
Según la leyenda, cuando nació Simón Antonio, apareció en la casa de los Bolívar Palacios una señora vieja, negra y gorda, con un tabaco prendío en la boca, un pañuelo rojo en la cabeza, y agarrando de la mano a un muchachito como de tres años que se comía un sorbete de moco que le salía de las narices.
—MUY GÜENAS TALDES…
Los Bolívar, los Ponte, los Palacios y los Blanco no le hicieron ningún caso por estar muy regocijados con Simoncito, y las parteras todavía ocupadas con doña Concepción. Toda la casa güelía a cocimiento de yerbas medicinales traídas del Junquito y Galipán.
A pesar de estar la puerta cerrada, allí estaba la niche gorda con el carajito.
Luego de todas las reglas y procedimientos que le hacen a los chamitos cuando nacen se dio el gran problema de que la Concha no podía amamantar al niño. Varias matronas españolas y gallegas hubo que desenvainaron sus pálidas y pecosas tetas para darle el primer alimento a aquel tierno de ojitos penetrantes. Vanos esfuerzos. El niño apretaba los labios como que le estaban ofreciendo aceite de tártago o creolina. La cosa se empezó a poner fea.
La Negra observaba a una distancia prudencial y sonreía. Mientras tanto, aprovechó para contarle a una esclava de la casa que ella venía desde muy lejos, o sea de Curimagua, estado Falcón, ya que la habían corrido diciéndole que ya no servía pa’ná.
La esclava más flaca, apenas le escuchaba, ya el lío de que el chamo no probaba teta peninsular ni mantuana cobraba mayores dimensiones y no se lo quería perder.
Se buscaron médicos, doctores, curas, monjas y los distintos hombres de ciencia. Tiempo y esfuerzos perdidos, la boca de Simoncito era un candado yale.
En eso, tronó el cielo como cuando sale Hércules por la televisión, rayos y centellas estremecieron la ciudad de los techos rojos. Es el momento en que la Negra entra en acción, y ante el estupor de los presentes, llega desaforá y sudorosa, bufando, con los brazos extendidos y abanicando rapidito así como libélula y echando magia con los deos, y se sacudía como cuando un tábano se para en las nalgas de un burro, y pone los ojos en blanco, y jala tres veces el tabaco, y zapatea, y agarra al chamito, y le da un empujón a la gallega que lo cargaba que se cayó y pegó la cabeza en la tinaja de un bernegal. Y cual pistolero más rápido de los tiempos del Oeste se saca una teta y se la mete en la boca a Simón… que mama y se sonríe. Y se salva, pues, de morir.
Que si se muere Bolívar así tan chiquito, ahorita fuéramos súbditos vasallos de Felipe González, y nos lo aguantáramos y anduviéramos por ahí encompinchados con los vascos y los saharauis.
La historia dice que la Negra Matea fue su nodriza o sea que fue la que lo hizo echar pa’lante con la proteína de sus amorosos calabazos. Lo que no cuenta es todo lo anterior, y que su nombre verdadero era Mamá Inés, madre prehistórica de los veneafricanos, que así realizó su más importante y estratégica tarea, que consistió en inyectarle a un blanco la ideología de los negros alzaos, nutriendo a Simón con su leche de Amor y Libertá. O sea, que Mamainés, para poder hacer este gran sabotaje en el seno del mantuanismo tuvo que cambiarse el nombre por el de Matea, con el cual es que aparece en la historia de quinto grado.
Nota Editorial:
En homenaje al Libertador Simón Bolívar, por el día de su cumpleaños, publicamos un fragmento de Falsas, maliciosas y escandalosas reflexiones de un ñángara, escrito por quien fuese un auténtico bolivariano, Alí Gómez García.
Advertimos a lectoras y lectores que el título que encabeza esta publicación es agregado nuestro, dado que titular “Capítulo 14”, como aparece originalmente en el libro, no habría sido atractivo.
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