8 de enero de 2022
Debo escribir, y punto, como me dijo Michel. No importa cuán atrasado esté con las entradas, porque tampoco es que haya una obligación de. Lo cierto es que me ha invadido un temor, vamos a decir, comprensible, a propósito de cuándo y de cómo terminará esto. Aunque, siendo sincero, no es el “cuándo” lo que en realidad me preocupa (después de todo, eso es algo que no decido yo; el cuándo finaliza un libro lo determina el propio libro; es el libro el que pide que lo suelten, como pide el adolescente al padre sobreprotector), sino el cómo. El cómo, porque es fácil darse cuenta de que los diaristas acaban mal (y, precisamente por cómo acaban, la escritura se ve abruptamente interrumpida, por lo que –corrijo y añado– no siempre es el libro el que decide su fin).
Veamos.
- El Diario de Ana Frank se interrumpe el 1 de agosto de 1944. Cuatro días después, el 4 de agosto, la Gestapo descubre la Casa de atrás y se lleva a Ana y a su familia a los campos de concentración. Ana morirá de tifus medio año después en Bergen-Belsen. Faltaban sólo dos meses para que el campo fuera liberado por tropas británicas.
- “Heme aquí escribiendo mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo escribir mi diario”, anota Alejandra Pizarnik, el sábado 4 de diciembre de 1971. Nueve meses después se quitará la vida con una sobredosis de seconal. La sensación de muerte inminente recorre sus Diarios de manera sugerente y directa.
- John Middleton Murry, el entonces viudo de Katherine Mansfield, deja asentada esta nota al final del Diario de la neozelandesa: “No he visto nunca, ni veré jamás un ser tan hermoso como aquel; parecía como si la exquisita perfección que había siempre existido en ella la hubiese embargado por completo. Para usar sus mismas palabras, el último átomo de ‘sedimento’, los últimos ‘vestigios de degradación terrenal’, habían desaparecido completamente. Pero había perdido su vida para salvarla. Mientras subía a su habitación a las 10 de la noche, le afectó un acceso de tos que terminó en una violenta hemoptisis. A las diez y media estaba muerta”. Googleo hemoptisis: “Expectoración o expulsión de sangre o moco sanguinolento de los pulmones y la garganta (vías respiratorias)”. Tres meses antes, el 10 de octubre de 1922 (nueve meses después de la primera edición de Ulises, de Joyce, y días antes o después de la primera aparición de La tierra baldía, de T. S. Eliot, en la desaparecida revista británica The Criterion), Mansfield se refirió en la última entrada de su Diario a Chéjov, a las últimas cartas del médico ruso en la que ella notaba una pérdida total de esperanza; en las que no quedaba ya nada del gran cuentista de Taganrog, devorado por la tuberculosis que contrajo de sus pacientes.
- “El médico trae pésimas noticias, Mary y yo nos abrazamos y lloramos. Me parece que no puedo escribir, pero si me esforzara tal vez dominaría la máquina; supongo que ha sido una mañana más en mi vida”, escribe John Cheever, entre visitas a hospitales, internaciones y rayos de cobalto atravesando sus huesos enfermos. Sin embargo, tendrá la fortaleza de escribir veintiuna entradas más en sus Diarios, hasta el día en que se cumple el decreto del médico y él muere de cáncer un mes después de su setenta cumpleaños.
El Diario de Ana Frank abarca un período de dos años y medio. Lo escribe entre los 13 y los 15 años, entre 1942 y 1944.
Los Diarios de Alejandra Pizarnik abarcan un período de diecisiete años. Los escribe entre los 19 y los 36 años, entre 1954 y 1971.
El Diario de Katherine Mansfield abarca un período de doce años. Lo escribe entre los 22 y los 34 años, entre 1910 y 1922.
Los Diarios de Cheever abarcan un período de cuarenta años. Los escribe entre los 30 y los 70 años, entre fines de 1940 y 1982.
Escribo este diario que ignoro qué período abarcará. Lo escribo entre los 39 y un número incierto, entre 2021 y otro número incierto.
¿Cuánto hay que escribir para que no se cese la vida?
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9 de enero de 2022
Ayer, metido en la ducha y siguiendo el consejo de Lydia Davis (dejar disponibles al menos quince minutos posteriores a la sesión de escritura, “que dé lugar a pensamientos aleatorios”, a las ideas que el cerebro sigue proponiendo), recordé que no todos los diarios acaban mal. Quiero decir: de repente, con los párpados cerrados, cubiertos por la espuma del champú, recordé a Herzog y su caminata de Munich a París para salvarle la vida a Lotte Eisner.
Del caminar sobre hielo es un diario que abarca un período de veintidós días. Herzog parte caminando de Munich a París en pleno invierno, a fines de 1974, cargando con lo estrictamente necesario (una campera, una brújula y unas “botas tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas”) y con la firme creencia de que llegará antes de que la enfermedad acabe con la cineasta alemana cuya vida e influencia él considera imprescindible que persistan. No sólo que llegará antes, sino que además postergará su muerte. “Ella no tiene permitido morir. Más tarde tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.”
El diario (publicado como libro de crónicas, y es que todo diario es un libro de crónicas, así como toda ficción lo es), como no podía ser de otra manera, contiene la belleza de lo demencial, en pos de lograr la hazaña imposible de la que Werner Herzog nunca descansa. ¿Por qué no tomar un avión, o un tren y en el mismo día arribar a París? ¿Por qué no esperar a la llegada de la primavera? ¿Por qué no simplemente telefonear a Eisner, desearle una pronta recuperación y recordarle que tiene un amigo que la admira dispuesto a escucharla, distraerla de la enfermedad desde Munich? No, porque tales acciones no tendrían sentido, no tendrían sentido para Herzog. Había que inventar una complejidad paralela (la del caminar sobre hielo), y había que documentarla, y había que creer obstinadamente que esa creación del paso a paso (de esa paradójica lentitud en lo urgente) tendría una repercusión en el fantasma de la muerte.
Herzog plantea un intercambio, como si estuviera compartiendo mesa con la muerte, a lo Antonious Block en El séptimo sello de Bergman. La partida de ajedrez sería su caminata, a riesgo de sucumbir en el frío helado. Puedo imaginarme sus palabras en esa mesa: “Ella está enferma, es demasiado fácil para ti. Prueba conmigo, a ver si puedes. Si llego a París, te olvidas de Lotte y de mí, y tú te vas por donde viniste”. Me imagino a Herzog diciendo esto con su voz y su acento tan característicos, que incluso haría a la misma muerte escuchar con interés. En el libro, Herzog documenta bosques, animales, cosas desechadas, granizos y tormentas, nieblas densas y nevadas profundas, establos donde pasa la noche, aldeas desoladas y recuerdos, reflexiones sobre la soledad y el caminar. Y, finalmente, el encuentro con Eisner en París, quien se pondrá de pie por una década más hasta los años en que Herzog estrenaría Fitzcarraldo.