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Sueños y pesadillas
Hablo de los tiempos en que dormir se convirtió en una suerte de ensayo sobre la muerte, un breve paréntesis de ocho horas en el que nos hundíamos en la nada. Un lapsus negro, sin conciencia, salvo para los insomnes. Pero cuando despertábamos, allí estaban todos esos sueños que no soñábamos, todas esas pesadillas que no sufríamos, enmarcadas en los formatos digitales de Facebook, Twitter e incluso Instagram. ¿Cómo sucedió aquello? ¿Cómo fue posible que nuestros sueños fueran abducidos por las redes sociales? Es difícil saberlo. Lo cierto es que cada mañana, cuando despertábamos, lo primero que hacíamos, incluso antes de nuestras abluciones matinales, era agarrar los móviles de la mesita de noche y revisar nuestros sueños en Facebook cuando estos habían sido largas peripecias llenas de detalles, en Twitter cuando eran cápsulas de acontecimientos inconexos y sin solución de continuidad y en Instagram cuando eran fotografías sueltas que quedaban por ahí flotando despreocupadas e indiferentes.
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La noche con su negro manto
La noche con su negro manto cubrió la vibrante ciudad. Los edificios más altos sostuvieron unos pocos segundos el pesado tejido antes de desplomarse con un estruendo de fin de mundo. El unánime manto de la noche cayó entonces sobre las construcciones más chatas, las de los suburbios, que lo recibieron con indiferencia. Entre ellas y los escombros de los derrumbes quedaron numerosas bolsas de aire que acogieron a los sobrevivientes. Menos suerte corrieron los habitantes de las zonas pudientes. Sus grandes caserones con jardín y piscina fueron apisonados sin clemencia, sus mascotas apachurradas, los honorables ciudadanos que las ocupaban, muertos, sus cuerpos despedazados y enredados en el interior del apretado tejido del manto nocturno. Los ácaros, que nunca habían sentido a un ser humano a pesar de haber vivido sobre su piel y sus sábanas durante siglos, se acercaron, con cautela, movidos por la curiosidad y por el olor agridulce que emanaba de los cuerpos maltrechos. No tardaron en descubrir que eran un alimento estupendo. Saciaron su hambre, mas no su deseo de seguir degustando de estos pequeños y deliciosos seres. En vista de que los cadáveres se habían agotado y que la carne de las mascotas no era de su gusto, los ácaros salieron del cálido refugio de la tela en busca de otros humanos. Los sobrevivientes de la derruida ciudad se defendieron con ahínco. Se llamó La guerra de los Ácaros y duró tanto como tardó en pudrirse y deshacerse el manto oscuro de la noche.
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Los títeres sin cabeza
Sucedió mientras dormíamos en nuestros laureles. Los títeres sin cabeza conquistaron el mundo. Su plan fue tan astuto como malévolo. Siguiendo el ejemplo de los aqueos, cuando supieron de nuestros planes de no dejar títeres con cabeza, no se lo pensaron dos veces e introdujeron en ellas un letal virus. Cuando las cabezas rodaron, el virus se expandió por el planeta y diezmó a la población humana. En inferioridad numérica, abrumados por tanta muerte, sitiados en nuestras casas por las restricciones higiénicas, famélicos de hambre, ocupados en sobrevivir, fuimos fácilmente vencidos. Desde entonces el mundo es gobernado por los títeres sin cabeza.
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Grito en el cielo
Pegué el grito en el cielo. Literalmente. Me caí del avión en que viajaba. Fue una confusión. Le puede pasar a cualquiera. Medio dormido y agotado por el largo vuelo, me enfrasqué en una inútil lucha con la puerta del avión. Si no es por una azafata, también atontada por el sueño, que me ayudó, la puerta no se habría abierto. La despresurización hizo el resto. Fue entonces cuando grité. Tiene su lógica: esperaba encontrarme con el minúsculo baño del avión y no con el vasto cielo planetario que me devoraba. La azafata vino detrás de mí.
