
Estaba acostado. Trataba de dormir. La mano me dolía y el picor era insoportable. Con un alambre para colgar ropa, debidamente moldeado, me rascaba allí donde podía. Pensaba en las musarañas. También contaba ovejas. O tal vez meditaba, dejándome caer en un estado alfa. En fin, estaba echado con mi mano palpitante extendida sobre el colchón.
Un impulso repentino me obligo a dar la vuelta. El tipo estaba observándome desde la sala. Sonreía. Era un boceto de sonrisa apenas dibujado entre los pómulos. Parecía sorprendido de verme. Yo sí que lo estaba. De un salto bajé de la cama y me planté frente a él.
―¿Qué quiere? –dije.
El tipo no respondió. Se limitó a verme con ese aire sorprendido y ese simulacro de sonrisa que le daban apariencia desvalida. No debía tener más de cuarenta años, delgado, un poco más alto que la media, pelo negrísimo cortado a cepillo y un bigotillo igual de negro que hacía esfuerzos por dejarse ver en su labio superior. Vestía flux y corbata negros, camisa blanca y, por supuesto, zapatos de patente de color negro. Su vestimenta lucía desgastada por un uso excesivo. En su mano izquierda llevaba un maletín raído y en la derecha aferraba un ramo de flores. Sin contar el detalle de las flores o, tal vez, justamente por ese detalle, me pareció un leguleyo.
Corrí hacia la puerta, la cerré de un portazo y pasé el seguro. Busqué mi ropa y, sin prisa, comencé a vestirme.
―Creo que se ha confundido usted de casa, amigo mío –dije.
Por toda respuesta se escucharon los aullidos del perro.
―¿Qué le hace usted al perro, señor? –grité.
―¿Yo? ¿A Chili? ¡Nada, hombre! Solo me está saludando –dijo el tipo, y su voz chillona, escuchada por primera vez, me recordó a las guacharacas que me despertaban cada mañana con sus gritos estridentes.
―¿Chili? ¡Vaya nombre! –dije.
―¿Qué tiene de sorprendente? –dijo el tipo– El chihuahua es una raza de origen mejicano y el chili es un picante cuyo origen es, también, mejicano. Es más bien obvio. ¿No cree? Una idea tonta de mi mujer.
―Ya veo.
―¿Qué ve usted?
―¿Cuál es su nombre, caballero?
―Me llamo Paúl Useche.
Yo ya había terminado de vestirme y recorría la habitación sopesando muebles y objetos. Al final me decidí por una de las mesitas de noche. Aparté el teléfono y unas revistas, rodé la mesita de noche hasta la ventana y me senté sobre ella.
―Verá, señor Useche –dije con unas ganas enormes de tomarme un trago–, esto es la mar de extraño, porque el perro que está en la sala no es un chihuahua, es un pincher, y no se llama Chili, se llama Barón Rojo. El nombre, por cierto, es más largo que el perro. También una tonta idea de mi mujer.
―Usted solo trata de hacer tiempo, señor –dijo Useche desde la sala.
―¡Vaya! –dije con voz indignada– Me sorprende. Nada más alejado de mi intención. Yo solo quiero desenredar este entuerto.
―¿Y qué sugiere? –preguntó Useche.
―Por lo pronto –dije–, conversar civilizadamente.
Presentía que Paúl Useche no se había movido un ápice. Que seguía parado, rígido y frágil, con el maletín en una mano y las flores en la otra, en el mismo sitio en que lo había visto antes de cerrar la puerta. De qué me servía esa certeza. En principio de nada. Al menos me daba tiempo para pensar.
Para mí era evidente que Paúl Useche era un abogaducho de mala muerte, un mequetrefe que pretendía enredarme, seducirme con su palabrería y voltear, de este modo, la situación a su favor. Decidí, entonces, jugar su juego.
―Señor Useche, usted parece un hombre razonable –comencé con voz pausada y conciliatoria –. Señor Useche, ¿me escucha?
―Aquí estoy.
―Bien, como le decía, apelo a su inteligencia y, sobre todo, a su buena voluntad, me refiero a la buena voluntad y a la inteligencia que le permitirán entender el aparentemente complicado problema que tenemos frente a nosotros. Digo “aparentemente” porque la verdad es un problema de sencillísima resolución. ¿Me sigue, señor Useche?
―Le sigo, pero no sé a dónde quiere ir usted.
―Ya verá. Se trata de lo siguiente: usted, señor Useche, entra en una casa, en esta casa, y se consigue a un hombre, en este caso yo, pero puede tratarse de cualquiera, da lo mismo. Es evidente que la casa, esta casa, está ocupada y que usted es un intruso en ella. Además confunde la raza del perro a su conveniencia. Yo creo que usted asesinó a Barón Rojo.
―¡Pero…! ¿Cómo dice…? Se llama Chili y está aquí a mi lado lamiendo mis zapatos. Puede usted comprobarlo, si quiere. Solo tiene que abrir la puerta.
Yo seguía sentado sobre la mesita de noche bebiendo una cerveza imaginaria y sabía que Paúl Useche seguía parado en el medio de la sala, más rígido y frágil que nunca. Más abogaducho y más tramposo que nunca. La cerveza estaba bien fría y yo me la tomaba imaginariamente muy despacio.
