Aunque recién había devorado un par de piezas de pollo frito, yo estaba muy molesta. Confieso que sufro una terrible enfermedad: ni la deliciosa grasa transhidrogenizada evita que mantenga firme mi papel de novia ardida. Él intentaba cien maneras de rasgarme la crisálida de hiel. Yo, encapsulada. Se levantó y regresó con un banana split: “¿Quieres, negra?”, preguntó amoroso. Yo percutí un “no” con tufo a pólvora.
Aquel novio mío persistió en su afán de reconciliación. Comía cucharadas de helado y “um”, “um”, repetía para invitarme a probar. Hasta que sin darse cuenta dijo lo que dijo cerrando los ojos: “¡Uuuummmm, ya empiezo a sentir el cambur en mi boca!”. Fue inmediato; la voz viril de un comensal cerca gritó sin tapujos: “¡Chinazooooo!”, y todas las mesas que nos rodeaban se desbarataron a carcajadas. No tuve escapatoria, morí de risa y el noviazgo sobrevivió cuatro años más.
En Venezuela llamamos china a las resorteras con que algunos niños escoñetan pajaritos; me da por creer que chinazo viene de ahí. Este sustantivo nomina en nuestro país el doble sentido, siempre sexual, de frases que un hablante por inocencia o por descuido deja escapar como un pepazo contra sí mismo. Pero lo verdaderamente sabroso es la cualidad lúdica del término, pues cumple una función similar a los cantos de barajas que sentencian en voz alta un envite para que este pueda realizarse.
No hay chinazo si no se enuncia con voz traviesa, así como jugando truco la flor se quema si no se canta. La palabra activa una energía jocosa que comúnmente los oyentes reciben de buena gana y se enciende la juerga colectiva sin importar si hay confianza o no. Nadie cataloga esta chanza de bullying ni discriminación, no en este lado del mundo, porque el mismo sujeto de mofa entra en juego y se regocija en la picardía.
Además, es posible que el propio hablante advierta el escopetazo y lo vocee. Yo, por ejemplo, solté hace unos días: “Me la abrió y no pude cerrarla”, en alusión a una botella de agua mineral; y después: “¡Chinazo!”.
Esta mamadera de gallo a partir de la polisemia del discurso es un patrimonio cultural.
Hermoso, como siempre. Extrañaba las «vainas de la lengua».