Darlo todo o ser infelices:
He allí un dilema.
Gustavo Pereira, Somari.
Sábado 22 de enero
Dijeron que se celebraría una y otra vez hasta el final de los tiempos. Lo prometieron secreto, y lento y eterno, como el amor de los abedules. Y aunque perdido en los años, suele asomarse en las palabras que otros se dicen, en las promesas que otros dejan crecer desde la tarde.
Acerca del mal de domingos
Volver es como no haber estado nunca. Cada domingo en su casa le guía inevitablemente a un tiempo lleno de coincidencias y en ausencia absoluta de ambigüedades. Encuentros monolíticos, precisos, sin cabida para la especulativa caricia aleatoria o la intención lúdica de palabras afables, desleídas pero propias. Cierra los ojos y empuja la leve reja que le separa del jardín tachonado de trinitarias sin podar. Piensa en los años de muerta de la anciana, en los gatos merodeando entre las sillas del diminuto porche y en su sonrisa casi forzada cuando es su madre –no ella– quien abre la puerta y le saluda con atemperada paciencia. Siempre acordaban que le esperaría, pero la distraída mirada de Beatriz se quedaba aletargada en algún rincón de la enorme casa, en una profusa tela de araña o con delicada apatía, en la ventana de la cocina que curiosamente daba hacia una mohosa pared de bloques.
Aromática
Siempre habrá café. Es decir, una manera de iniciar la conversación con alguna banalidad, como tal o cual ocasión, tal o cual sabor o variedad, algún recuerdo asociado al aroma o sencillamente, lo delicioso que es el café cuando Beatriz deja que se vaya goteando poco a poco en las tazas de donde directamente lo tomaban, de una vez colado con el azúcar y dos clavos de olor. Rutinas irrelevantes que permiten irse atisbando una vez más, cada vez. Conocerse como palpando despacio entre los resquicios de los días ausentes, de las horas pensadas, de las palabras premeditadas que sin embargo, pocas veces hallarán cuerpo en el meticuloso ritual en el que se va transformando cada tarde de domingo.
Lingüística
Las manos de Beatriz dibujan palabras que su voz intenta disimular, esconder detrás de un doble juego de entrega y escape cuidadosamente perfeccionado desde los primeros días en la escuela. Ambigüedades a las que Eduardo se va acostumbrando, a la manera paciente y descansada del estudiante dedicado que siempre había sido. Los gestos inextricables, complicados y suaves son un lenguaje secreto que Eduardo imagina fluyendo entre ambos como una música o un sentido complementario; cuando hay otras personas, simplemente calla y se deleita viendo a Beatriz, siguiendo la pausada danza de sus manos envolviendo y destejiendo las palabras y las imágenes.
(Secuencia inicial)
Se miran a los ojos y lentamente va tomando forma: Una mano se deslizará suavemente por un rostro enternecido y la etérea voz dirá te amo. Beatriz (que lo sabe desde las 2:34 de cierto día de abril) sonríe y se muerde los labios.
Gris como el tiempo que vuelve
¿Alguna vez viste a Beatriz caminando bajo la lluvia? Es perturbador atisbar la intensidad de sus ojos cerrados buscando dentro, su cabeza inclinada levemente, sus pasos lentos. Hago un esfuerzo para no dejarme llevar por el razonamiento inútil que busca explicar cada emoción, simplemente me distraigo viendo sus evoluciones bajo la tenue llovizna. Eduardo camina detrás, en silencio pero con una sonrisa que en ningún momento deja de prometer nuevas maravillas.
Detrás de una biblioteca no solo polvo
Una tarde la halló arrodillada frente a un montón variopinto de libros; al parecer los ordenaba por tema o categoría, pero se mostraba indecisa frente a algunos dilemas; preguntaba dudosa en ciertas correspondencias (¿pongo el I King en filosofía?) o en colocar frente a frente tendencias estéticas contrapuestas o contradictorias (¿Borges con Sábato?) y luego decidía en silencio frunciendo el entrecejo. Reconoció algunos títulos –él mismo se los había ido regalando con los años– y comprobó con sorpresa que la mayoría estaban marcados en párrafos y frases que a él mismo le habían impresionado o le parecían especialmente delicados. En realidad nunca había creído que los leyese, y mucho menos al punto de señalarlos de esa manera; descubrir a esa Beatriz le dio pie a especular sobre variaciones al café de los domingos, a las tardes entre gatos y trinitarias sin podar y la lenta tranquilidad que le imponían sus manos trenzando sus cabellos.
Definición (¿o anatema?)
¿Qué busca Eduardo? Es difícil decirlo a grandes rasgos, pero no parece ser gran cosa: Pequeños milagros, sucesos insignificantes. Sin embargo, podría ser muy simplista al afirmarlo; en realidad, el concepto involucrado debe ser más complejo. Excluyendo el amor de Beatriz, la interpretación más plausible parte de la premisa de un reordenamiento, telúrica reconstrucción interior en busca de certezas.
Oración
Cuando murió la abuela de Beatriz, los interminables rezos le brindaron a Eduardo una oportunidad magnífica para estudiar sus movimientos en circunstancias completamente diferentes, es decir, lejos del convencionalismo de una conversación común, del nerviosismo de sus íntimas soledades o el rojo y lúdico laberinto de sus pasiones. Era como verla conversar a solas y en el lenguaje más prístino con Dios. Sus manos pálidas apenas se movían sobre los abalorios que cifraban alternativamente los padrenuestros, avemarías y credos, los misterios y las formas de esa otra soledad, esa indistinta pasión que es la fe. Pero en esa ínfima danza había una magia, un instinto que develaba –a su entender– toda la intensidad de su mundo interior. Recordaba con claridad que ella, sentada entre su madre y su tía se esmeraba en parecer serena, pero la verdad es que podía percibir como se debatía entre el deseo de concentrarse en sus oraciones y la inasible sensación de que él la estudiaba, y no quería delatarse, ponerse en evidencia.
