El título del libro de Marcelo Brodsky, Buena memoria (Buenos Aires, La Marca 2006), implica a su contrario, y lo combate. Así, la “mala memoria” podría referir a ese aspecto de la fotografía como instrumento de identificación y herramienta para el control de los cuerpos propio de las sociedades disciplinarias que empiezan a emerger en occidente, durante el último cuarto del siglo XIX, es decir, a una memoria malvada. Mala memoria será, pues, la memoria siniestra de los represores, el archivo perverso de los reorganizadores de la nación, la memoria de una burocracia del horror que genera documentos, imaginamos que animada por cierta tanática concepción de la eficacia.
Algo de esa suerte de mortaja melancólica, en la que el Barthes de La cámara lúcida no quiere ver sino el indicio, realista, de la madre amada y perdida, persiste en el uso que hace Brodsky de la imagen de su hermano. La recuperación mediante una fotografía entendida como evidencia se hace aún más dramática que en el caso de Barthes, dadas las condiciones del duelo. O, mejor aún, se hace más dramática porque proporciona las condiciones mismas del duelo: será la superficie sobre la cual podrá desplegarse el ejercicio de reordenamiento libidinal que constituye esta operación psíquica.
Por una parte Marcelo Brodsky se pliega a la ilusión documental y al poder de autentificación del documento fotográfico: a la convención sobre este poder. Sabemos, entonces, que Fernando Brodsky, el hermano del autor, estuvo detenido en la ESMA. El testimonio visual es de la existencia de Fernando en ese lugar, pero también de la abyección que lo constituye como objeto ante la mirada del otro perverso del torturador, y así será leído por los tribunales. El reingreso legal del “cuerpo” maltratado de Fernando Brodsky, de esa imagen que hace de cuerpo, parece así una necesaria restitución de un cierto orden en lo simbólico, frente a la brutalidad agujereada de lo real: la desaparición forzosa de Fernando.
Pero la “mala memoria” es también el olvido, deliberado o involuntario, y en ese sentido Marcelo Brodsky reinscribe el deseo de recordar en un cuerpo social aún no dispuesto a la elaboración de los efectos del terrorismo de Estado del periodo 1976-1986. Esta resistencia es mencionada en numerosas entradas de su libro, en sus propias palabras o en los testimonios que ayudan a sostener el dispositivo, justificándolo, creando este deseo al tiempo que lo enuncia como una necesidad.
De esta manera, la exposición que se registra en las páginas de La buena memoria, en las que los rostros ampliados de aquellos estudiantes del 69 se sobreponen a los de los de finales de la década de los noventa, constituye a la vez una prueba y una postulación de lectura por parte del propio Brodsky: recordar, en este caso, se presenta como el acto voluntario de la reescritura de un real sobre los cuerpos y entre generaciones.
De forma llamativa, en el libro se reitera cierto afán de estabilidad frente a la imagen fotográfica: “esto representa tal cosa” (pp. 58, 84 y 89, por ejemplo). En tanto autor, en tanto fotógrafo, en tanto protagonista de las fotografías presentadas, Brodsky se posesiona del poder de circunscribir la inestabilidad constitutiva de la imagen, la potencial indeterminación de su sentido, y busca restringir los usos posibles de las fotografías que toma o que recopila, archiva y reinterpreta. El gesto reapropiativo de Brodsky replica, por otra parte, la tensión existente entre el desarrollo de la fotografía como una técnica al servicio del disciplinamiento social, con la dispersión democrática del gesto de fotografiar, que no ha hecho sino incrementar su accesibilidad al mercado amateur.
Así, al Brodsky insertar el cuerpo torturado del hermano en el álbum doméstico, no solo evoca el “corte brutal en la carne de la familia”, sino que también politiza las imágenes del ocio de clase media. Si bien por una parte Brodsky logra hacer un cuerpo (un objeto de duelo) con lo que creemos aún no es La camiseta, al cerrar La buena memoria con la imagen de Fernando en la ESMA, lo inscribe el deseo de vivir que persiste en el organismo familiar, buscando avanzar sobre la lógica necropolítica y por encima de sus violentas borraduras.