Ya estaba próxima la fecha del aniversario de sus bodas de oro. La familia de su marido, como siempre, se había ofrecido para ayudarla con los preparativos, pero ella, maniática de la organización y del orden, había ido rechazando amablemente los ofrecimientos de apoyo para ese gran acontecimiento. Pensó que cincuenta años de amor y sacrificio no podían dejarse en manos de cualquiera, menos en las de la familia de su marido, quienes, al principio, se habían portado tan mal con ella. Y aunque era un asunto totalmente superado, no dejaban pasar una ocasión de recordarle que había ingresado a una de las familias de mayor abolengo de la ciudad. Por lo que, al menos, debería sentirse agradecida. Así que asumió con mano firme las riendas del evento para que todo saliera a la perfección.
Metódica como era, unos días antes del evento, ya tenía todo debidamente organizado. Sería una fiesta memorable que nadie olvidaría en mucho tiempo. El champán y los vinos blancos enfriándose en las neveras, los vinos tintos a dieciocho grados centígrados como recomendaban los sommeliers, los canapés, las ensaladas, los paté y los quesos debidamente colocados sobre fuentes primorosas de cristal de Bohemia, mientras las suculentas carnes, sazonadas con las mejores especias, aguardaban en los calderos de la cocina por los invitados. Esa noche bebieron y celebraron hasta la saciedad, para luego, al final del ágape, cortar el pastel coronado de almendras, frutas exóticas y luces de bengala que alumbraron el jardín sumido en sombras. Todos, sin excepción, devoraban sus porciones, mientras ella se paseaba entre las mesas dispensando sonrisas y buen humor. En algún momento de la sobremesa, cuando degustaban el pousse café, algunos invitados comenzaron a sentirse mal. Las nueras se retorcían sobre las alfombras persas, igual a serpientes, presas de terribles y dolorosos cólicos; los abuelos caían fulminados sobre los centros de mesas, como alcanzados por un rayo vengador. Más allá, las hermanas de su marido vomitaban las vísceras en repetidas arcadas de aquel memorable festín. Algunos invitados se arrastraban intentando alcanzar la puerta para pedir auxilio, pero ella, cautelosa como siempre, había tenido la previsión de cerrarla con llave. Luego de algunos minutos, todos estaban muertos. Decenas de cuerpos tendidos por todas partes, igual a trastos rotos, en aquella enorme casa. Cuando el último sibilante estertor se acalló, dando paso al canto estridente de los grillos en el jardín, fue a sentarse al sofá, al lado de su marido, cuyos ojos vidriosos parecían perdidos en la lámpara de arañas del techo. Luego bebió un gran sorbo de vino paladeando la áspera textura del tanino.
―Santé! ¡Feliz aniversario querido! ―dijo, apurando el resto de la copa.
Después pensó por dónde comenzaría a limpiar todo aquel desastre. Se tomó su tiempo para arrastrar los cuerpos y arrojarlos al fondo de la piscina vacía. En ese momento le parecieron sombras de crueles lagartos que se hundían en un estanque azul. Tomó el bidón de gasolina del cuarto de servicio y lo vertió con cuidado sobre los cuerpos amontonados en una colina inerte. El resplandor de las llamas iluminó la noche. Fumó un cigarrillo en silencio frente al fuego viendo los cuerpos arder. Horas más tarde, tomó las maletas preparadas con antelación y, sin ninguna demora, se dirigió en auto al Aeropuerto Internacional. El joven guardia chequeó sus documentos con una sonrisa, que ella retribuyó cortésmente. Una vez dentro de la aeronave, mientras la azafata le servía una copa helada de champaña de bienvenida, pensó, mirando la tinta oscura de la noche a través de la ventanilla del avión, que el fuego se vería hermoso desde el aire.
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En Sirenas congeladas y otros relatos. Inédito.
Excelente