UBICACIÓN: Propatria, Parroquia Sucre – Montalbán, Parroquia La Vega. Caracas
FECHA: 2-4 de abril de 2020
TEMA: Obvio
SINÉCDOQUE: Al mejor estilo de los barrios caraqueños, la gente de Propatria es amigable y poco reservada. Pueden sonreírte con calidez mientras caminas por la primera avenida, o pueden gritarte de una acera a otra si te encuentran, a lo lejos, mientras avanzas hacia la estación de metro. Es normal, digamos, que todo tipo de charla informal surja mientras esperas para pagar en la bodega o mientras te tomas la cerveza fría del final de la tarde. Y sin embargo, ahora, el gesto gentil y desinhibido de siempre se ha trastocado. Toda conversación se ha reducido a interrogantes y monosílabos. “Sí”, “No”. Sobre los mínimos cuchicheos que se producen, se escucha a un miliciano (de unos sesenta y tantos años) que, desde un parlante, repite en bucle recomendaciones y busca, con cierto éxito, ordenar la cola de un pequeño abasto. De pronto todo es como ese ruido blanco de la frecuencia radial. Todo suena de forma espectral, se escucha bajito, se siente lejano. Un oído que quiere sintonizar pero no puede. Un cuerpo que se ha vuelto rígido bajo la espera y la incertidumbre.
JUEVES: Son las 9:00 a.m. y el sol quema. A esa hora, la calle comienza a poblarse por pequeñas figuritas multicolores. Todo el mundo lleva su tapabocas. En la calle, en las tiendas, en las motos, en los carros y en los balcones de algunas casas se ven tapabocas de todo tipo. Quirúrgicos, caseros, estampados, negros, blancos, de colores. Los hay de todos los tamaños, desde el imprescindible hasta el exagerado. Algunes tienen guantes y con un par de bolsas plásticas, bien amarradas, resuelven. Los policías, en sus alcabalas, se despojan de una parte de su indumentaria de trabajo. A esas horas y bajo estas circunstancias, no tiene sentido cargar encima el chaleco antibalas. Entre los cuchicheos se perciben algunos sonidos de la cotidianidad del pasado. Una moto, una corneta. La cola en la bomba de gasolina pareciera ser un minuto de silencio prolongado y sin fin. En la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalística hay algo de movimiento.
―Verga chamo, tremendo tapabocas, ¿no? Ponte mejor una máscara antigás –el lugar estalla en carcajadas.
―Hay que ver, ¿no? –responde el otro– Toca cuidarse, mira que en el sótano hay detenidos y no sabemos si tienen el coronavirus ese o no.
Ya no hay risas. Los ceños se fruncen y cada uno de los presentes chequea su outfit temporada covid-19/pandemia.
―Y bueno, a quién le toca hacer la ronda hoy –pregunta lejos el jefe de la delegación.
LOS MIOPES YA NO NECESITAN USAR LENTES: Aunque llevar el tapabocas es una medida de protección y no una declaración, su densidad pareciera, en cierto punto, llegar a serlo. Quien no lleve uno puede llegar a ser el centro de reclamos e insultos. Y la cuestión no pasa solo por llevarlo o no llevarlo. El tipo de tapabocas que se usa es también objeto de disputas. En las pocas farmacias abiertas los ofrecen de todos tipos y de todos los colores. En Locatel pude ver a una señora (medio neurótica y obsesiva) que ponderó, por al menos 30 minutos, cuál era el mejor tapabocas, el ideal, el más seguro. En esos 30 minutos la vi desvanecerse y reincorporarse sin ayuda alguna, más que la palabra, pues la distancia social debe mantenerse.
Desde el último piso del centro comercial llegan algunas palabras de aliento. Versículos de la biblia recitados por un pastor que ora por la salud de su rebaño. “Este virus”, dice, “es una prueba de nuestro señor. Debemos permanecer fieles en nuestra fe”. Al centenar de personas que circulan a esas horas estas palabras le dicen poco o nada. Caminata zombie, todes quieren y desean cumplir con puntualidad sus tareas para regresar lo más rápido posible a sus casas. Si antes del aislamiento voluntario Propatria era un paisaje que te obligaba a mantener activa la mirada “macro”, hoy es el lugar de la mirada “micro”. Todes van tras el detalle, tras lo mínimo. Los miopes ya no necesitan usar lentes.
LA GASOLINA MATA TODO: El reloj marca la 1:00 p.m. y la avenida Morán, salvo por el cierre de algunos negocios, permanece como una polaroid de los tiempos previos a la cuarentena. Mecánicos trabajando, gente sentada a las afueras de sus casas conversando. Al llegar a la pasarela, un grupo de veinte jóvenes con guantes y tapabocas siguen ofreciendo, como antes, las bombonas del gas. Pequeños fajos de billetes verdes de baja denominación se encuentran en sus manos. La transacción es rápida. Se baja la bombona de la maleta, se monta la nueva y se realiza el pago. ¿Cuánto? No llegué a verlo ni me detuve a preguntar. Con la gasolina también se negocia. Estación de servicio improvisada. Cada persona lleva su manguera y se hace responsable de gestionar su llenado. A lo lejos escuché decir: ¡la gasolina mata todo!
