Una tarde a las puertas del segundo confinamiento y sin nada mejor que hacer me lancé en las turbias aguas de la memoria. Y la memoria, que es un tren con horarios irregulares y estaciones caprichosas, que sabes dónde y cuándo abordas, pero nunca cuándo o en dónde te bajas, me ha dejado tirado en la mitad de la década de los setenta, recién cumplidos los diez años de edad. Fue así como establecí el origen de mi adicción en la casa de Prados del Este, a siete mil quinientos kilómetros de donde ahora escribo, en gaveras y más gaveras azules y amarillas (un amarillo paliducho) repletas de botellas vacías de pepsicola. Son silenciosas y, según la hora del día y la posición del sol, rutilantes testigos de mis inicios en el consumo de este bebedizo.
Allí deben seguir cargadas con el polvo del tiempo.
En el principio fue la pepsicola. Estaba la cocacola, por supuesto. Pero la cocacola era un bicho raro con un sabor raro y metida en una botellita rara que casi nadie consumía, salvo algunos bichos raros. Uno de esos bichos raros era mi abuela, por cierto. Yo no probé ese extraño brebaje hasta que las pepsicolas comenzaron a escasear en casa, en esa aciaga circunstancia en la que, debido a gruesos errores estratégicos de papá en materia económica, la vida opulenta que habíamos llevado se diluyó como un castillo de arena arrasado por la marea alta en la playa de nuestra vida ricachona. La frase es larga y empalagosa, lo sé. Pero también lo es mi historia con este oro negro y dulzón, y el trauma que me ocasionó aquel abrupto descenso en la escala económica.
Yo no sé cómo se le ocurrió a mamá la peregrina idea de calmar mi sed con pepsicola y no con jugos (naturales o no) o con la muy modesta, sana, aunque desabrida, agua, una de cuyas virtudes es no causar adicción. Hay madres de madres desde luego. La mía no vio inconveniente en atiborrarme de cafeína y azúcar desde mi más tierna edad. Y a pesar de las dificultades económicas, se las arregló bastante bien para que no faltara en casa el preciado líquido. Y cuando faltaba, como ya dije, yo solo tenía que hacer una rápida incursión en la cocina de la abuela, en la planta baja de la casota de Prados del Este, para pedir, suplicar o robar (todos conocemos el comportamiento de un adicto) manque sea una botellita de cocacola.
No estoy seguro, pero a mí me parece que toda adicción conlleva un rito. Ese ritual es en sí mismo una adicción y es casi tan gratificante como el propio consumo. En mi caso el ritual comenzó a gestarse durante aquellas tardes en las que, luego de regresar del colegio, me sentaba frente al televisor para ver La señorita Cometa, El Correcaminos, Los héroes de Hogans, Monstruos, del espacio, Don Gato y su pandilla, Jim West o Ultramán mientras me bebía un par de vasos de pepsicola y me comía una Susy o un cuarto de canilla con un par de barras de chocolate de taza Savoy en su interior, o un par de panes cuadrados untados con mantequilla, puestos a tostar y espolvoreados luego con azúcar.
El ritual continuó cuando las comiquitas y las series dieron paso a cosas más “serias”, como Las aventuras de Tintín, Sandokan, Los tres investigadores, Las aventuras del capitán Hatteras, El lejano Far West. Y continuó imperturbable cuando estas cedieron el testigo a Piedra de mar, Cien años de soledad, Sobre Héroes y tumbas, Rayuela, Trópico de Cáncer, Muerte a crédito, Adiós a las armas.
Dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Pero yo, que soy un pesimista profesional, prefiero decir que lo bueno dura poco. El caso es que llegó el aciago año de nuestro señor de 1996 durante el cual estalla la famosa guerra de las colas negras. Y de pronto, en un tris tras, en un abrir y cerrar de ojos me veo sin mi más preciado líquido. ¡Maldito Cisneros! ¡Traidor! ¡Vende patria! La abstinencia, por suerte, dura poco. La guerra termina rápido. Cisneros sale victorioso de esa contienda líquida que tuvo al país en vilo, bueno, al menos a mí me tuvo en vilo, y una vez saltada la talanquera, una vez que se deshace de la pepisicola, conquista el nuevo territorio y en su bolsillo amuñuñados quinientos millones de dólares que a nadie le vienen mal, llena el mercado con cocacola y yo me echo en mi cama de soltero a llorar como una magdalena.