Porque somos cenizas, cenizas
Nunca le gustaron los cigarrillos que solían distraerla en la ventana. Sentía que era un punto de abstracción donde ni siquiera él podía tocarla. Por otra parte, eran un recordatorio insistente de esa otra Beatriz que él no había conocido en la ausencia, en el tiempo distante que los había moldeado ajenos en los años.
―¿En qué piensas?
―En nada, nada en especial.
Y luego el tiempo envolviendo la pequeña habitación: Eduardo sentado frente al monótono ir y venir de una música desleída (no era el mejor Santana, le conocía mejores instantes) y Beatriz diluyéndose en un entresueño que, como humo, se escapaba por los intersticios del día, hasta volver a instantes, frases idas…
―No te vayas.
―¿Para qué?
Y la niña que acompaña a Santana se extiende en una delicada y respirada sentencia (it’s all in the game o’love…) con ecos de blues mientras Eduardo solo ahí, viéndola recordar tiempos desconocidos. Apenas alcanza a decirle «somos cenizas, cenizas de ausencia» y ella se muerde dentro el fuego que se le va en cenizas, grises cenizas en el viento.
Modelo para una elegía
Por ejemplo, abrir la puerta de la habitación y en vez de la cama destendida y algún libro esperando en la mesita de noche, descubrir a Beatriz silbando una canción aterradora y melancólica, con olor a puertos viejos o a sábanas arrugadas en la memoria.
Los Arquetipos van despacio
Beatriz con el cabello peinado a lo Vanessa Carlton camina de su mano sin ver atrás y el sol se demora en detallar ese rostro iluminado y de diosa que parece sereno en su voz y a la certidumbre de aspereza de esta ciudad.
Eduardo agita en su otra mano la libreta y siente en ella el prodigio de la palabra recién venida que imagina aletargada en este, en el siguiente paso de Beatriz, quien consciente de todo ello, tararea lento una definición de amor que no parece.
Vibran como pequeños arquetipos de lo que son en realidad: Poses y figuras estáticas, detenidas en su intimidad, poseyéndose extraños: Entidades ajenas que se intentan a sí mismas, como el clochard en la escalera de Laia o el dios misterioso que, según Arnoldo, hace más brillantes mis vasos de cerveza.
Fauna
A Eduardo no le fue necesario ser un experto para descubrir que los gatos no son animales domésticos. Como en el reloj de Cortázar, uno es el domesticado. Así en el beso: Eduardo cierra inocente los ojos y se sumerge en un vacío anómalo y fugaz, que luego se transforma en una tierna lucha o un encantamiento de serpientes. Cuando se enoja, suele comparar los besos a la mansa servidumbre de los perros: Viven a la espera de la mínima caricia, el más pequeño gesto, para saltar encima y llenarlo todo de esa sensación inefable de hastío.
Por eso, porque le duele el símil, Eduardo se entretiene estudiando los gatos en casa de Beatriz: Le recuerdan al nómada necesario, ciertas tardes.
Amanecer en falso
Una mañana despertaron juntos, un dejo de melancolía les embargaba al asomarse a la ventana y cerciorarse del día, húmedo y silencioso, deslizándose bajo sus pies descalzos, bajo sus sombras trémulas.
Por el insomnio
―¿No te parece que es un poco tarde?
―Apenas son las 2.
―Las 2 de la mañana Beatriz ¿que pasa?
―Nada, no podía dormir. ¿Vendrás mañana?
―Sabes que sí.
―Bueno.
―¿Bueno? Ahora estaremos insomnes los dos y mañana pasaremos la tarde en una especie de duermevela.
―¿No es así siempre?
Secreto egoísmo del amor
Le recorría con especial fruición cierta noche de junio. El tiempo les había arrinconado en la catedral y los murmullos de la misa se acompasaban con el insistente gotear, haciendo que diferenciar el afuera del adentro fuese solo cuestión de piel mojada. Habían caminado un par de cuadras bajo la lluvia, cubriéndose apenas lo que alcanzaba la diminuta sombrilla de Beatriz; sus pasos levantaban pequeñas salpicaduras que parecían deslizarse un rato antes de desaparecer en la oscuridad del asfalto mojado hasta que ella señaló intempestivamente al amplio arco iluminado bajo el cual se guarecían, como dos pájaros o dos hojas de árbol arrancadas en el viento. La tomó de la mano y la acercó sin violencia pero con firmeza hacia él. Pudo sentir como temblaba –más de miedo que de frío– y cómo su respiración y su risa nerviosa le daban un aire afectado y de indefensión y de niña. En sus ojos entrecerrados, diminutas gotas de lluvia semejaban perlas que se deslizaban y caían; era una escena extraña, lenta y delicada. Quiso quedarse así por mucho tiempo, a pesar del frío y del fin de la misa; quiso que sus emociones fuesen menos fruto del momento y más totalidad, espasmo del día, vida en sí mismas. Pero el tiempo es un implacable enemigo hecho de encajes y de olvido.
La Fe
Cada día es una oportunidad certera y necesaria para medir su imagen, su presencia latente en los nimios actos que junta o renueva. Desde el amanecer lento y reposado, hasta el atardecer en que pierde un poco la vista mientras encienden las luces de la calle. En los ruidos cotidianos, en las minúsculas sorpresas del día, en la ausencia de luz y en la tolerada inquina, Eduardo busca a Beatriz, como un talismán o un gato perdido en la lluvia.
Como una palabra mágica.
De La Salvación por el hastío, 2004.