
En el psiquiátrico uno pierde la fe en los humanos. Le agarra miedo al hombre, a las cosas que el hombre hace y se hace. Lo soltaban todas las navidades. Sus padres lo buscaban, y en agradecimiento por internarlo con locos, se encerraba en el cuarto y salía exclusivamente por comida.
Pasaba día y noche en runs de Soul Calibur III. No recordaba mucho de su vida antes de filetearse el brazo, solo el Soul Calibur y las desapariciones de gente joven, muchachos, para ser preciso. Una de las runs terminó con Taki y la maquinaria del recuerdo alineó sus engranajes polvorientos, revelando algo más.
De un lado de la cinta nada, del otro colores, formas, una muchacha enfermiza y el narrador con su CONTINUE…?
NINE…!
… EIGHT…! SEVEN…! SIX…! Yuki era su única pana. Era la Taki más letal de toda Valencia. Con el control en sus manos la leyenda de Abyss cerraba más o menos así: … y entonces el rey del abismo vio su destino truncado por una shonobi en licras lila; el Rekki-Maru como último sacramento, el Makki-Maru como séptimo sello, cayó al abismo y todos temieron el nombre de la shinobi.
No hablaba mucho, y Maxi siempre sospechó que algo padecía. Delgada, voz quebradiza, siempre pálida y fría como en una baja de tensión y ese pelo negro, largo, sedoso. Recordaba perfectamente las mil partidas que echaron, pero no cómo se conocieron. Tal vez en el liceo.
―¿Hamburguesa?
Había más imágenes, sensaciones, olores. Olores fuertes como carne casi cruda, Coca-Cola diluida, grasa piche…
FIVE…!
… salsa de ajo medio podrida.
A todo el mundo le dio amebiasis donde Pipo. Era un rito de iniciación. Maxi y Yuki cayeron ahí una tarde, famélicos. Maxi confirmó que el ser humano es setenta por ciento agua, y cagó parte de su humanidad entre ardores.
¿Por qué comer allá, entonces? Porque Pipo era un artista. Sus infecciones comestibles eran prueba del potencial humano para la perfección.
Parecía víctima de Yubaba. Una masa aceitosa y granulienta con insuficiencia de oxígeno. Hablaba en oraciones simples; una compuesta lo mataría. Estaba orgulloso de su cultivo de parásitos y lo mantenía con dedicación: rara vez se lavaba las manos. Se limpiaba el sudor con la lechuga, soltaba gargajos con premio a tu orden si ladillabas mucho.
Maxi y Yuki eran el Rambo y la Terminator de la comida basura. De un solo chorro masacraban las hamburguesas, dejando una sopa espesa y marrón, sabor queso-maíz-ajo-BBQ. A lo mejor fue eso; se unieron en su cochinería y su desprecio por la salubridad.
―¿Jugamos a los monstruos?
Había algo circular en la voz de Yuki, algo que no empieza ni termina, solo es y sigue y sigue. Los monstruos quedaron en eso, sí, ¿pero dónde? La maquinaria arrancó otra vez, de sus fauces salen Doritos, cerveza y una voz rasposa de mujer, gritando…
FOUR…!
… japonerías en la oscuridad. Era su protocolo antiestrés, poner Uroko a todo volumen en edificios abandonados y jugar a los monstruos. Era simple: se ponían batas y gritaban desde las ventanas ¡Isshūkan, Isshūkan! Cualquier transeúnte apuraría el paso, temeroso de una Sadako latina.
En la terraza, con suficiente curda, todo se desenfocaba, las luces parecían luciérnagas gigantes. Yuki le enseñó un truco: si observas el cielo por un rato, tu cuerpo cae hacia arriba, al menos así se siente. La voz de mujer sigue gritando, esta vez la inflexión denota algo apocalíptico, algo que vive en lo profundo de lugares como ese hospital. La idea da un puto frío satánico
Maxi descubrió que la cerveza de adentro para afuera también tiene sabor: sabía a hikikomori que apenas se cepilla. Escupió un par de veces. Todo giraba. Usó las luces como anclas para el mareo y una se movió, casi como una estrella fugaz.
―¡Yuki, vacila!
Quizás era buen momento para confesarse. Qué ridiculez tan shōjo, pero así sintió. A veces la cursilería es honestidad sin filtros. Pero quedó en idea, Yuki desapareció. Buscó por todos lados, llamó, temió lo peor y un escalofrío congeló sus tripas.
Un susurro suave devolvió calor a sus articulaciones. Le daba un cague inmenso, pero estaba fuera de sí, se observa caminando al sótano, ya tenía un pie en el primer escalón…
THREE…!
… y despertó, frío como un muerto. Meses con la misma pesadilla, cortada justo en esa parte. Muchas preguntas, aunque solo una pesaba: ¿de dónde conocía a Yuki? Ni del liceo, ni del local de Pipo, ni de las convenciones. La maquinaria, rica en detalles inútiles, perdía toda eficacia ante ese misterio.
¿Solo una pesadilla, muchas pesadillas de Takis pelo largo, susurrando suavemente en la oscuridad, esperando con el Rekki-Maru desenvainado? Pero las pesadillas terminan, ¿no? Por descarte, preguntó a sus viejos.
―Chamo, nunca has traído mujer pa acá. Te la pasas en el cuarto, solo…
TWO…!
―… comes solo siempre, loco.
Las palabras de Pipo fueron su condena. Si antes sus padres lo creían extraño, ahora lo creían loco, demasiado grande para amigas imaginarias. Es natural, pensaron: la soledad es un peligro. Los jóvenes necesitan amistades, culos, relaciones, no jueguitos y comiquitas.
Estaba seguro de su cordura, salvo por la parte donde algo lo observaba desde la ventana, desde sus sueños. Algo frío.
Después de setenta y dos horas de insomnio, todo es una peli borrosa. Sonidos y olores desaparecen, movimiento sin propósito, ser autómata. Maxi perdió toda continuidad, caminaba por la casa, salía obligado por los viejos, aparecía en sitios sin saber cómo, caminó poseso, caminó hasta el primer escalón otra vez.
Todo giraba. Sótano inundado, oscuro, estalactitas en el techo y el frío. A lo lejos oía brazadas. Vio por el rabillo un fulgor dorado, desapareciendo entre aguas negras. Había algo más, minúsculo: una voz de mujer, cantando suavemente. El agua tentaba. Se veía arrulladora y cálida, pero algo en él rompe el automatismo y lo saca del hospital. Todo giraba y caía.
Voltea hacia la ventana una última vez, y…
ONE…!
… algo llama desde afuera. Algo como:
―¿… mos a los… truos, … mos a los… truos?
Escurre agua por la ventana, casi hielo. La luz muere como luciérnagas ahogadas. Algo canta y se retuerce. Maxi cierra los ojos, espera que la luz del sol lo saque de la pesadilla, y no: Yuki está aquí. Canta y Maxi cae hacia arriba, frío como un muerto.
GAME OVER