Mis lágrimas duraron poco, como la guerra. Me sobrepuse, no porque sea un hombre de carácter sino porque la estaba pasando fatal con el síndrome de abstinencia, y en última instancia era necesario que me enfrentara a la dura realidad que se había impuesto en mi vida: ya no habría más pepsicola y más me valdría dejar de lloriquear, hacer de tripas corazón y sin remordimiento alguno o mala conciencia, sin volver la mirada atrás, comprarme una cocacola, que después de todo también tiene cafeína, azúcar y ese burbujeo ardiente que raspa la garganta cuando la bebes directamente de la botella.
Fue así como dejé la pepsicola, aunque sería más preciso decir que ella me dejó a mí. Fue así como cerré los ojos, por aquello de ojos que no ven, corazón que no siente, y decidí entregarme a este nuevo amorío con ese otro líquido negro y burbujeante llamado cocacola que me deparó de entrada una agradable sorpresa, un regalo inesperado, puesto que resultó que tenía el mismo sabor de la pepsicola. Así mismo. ¿Qué misterio era este?
Yo, de acción poco. Pero de pensar voy sobrado. La elucubración es lo mío. Se me da de perlas. Así que agarré una Susy, me serví cocacola, me eché en la cama y comencé a darle vueltas en el coco a este enmarañado misterio. ¿Cómo era posible que la cocacola, que siempre había tenido ese extraño sabor, tuviera ahora el mismo sabor de la pepsicola? ¿Qué acto de magia era este? Sin hacer otra cosa que pensar, llegué a la conclusión que de acto de magia nada, que de lo que se trataba era de una acción taimada, astuta, llevada a cabo bajo la mesa o tras bambalinas, con conocimiento de los actores involucrados o no, en la que el zorro viejo de Cisneros, que seguía usando sus embotelladoras de siempre, llenaba las botellas de cocacola con la fórmula de la pepsicola. ¡Voilá! Misterio resuelto: Desde 1996 bebemos pepsicola metida en botellas de cocacola. De nada.
Y yo feliz como una lombriz, henchido de felicidad, iba por la casa saltando en una pata. Había regresado la normalidad. No más tropiezos. No más sustos. No más desengaños. No más angustias. La vida era bella y el porvenir me esperaba con los brazos abiertos y el hermoso sonido del gas escapando de una botella de cocacola recién abierta.
Pero la vida está hecha de tropiezos, de angustias y desengaños. Eso lo aprende uno con la edad. Con este conocimiento no desaparecen las desgracias, pero te encuentran mejor preparado para afrontarlas. En cambio, cuando somos jóvenes no paramos de darnos cabezazos contra las paredes. Yo, por ejemplo, aprendo con lentitud. Avanzo a paso de tortuga hacia la madurez. Como decía Martín Romaña, yo he llegado tarde a todas las edades de la vida. ¿Tal vez de allí viene mi obsesión por la puntualidad? El caso es que a mí el paro petrolero me encontró con la guardia baja, agüevoneado y, como quien dice, dormido en mis laureles.
Digamos que los acontecimiento se precipitaron en ese otro año de nuestro señor de 2002, cuando un alfeñique paliducho, tiquismiquis, muy hijo de su mamá, un tipo muy parecido a mí en el sentido social, pero con poder, anunció que PDVSA se unía a la huelga general convocada por una alianza contra natura entre patrones y sindicatos e impulsada por una alianza de partidos políticos que más parecía un Walmart durante un viernes negro, y al día siguiente mis preciosas cocacolas desaparecieron de los anaqueles. Y yo echado como siempre en la cama pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Ipso facto salté de la cama como si se hubiese desatado el más destructor de los terremotos y corrí a revisar mis existencias. El inventario no pudo resultar más desolador. Haciendo un consumo razonable, es decir, rebajando considerablemente las dosis diarias, me quedaba para siete, como mucho ocho días.
Tres días después estaba lamiendo la última gota de cocacola del fondo de un vaso. Lo que no solo redobló mi ya intensa ansiedad, sino que me produjo un esguince lingual que me mantuvo farfullando durante un tiempo.
