A mediados de los años sesenta, Hollywood languidecía. La Fábrica de Sueños había perdido el timing con la sociedad. Mientras las calles ardían y una revolución contracultural estaba en marcha, los estudios despachaban la enésima comedia familiar de Rock Hudson y Doris Day. El promedio anual de espectadores era de 15 millones: cuatro décadas antes se acercaba a los 80 millones. La industria se caía a pedazos.

Era el momento propicio para una nueva camada de directores. Venían empapados de cine europeo y japonés y teoría del autor. Muchos habían afilado armas en la televisión de los cincuenta, una época de vanguardia y experimentación para la entonces recién nacida pequeña pantalla. Nombres como Mike Nichols, Sidney Lumet, Robert Altman, Bob Rafelson o William Friedkin derribaron las puertas a patadas. Las productoras se rindieron: les dieron dinero e independencia creativa. La prensa bautizó el fenómeno como el Nuevo Hollywood.

Es arriesgado señalar una película, un libro o un cuadro como punto de partida de un movimiento. El arte es un proceso evolutivo. Las fronteras siempre son gelatinosas. Aun así, desde un primer momento hubo consenso en que Bonnie & Clyde inauguraba una era. La película fue un empeño personal de Warren Beatty. Sin haber llegado a la treintena y con la fama de sex-symbol a cuestas tras Esplendor en la hierba, demostró tener una cabeza enormemente bien amueblada, olfato para atisbar los novedosos rumbos y atrevimiento y perseverancia. Suya fue la apuesta por Arthur Penn, quien, como tantos otros, tenía cuentas pendientes con Hollywood. Siempre sostuvo que las poderosas imágenes que filmó para The Chase fueron amputadas en una sala de montaje a la que se le negó la entrada.
Ambos se propusieron hacer una película al estilo europeo pero que fuera inequívocamente estadounidense. Las peripecias de delincuentes a la fuga, dejando un reguero de muerte y violencia en su alocada carrera, entroncaban con el folklore norteamericano. En los años treinta, las correrías de la banda de Bonnie Parker y Clyde Barrow llenaban las páginas de los periódicos. Ellos mismos eran su gabinete de imagen: se retrataban con sus pistolas y enviaban las fotografías a los diarios: narcos y pandilleros armados hasta los dientes en las redes sociales no han inventado nada…

La película respetaba la ubicación temporal de la pareja, pero interpelaba directamente al público contemporáneo. Aunque eran de origen humilde, los dos protagonistas no se lanzaban al crimen empujados por la pobreza. Tampoco había una enseñanza moral sobre las consecuencias del delito, por mucho que finalmente fueran abatidos por la policía. Esos puntos de vista, buenista el uno, moralista el otro, correspondían a un tiempo ya pasado. El combustible vital que alimentaba a Bonnie y Clyde era la rebelión contra un mundo aburrido y acartonado que no les gustaba, contra un país que les reservaba el mismo destino que a sus padres y a sus abuelos: idéntico trabajo, idéntico pueblo, idénticos horizontes claustrofóbicos…, contra una autoridad que no les infundía ya ningún temor, mucho menos respeto… Era, en definitiva, la rebelión de los años sesenta trasladada a la gran pantalla: todos los jóvenes lo entendieron; ningún adulto lo comprendió.

Todo en Bonnie & Clyde era desafiante. El sexo se abordaba de una forma totalmente franca. Por primera vez se mostraba abiertamente el deseo de una mujer sin que tuviera que estar atravesado por el amor. Más osado aún: el protagonista masculino reconocía ser impotente. La violencia era completamente explícita. Se acabaron las muertes asépticas, sin sufrimiento, en las que se disparaba y simplemente un cuerpo caía. Arthur Penn orquestó los asesinatos como una ensalada de balas y sangre. Quería reflejar la violencia que cada noche entraba en los hogares norteamericanos a través de los noticiarios. Las esquirlas que saltan del cráneo de uno de los asesinados son las mismas que reventaron de la cabeza de Kennedy.
Y todo filmado con una cámara que tomaba la distancia necesaria para evitar cualquier juicio ético. Incluso haciendo mofa de la pulsión homicida de los gángsters: los asesinatos se cometen al son de un alegre banjo. Cualquier pretensión de corrección política queda arrasada: las autoridades que deberían poner coto al crimen son, a los ojos del espectador, los villanos; las instituciones del sistema son dinamitadas. Finalmente lo que transmiten los protagonistas son unas inmensas ganas de vivir, el burn, burn, burn que Kerouac profetizara varios años antes… Por eso Bonnie echa bruscamente del automóvil al enterrador cuando este le desvela su profesión: nada más contraindicado que un sepulturero para sus incontenibles ansias de apurar la vida hasta la última gota.

