El aire viciado de la corte la hacía añorar con intensidad la dulzura de aquel valle perdido, de aquel asentamiento cálido al otro lado del mar, que sabía acariciar con pregones y batir de abanicos. La taza de chocolate le quemaba la mano, aroma a cacao que la transportaba al traspatio de la casa materna, al perfume seductor bajo los mangos en encuentros furtivos. Vaciar con pulso tembloroso el veneno en la taza y regalarse un último recuerdo del sudor del mulato en su piel. Hacía tres meses que su sangre no bajaba.