Yo me mamaba, como todo el mundo, las kilométricas colas para surtir de gasolina a mi carro. Pero luego iba y me la gastaba íntegra buscando mi ballena blanca, en este caso negra y burbujeante, por las calles de Caracas. Calles, hay que decirlo, vacías y silenciosas, en estado vegetativo, más que nada porque en ellas habían hecho mutis por el foro los automóviles, y en su lugar prevalecía el verde de los árboles resplandeciendo en la prístina claridad de una ciudad sin esmog.
Suerte de ping pong automotriz (echar gasolina – recorrer las calles – echar gasolina – recorrer las calles – echar gasolina – recorrer las calles y etc., etc., etc.) en el que me fui volviendo un poco loco, como loco se volvió Ahab a bordo de su Pequod. Loco y sediento. Y con un síndrome de abstinencia que más parecía una tormenta en un vaso de agua y que me hacía sudar y temblar y dar bandazos con el carro en las avenidas solitarias de mi querida Caracas en huelga.
Y en huelga me iba a poner yo si las cosas seguían como iban. En huelga de hambre o, mejor dicho, en huelga de sed, un poco forzada por las circunstancias, es cierto, pero también a modo de protesta por lo que consideraba un injusto trato contra mi persona. Mi esposa se reía, por supuesto. Mi esposa podía reírse en mi cara porque me había casado. Y con ella que precisamente se cagaba de la risa en mi cara. En todo caso mi esposa se reía. Pero se reía brava. No en vano era mi esposa.
―Eres un exagerado. Todo lo magnificas. Si fueses un poco menos exagerado podrías ser feliz y, de paso, hacerme un poco más feliz a mí –dijo mi enfadada esposa, toda sonrisas.
Lo dijo, como he dicho, con la sonrisa más dulce y más enamorada que vislumbrarse pueda, pero yo igual me lo tomé como una afrenta y me indigné y aún más exageradamente a pecho me tomé la búsqueda del santo grial de los refrescos.
Por suerte, íbamos dando bandazos por la avenida principal de Santa Mónica en la que solía levantarse un improvisado mercado de vendedores de mascotas que, en lugar de mantas o chiringuitos desarmables, exhibían su mercancía en carros último modelo, y que ahora, debido a las circunstancias, se había convertido en una suerte de mercado de los corotos que ofrecía productos que se habían esfumado de los anaqueles de supermercados, abastos y tenderetes. Fue allí, sobre una brillante explorer de color blanco, que descubrí América. Sus banderas enarboladas de color negro y rojo no restallaban ondulantes contra el viento, pero sí que enviaban reflejos intermitentes como mensajes en una botella, en este caso montones de botellas de dos litros de cocacola, que casi me hacen gritar ¡tierra, tierra! Así que con un último golpe de timón fondeé mi Pequod cuatro puertas en la bahía de la felicidad, dispuesto a arrasar a sangre y fuego, si fuese necesario, este nuevo mundo repleto de riquezas.
Resultó que el nuevo mundo era carísimo, que sus habitantes eran unos aprovechados que se aprovechaban de la situación de conchupancia patrono-sindical y que de tontos no tenían ni un pelo, pues no aceptaban baratijas a cambio de oro. Ante mis justificadas, pero débiles protestas, me conminaron a navegar allende los mares a probar suerte en otros puertos a ver cómo me iba. Muy listos y muy aprovechados. El cuento corto es que me dejé la quincena íntegra en el nuevo mundo y regresé a casa con un ojo menos, cargado de deliciosas baratijas con sobreprecio y con Rosa Inés sentada a mi lado, más sonriente y enfadada que nunca.
La alegría de tísico me duró una semana: la explorer blanca no apareció más (o se la llevó alguna marea patriótica o se convirtió en un espejismo en el desierto de mi sed) y yo volvía a estar como al principio, solo que un poco más pobre. Entonces apareció la broncola. Digamos que allí toqué fondo y salieron a flote mi indignidad, mi debilidad de carácter y mi desesperación. Porque me lancé como una bestia sedienta sobre ese brebaje repugnante como si fuera la última pepsicola del desierto, aunque yo lo que buscaba era una cocacola y esto no pasaba de broncola. Ya me entienden.
El caso es que, dignidad aparte, sabor aparte, este menjurje me salvó la vida durante el tiempo que duró el paro petrolero. Y es bien sabido que uno se acostumbra a todo, incluso a que lo vapuleen como a un puchimbol. ¿A que sí?