Warner Bros. no supo qué hacer con la película. La estrenó de forma casi clandestina, relegándola al fondo de los programas dobles. Pero en su periplo europeo fue todo un éxito. En París y Londres se veía a chicas con la misma boina negra de la protagonista. La cinta regresó a Estados Unidos con todos los honores y terminó por convertirse en una de las más taquilleras del año. La Academia santificó el cambio de época con nueve nominaciones al Oscar, incluidos película, director y los cinco intérpretes de los delincuentes. Finalmente solo se llevó dos estatuillas, actriz secundaria –Estelle Parsons– y fotografía. Sus competidoras también reflejaban el relevo: In the Heat of the Night, de Norman Jewison, que se llevaría el máximo galardón, y El graduado, de Mike Nichols.

De esta forma comenzaba una de las etapas más fascinantes del cine estadounidense. Las películas se hicieron ásperas y duras; secas y extremas; muy pegadas a la calle y a la vida… A la primera oleada de realizadores le siguió una segunda, procedente en su mayoría de las recién inauguradas facultades de cine. Eran los Martin Scorsese, Steven Spielberg, George Lucas, Brian de Palma, John Milius, Paul Schrader… Tenían un conocimiento enciclopédico de las películas y una gran solvencia técnica. Dejaron un buen puñado de obras maestras.

Bonnie & Clyde no solo cambió la forma de hacer cine, sino de escribir sobre él. El gran patriarca de la crítica, Bosley Crowther, se disparó en el pie con una columna negativa sobre la película. Los editores de The New York Times, oteando vientos en otra dirección, le despojaron de su influyente sección. Nuevos oráculos se habrían paso, como Pauline Kael. Devota absoluta de estos jóvenes autores, más que críticas escribía manifiestos de lucha de clases en los que los directores eran el sufrido proletariado y los productores eran los pérfidos burgueses. Otros militantes del cambio, como Roger Ebert o Vincent Canby, también profetas de la epifanía, certificaron el relevo.
Si es completamente subjetivo señalar el comienzo del Nuevo Hollywood, también lo es establecer su final. Pero dice la escolástica que termina en 1980 con el desastre megalomaniaco de La puerta del cielo. Un Michael Cimino ensoberbecido por su supuesta genialidad disparó el presupuesto desde los 11 millones de dólares iniciales hasta cerca de 50. Dos años de caótica filmación y montaje, salpicados con agrios encontronazos con los productores, terminaron con una raquítica recaudación de apenas algo más de tres millones. United Artists, la firma creada por Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y D.W. Griffith, quebró. Las majors dijeron basta: se acabaron los delirios de autor.
Pero sería injusto achacar el final de una era solo a este fracaso, por mayúsculo que haya sido. Paradójicamente, fueron dos éxitos, también mayúsculos, los que propiciaron el cerrojazo. Steven Spielberg y George Lucas reventaron la taquilla como jamás se había visto con Jaws y Star Wars. Aunque eran los dos alumnos más aventajados del Nuevo Hollywood, poco tenían que ver ambas películas con el camino trazado por sus predecesores. En realidad, era una vuelta a los orígenes: aventuras de buenos y malos, pero rodadas con una solvencia técnica nunca imaginada. Eran, en definitiva, blockbusters de autor. La industria abrazó la nueva senda, relegando las pasadas pretensiones creativas. Ni siquiera se agradecían los servicios prestados: a pesar de haber facturado El Padrino I y II o Taxi Driver, Coppola o Scorsese tenían serias dificultades para financiar sus proyectos.

Poco se le puede reprochar a Spielberg y Lucas. Al fin y al cabo, lo único que hicieron fue trasladar a sus películas, con una genialidad absoluta, lo que había en sus eternas mentes adolescentes. Tampoco hay que estigmatizar a las productoras: son empresas, siempre lo han sido: se rigen por la maximización de los beneficios. Pero si es triste certificar el final de una época gloriosa, mucho más lo es no tener a quién poder culpar por ello.
