Nadie como el mismo cine para retratar sus propias miserias. En lugar de ocultar toda la podredumbre que rodeó casi desde el minuto uno a un negocio de dimensiones colosales, lo que hizo fue convertirla en materia cinematográfica de primera categoría. Tras los oropeles del celuloide se escondían esas bajas pasiones siempre tan caras a la creación artística: ambición, poder, traiciones, mentiras, egos fracturados… No hacía falta buscar en otros lugares.
Probablemente sea Sunset Boulevard, del Billy Wilder más avinagrado, el título canónico del subgénero. El tránsito del mudo al sonoro llenó Hollywood de juguetes rotos. Muchas grandes estrellas se apagaron por más que Norma Desmond insistiera en que en realidad era el cine el que se había hecho pequeño. La caída de los dioses fue recibida con absoluta indiferencia por la industria y por el público. El espectáculo es una máquina insaciable que debe continuar sin mirar atrás.
Despachada dos años después del gran éxito de Sunset Boulevard, Cautivos del mal se centra en la figura más anatemizada del cine: los productores. Estigmatizados como meros contables y castradores de la creatividad en función de la cuenta de resultados, lo cierto es que sin ellos no existirían muchas de las películas que hoy se consideran clásicos. En no pocas ocasiones pusieron coto a megalomanías de presuntos artistas y reencauzaron trabajos que se dirigían al desastre.
La complejidad moral que presenta Cautivos del mal radica en que el impulso que mueve al productor Jonathan Shields no es ni el poder ni el dinero. Su único interés es el cine: producir las mejores películas jamás filmadas. Para ello está dispuesto a traicionar amistades, jugar con los sentimientos y destrozar matrimonios. Su conducta es objetivamente dañina, pero su propósito es de una grandeza de miras incuestionable. Incluso los cadáveres que deja a su paso no pueden evitar sentir una profunda admiración por su verdugo. Queda a criterio del espectador si merece la pena semejante sacrificio. La respuesta no es tan sencilla como parece, si se quiere mantener una mínima coherencia: se sigue disfrutando de grandes obras maestras paridas por auténticos malnacidos.
Jonathan Shields es de esos personajes que caminan sobre el alambre, siempre al borde del precipicio. Kirk Douglas le confirió toda la profundidad que se le presupone a esas personalidades totalizadoras. No es un villano sin escrúpulos, a pesar del arsenal de maldades que despliega: su tristeza por el precio que hay que pagar por la grandeza es legítima. Es simpático y encantador cuando se lo propone, pero de ningún modo se le puede considerar un hipócrita o un vendedor de humo. Además, es honesto para consigo mismo: sabe los límites de su talento y reprime cualquier delirio de grandeza que pueda poner en peligro la película. Su felicidad nunca es completa. Tras cada éxito, le invade un vacío absoluto. Probablemente, él mismo se pregunta cuál es el sentido de esa carrera sin fin. El título original –The Bad and the Beautiful, Lo malo y lo hermoso– refleja mejor la dualidad del carácter de Shields.
En realidad, lo que prevalece en Cautivos del mal es un amor infinito por el cine. Tras tantos sinsabores y desgarros emocionales, lo único que importa es la magia que surge de la pantalla cuando se apagan las luces. Por eso Vincente Minelli mima con su cámara a todo ese ecosistema de directores noveles, actrices alcoholizadas, managers sentimentales y novelistas escépticos metidos a guionistas a golpe de talonario, a quienes filma con la misma elegancia y soltura con la que facturaba sus exuberantes musicales.
De paso, Minelli dejó un par de lecciones para aspirantes a cineastas. La primera es un aviso para intensos posmodernos: hacer de cada escena un culmen emocional agota al público y termina por desleír la historia. “Podría hacer de cada escena un clímax. Si lo hiciera, sería un mal director. Una película hecha de clímax es como un collar sin una cuerda que sostenga las perlas: se caerían. Debes construir el gran momento. Y a veces tienes que construirlo lentamente”, reflexiona el personaje del director alemán, trasunto de Von Sternberg y Von Stroheim. Scorsese recogería esta enseñanza en su monumental Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano.
La segunda clase magistral es utilizar la imaginación allá donde los recursos no llegan. Una de los primeros encargos que recibe Shields es La maldición de los hombres gato, un subproducto de serie B con un vestuario infame para los supuestamente terroríficos felinos humanoides. Shields decide no mostrar a los hombres gato en pantalla. La amenaza gatuna se concreta en sombras, maullidos, presencias presentidas…, logrando su primer gran éxito (y en lugar de empresas mayores, le asignan una secuela, El hijo de los hombres gato, la explotación de la gallina de los huevos de oro no empezó con las sagas de superhéroes).
Veinte años más tarde, un jovenzuelo que aún no había cumplido la treintena copió esta solución ante las continuas fallas de un tiburón mecánico que, además, tampoco le convencía demasiado. El bisoño realizador, que atendía al nombre de Steven Spielberg, atemorizó a medio planeta, facturó el primer blockbuster de la historia y dio comienzo a una de las carreras cinematográficas más grandiosas que se conocen.(PD: no obstante, para ser justos hay que aclarar que quien primero utilizó esa estrategia fue Jacques Tourneur en su seminal Cat People, de 1942; la coincidencia de los gatos parece sugerir un homenaje por parte de Charles Schnee, el oscarizado guionista de Cautivos del mal).