No había sensación alguna de caída, salvo por el vendaval de viento que nos envolvía. Era como estar en el prolongado suspiro de un gigante. Hacía un frío de los cojones. Le propuse a la azafata que nos abrazáramos. Concedió. Una cosa llevó a la otra. Fue un polvo vertiginoso. Imposible fumar luego. Sin embargo, conversamos. La azafata me contó que estaba cansada de su trabajo y que este accidente le venía muy bien, que no le resultaría difícil conseguir una baja permanente. La felicité por su buena fortuna. Le propuse que nos refociláramos nuevamente. Se negó. Adujo dolor de cabeza. Lo usual. Nos desabrazamos. El viento nos fue separando. Cuando ya era apenas un punto rojo en el cielo azul vi como las hélices de un bimotor la desmembraban. Me alegré por ella, sinceramente.
La tierra se fue acercando, cada vez a mayor velocidad. Ya no era un paisaje lejano y estático. Se me echaba encima con hambrienta prisa. Había ya poco tiempo para pensar. Sin embargo, pensé. Pensé en volcanes. Pensé en la posibilidad de caer en el interior de uno de esos monstruos silenciosos. Pensé que esa caída podía llevarme al mismo centro de la tierra. Pensé que allí podría vivir, conseguir, al fin, mi lugar. El hogar que me esquivaba. Pero miré hacia la tierra, cada vez más extensa, y no vi volcán alguno.
Caí sobre una iglesia. Sobre unos novios que recién iniciaban su vida de casados. A los pobres tuvieron que sacarlos de debajo de mi cuerpo maltrecho, pero aún enamorados. Salieron de la iglesia tomados de la mano. Una lluvia de arroz caía sobre ellos. Yo me reconstituí como pude. Recoloqué algunos huesos. Me puse en pie. No fue fácil mantener el equilibrio. Los huesos bailaban y en general se negaban a mantener su lugar. Aún así, avancé. El cura me cortó el paso. Quería que le pagara los daños en el techo de la iglesia. Yo no tenía dinero. Debería comprender. Me propuso que le pagara ayudando en la iglesia. Desde entonces soy monaguillo. Debo estar en el infierno.
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La venganza
He regresado desde la muerte para vengarme. Bueno, en realidad no he regresado de ningún sitio. Lo cierto es que no he salido de aquí. Sigo a tres metros bajo tierra y metido en uno de esos ataúdes en el que meten a la gente cuando se muere y en el que no se ve nada y en el que apenas puedo moverme. No se dejen engañar. Todo ese marketing católico sobre la muerte es una estafa. No hay luz de inmaculado blanco que muestre el camino hacia el cielo. No hay ángeles ni trompetas ni reencuentro con seres queridos. La muerte es exactamente esto: oscuridad, tierra (o fango según el día), gusanos, olor a podrido y, sobre todo, un gran aburrimiento. No es solo que no haya nada que hacer, es que no se puede hacer nada en un espacio tan reducido, al menos que se trate de hurgarme la nariz. Y aún esto con enormes dificultades. Así que tengo mucho tiempo para pensar. Y mucho tiempo también para urdir mi plan. Plan que posiblemente nunca pueda llevar a cabo puesto que me ha resultado imposible salir de este hueco infecto. Lo he intentado. Juro que lo he intentado. He roto con mis propios dedos esta maldita madera que el tiempo ha podrido. Como ha podrido la carne de mi cuerpo que se cae a pedazos mientras abro un agujero en mi ataúd. Y mientras escarbo y rastrillo y me vuelvo a pegar los dedos con barro seco y tiras de la tela de mis ropas, pienso en lo que me han hecho y en cómo retribuirlo. Porque quien dejó caer esa maceta sobre mi cabeza debe ser castigado. Y pensar en el castigo me hace la muerte más llevadera y el arduo e incesante cavar menos duro. Y la desesperación que me produce saber que jamás lograré mi cometido se traduce en acción física. Y escarbo, rompo, rasgo, astillo, despedazo, araño. Pero ese frenético empeño por desenterrarme es del todo inútil porque solo logro salir de mi ataúd para encontrarme otro ataúd exactamente igual al que dejé atrás. Y luego otro y otro más. Y otro. Una sucesión infinita de ataúdes idénticos que marcan el camino hacia el cielo o hacia el infierno. A mí me da lo mismo. Porque el único camino que yo quiero transitar es el de la venganza.