Los pocos kilómetros que hay entre el final de la avenida Morán y el puente Los Leones, definen un cambio total del paisaje. Los modos cambian y la gente socializa de una forma distinta. Una señora a las afueras de su edificio esperando a que su perro orine, cague y dé una vuelta. Sobre el escalón de uno de los pocos locales que quedan abiertos a esa hora, una mujer y dos niñes ruegan por algún gesto de solidaridad. ¿Dije niñes?, si, son les primeros chiquitines que he visto en todo el tiempo que llevo fuera de casa. Hacia la redoma de La India, a las afueras del mítico bar El Topeka, dos personas comparten una “pata de elefante” con alcohol de dudosa calidad. La ciudad sigue en movimiento. Lo que antes pasaba desapercibido a nuestros ojos, hoy salta a la vista como una anomalía.
EN EL BARRIO NO HAY SEXTING: Las calles no están abarrotadas, pero tampoco tan vacías como lo estarán dentro de poco. Quien escribe se olvidó, por un momento, de la cuarentena y el aislamiento. Para él la soledad nunca ha sido un rito, es la cotidianidad. Al abrir los portales de noticias cayó de panza, como quien realiza un acto de fe. Recordó las semanas recientes: el encierro, las conversaciones, las angustias. Teléfono en mano releyó los mensajes. Un vecino que le pide una máquina de afeitar, la cuota del condominio, las tareas asumidas sin cumplir. Recorre, hace scroll, surfea en Facebook, Instagram, Twitter, Whatsapp, Telegram. Antes de pulsar editar+leer todo recuerda que le quedan pocos cigarrillos.
El diminuto callejón en el que convergen puertas, escaleras y ventanas se ve habitado por adolescentes en pareja. Caminan tomados de la mano, se sientan en algunos escalones, se besan y se acarician. No hay tapabocas, no hay protección alguna. Tampoco hay una “doña María” que llame a la cordura. Es la irrupción del deseo y la primera vez que no observo cuerpos rígidos por la cuarentena. Desde un teléfono celular suena una salsa baúl: Y juntos nos fuimos del brazo con la tarde a cuesta / La brisa riendo en tu cara de niña traviesa. Compro los cigarrillos y regreso a casa pensando en mis amigues y sus modos para administrar la pulsión sexual de las semanas recientes. En el barrio no hay sexting, suelto en voz baja y sonrío.
LA INOCENCIA Y LA QUEJA: Cada tanto repetimos que luego de la cuarentena nada será igual. La queja/deseo por el regreso de la “normalidad” es algo que repetimos como si de un mantra se tratara. De a ratos, en esta soledad permanente, cierro los ojos y trato de imaginarme en la casa de mis amigues o de algún vecino. La imagen que regresa a mí es desconcertante: inocencia y una falta sorprendente y pronunciada de cinismo. Nadie se pregunta por qué Nicolás Maduro, aleatoriamente, usa o no el tapabocas en sus alocuciones. Nadie pareciera percatarse de que tal o cual presentador de televisión apareció un poco despeinado y sin maquillaje. Nadie pareciera cuestionar que, en plena pandemia, suenen tambores de guerra, ni mucho menos que las declaraciones de Donald Trump sean casi un plagio de los discursos presidenciales típicos de las distopías de Hollywood. Ni tampoco el hecho de que si esta pandemia se nos presenta y nos resulta extraña, es porque algunas escenas y planos de nuestra cotidianidad parecieran ser reflejos fieles de películas como Contagio, 12 monos o Ceguera. La posibilidad de enunciar “¡ESTO YA LO HEMOS VISTO!” resulta tan difícil que preferimos sentirnos mal o rezar o añorar nostálgicamente nuestro pasado reciente.
Sin embargo, no nos equivoquemos. Tenemos que obligarnos a pensar y a hacer cosas que seguramente no haríamos en condiciones “normales”. Lo digo como intentando explicarme a mí mismo que lo horrible de la pandemia es que hay quienes hoy duermen y conviven con el cadáver de un familiar en el rincón de sus casas, quienes buscan un techo diario para pasar la noche, quienes dosifican sus medicinas frente a la escasez, quienes han dejado de lado sus compromisos familiares para posicionarse en la primera línea del frente de batalla. Lo horrible, me digo, es que la humanidad que hoy arrasa el Covid-19 es en mayor medida la humanidad a la que pertenezco: mi humanidad. Y me niego a despertar y sentir que las ciudades y sus calles ya no son nuestras.
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