Ha pasado un montón de años. Mucha agua ha pasado bajo ese puente. Agua no siempre limpia, en muchas ocasiones, más de las que quisiera, furiosa y encabritada. La última vez en la que desbordó su cauce en mi tierra tropical, en mi odiada y amada Caracas, fue en 2014. Fue el día en que, sacando cuentas, me di cuenta de que al ritmo en que iba el país, no iba a poder mantener mi vicio. Mucho menos a mi familia. Y desde luego, tampoco la cordura. La verdad es que me sentía como un extraño en mi propia tierra. Catorce años de trincheras políticas habían dejado un campo enfangado y cubierto de cadáveres insepultos (simbólicos algunos y otros, los más dolorosos, de carne y hueso). No los nombraré todos porque esta humilde crónica se me convertiría en un novelón interminable. Pero sí citaré un par de ellos, tal vez no los más importantes o trágicos, pero que a mí me enfurecían y amenazaban, como ya dije, con socavar una cordura que nunca tuvo cimientos muy sólidos. Me refiero a la convivencia y la ciudadanía. En fin, para qué llover sobre mojado. El caso es que agarramos nuestros macundales, cerramos los ojos y nos lanzamos a esta piscina de aguas mediterráneas que chapotean en catalán.
Así llegamos al orden y concierto, pero también a la independencia, a los bloqueos y a las cargas policiales, todo muy parecido allende los mares, pero con orden y concierto, muy pulcro y sin exageraciones, salvo cuando la policía, que es siempre ella misma en todos lados, lanzaba a una mujer por unas escaleras, le partía la cabeza a un viejito revoltoso o le vaciaba un ojo a un manifestante con una muy moderna y muy de primer mundo bala de goma. Pero eso vino después y no viene al caso en esta crónica.
Lo que sí viene al caso es entrar a un supermercado en Europa por primera vez y volverme loco y arrodillarme en el piso reluciente no, como vi una vez a una señora en Caracas, para pedirle a Dios el milagrito de una Harina Pan, sino para darle las gracias por esta abundancia que me estaba volviendo loco. Desde entonces suele ocurrirme que cuando voy rapidito al supermercado a por unos tomates, por ejemplo, despierto una hora más tarde y me doy cuenta que todo ese tiempo he estado deambulando por los pasillos relucientes, pulcros, interminables y abarrotados como un devoto que recorre en estado de gracia y salivando los espacios sagrados de una iglesia.
Y fue aquí, de la mano de mi hermano Gustavo, que llegué a la cocacola definitiva. La cocacola zero. El círculo que se cierra. La Nada metafísica. El fin del camino. Y aquí me tienen, escribiendo el final de esta crónica azucarada con unos cuantos kilos de más, una dificultad creciente para levantarme de allí en donde me siente, cortesía de unas rodillas que sufren una huelga de tendones, articulaciones y músculos caídos, y un agarrotamiento generalizado, galopante y creciente que pareciera querer llegar a etapa desbocada y de riendas sueltas, es decir, descontrolada.
Pero con mi vaso de cocacola zero al lado.
Salud.
Sufrimos de la misma adicción querido amigo, y por causas similares es, aunque no fue mi madre sino las largas vacaciones escolares en casa de una tía Canaria en Puerto Cabello, que cocinaba suspiros, conservas de coco y con botellones de PepsiCo la llenando la nevera a disposición sin límites. No se en que momento me cambié a la Coca-Cola, sospecho que fue por las curvas de su rara botellita.. Y en el paro petrolero, llegué a probar como tú ese bodrio llamado broncola. Y como tú, mis rodillas se resienten igual, pero ya me da igual, por que en esta normalidad madrileña de ahora, tengo la seguridad de que siempre habrá un chino Alimentación, como el de la esquina de mi calle, que tendrá siempre a mano, la botella de Coca-Cola, enfriada muy adecuadamente, que para eso los chinos son más expertos que los super. Gracias Quim, por esta crónica tan buena, que nos une más con adicciones compartidas. Salud!
Más vale tarde que nunca, así que respondo tu amable comentario con siete meses de retraso. Yo creo que te pasaste a la cocacola por las mismas razones que yo. Fue aquel peo de Cisneros con la pepsi los que nos obligó a cambiar de refresco. Gracias por tu lectura y las anécdotas que, como dices tu, nos hermanan alrededor de este brebaje. Un abrazo.