―Buen intento, Useche –dije, dejando deliberadamente de llamarlo “señor”–. Por ahora dejemos la puerta cerrada y sigamos conversando.
―No tiene caso… Ni siquiera sé cómo se llama.
―Eso no tiene ninguna importancia.
―Pero usted sabe mi nombre.
―Da igual, Useche, no sea malcriado. Puede llamarme como quiera. Eso no va a cambiar nada. Un nombre como cualquier otro. Hay cientos de ellos y ninguno significa nada, ninguno agrega nada.
Eso no era verdad, no del todo. Y no lo era en modo alguno en el caso de Paúl Useche, cuyo nombre parecía hecho a la medida de su carácter y de su apariencia física.
―Usted lo enreda todo intencionalmente. –La voz de Useche había cambiado de tono. Ahora era menos insegura de sí misma, más autoritaria, si cabía. Había desaparecido el chillido de guacharaca histérica–. Debo admitir que tiene usted talento para complicar lo que es tremendamente sencillo. Si yo he entrado a esta casa es porque se trata de mi casa, ¿no cree usted? Yo no soy un loco ni ningún ladronzuelo de poca monta para entrar a una casa que no me pertenece. Soy una persona decente y razonable, y en este caso es evidente que el intruso es usted. ¡Exijo que aclare su situación, caballero!
―No esperaba menos de ti, Useche –había llegado la hora de tutearle–. Los tipos como tú viven pidiendo claridad, tan seguros de sí mismos cuando a su alrededor el mundo está definido, sin fisuras por las que se pueda colar la imaginación. Los tipos como tú le tienen terror a la imaginación. Huyen de la imaginación como si se tratase de bombas. Los tipos como tú viven en un mundo cuadriculado en el cual cada parte del dibujo pertenece a un recuadro que encaja con el siguiente y este con el otro y así sucesivamente. No tienen otro modo de percibir la totalidad del dibujo. Yo trato de que veas la totalidad sin la ayuda de los cuadritos. Quiero que uses la imaginación, Useche, que le pierdas el miedo. Yo trato de contarte una historia y tú me exiges claridad. Yo te ofrezco misterio y tú me exiges racionalidad, burda, plana y opaca racionalidad. Qué va, Useche, así no es la cosa.
―Se va usted por las ramas. Esto no tiene nada que ver con lo que aquí dilucidamos.
―Ah, no, Useche, sí que tiene que ver y más de lo que crees. Usa tu imaginación. Además, ¿qué es lo que aquí dilucidamos?
―¡Qué carajos hace usted en mi casa! Eso es lo que dilucidamos.
―Yo no estoy en tu casa, querido Useche. No, señor. Yo, en realidad, estoy en mi casa, sentado frente a mi escritorio escribiendo una historia, esta historia, y tú solo eres el personaje que yo he creado. Tú no existes sino en mi imaginación.
―Está colmando mi paciencia. Le exijo que salga de mi casa de una buena vez.
No había forma. El hombre no entendía Me sabía mal dejar la casa. Me gustaba. Era espaciosa, bien iluminada, paredes blancas, techos altos, pocos muebles, silenciosa y plácida, apta para la meditación, para dejarse llevar por los vericuetos fabulosos de la imaginación. De eso se trataba. ¿Para qué quería Paúl Useche vivir en una casa como esa?
Me paré y, no sin esfuerzo y algo de dolor debido a mi mano lastimada, alcé la mesita de noche y la coloqué sobre mi hombro.
―Te propongo algo, Useche –dije, sabiendo que gastaba mi último cartucho.
Silencio.
―Aló, Useche. ¿Me escuchas?
Ladridos de perro chihuahua o pincher o tal vez una mezcla de ambos, en todo caso ladridos furiosos y agudos como de guacharacas mañaneras, guacharacas obstinadas, guacharacas que no comparten ni siquiera la rama del árbol más melancólico.
De pronto los ladridos cesaron y casi inmediatamente fueron sustituidos por unos gemidos apenas audibles. Luego el perro comenzó a olisquear el resquicio de la puerta y finalmente, gimiendo otra vez, ahora más alto, a rastrillar la madera con sus pequeñas patas de largas uñas.
El perro no era el único que se había acercado hasta la puerta. Yo lo sabía. Podía olerlo. Podía ver sus largos y delicados dedos de pianista deslizarse sobre la madera buscando el punto de inflexión.
Para cuando Paúl Useche reventó la puerta, yo ya había estrellado la mesita de noche contra los cristales de la ventana, me había lanzado sobre el techo del viejo Mercedes (lástima que no tenía las llaves conmigo) y me alejaba por la calle desierta.
Me di la vuelta y lo vi asomado a la ventana rota, la misma sonrisa ambigua que tenía dibujada en los labios cuando lo vi la primera vez, moviendo el brazo en abanico a manera de despedida, la mano aferrando aún el ramo de flores, rosas rojas, qué otra cosa podían ser, los pétalos desprendiéndose con cada vaivén del ramo en la mano levantada, y cayendo con desesperante lentitud, como gotas rojas mecidas por el viento, sobre la mesita de noche y el techo chafado del Mercedes Benz.