La teoría de Pence es tan disparatada que la periodista de Fox News le contesta con escepticismo: “I’m surprised that Venezuela has any money”. No tiene sentido que el país más arruinado de la región, y con la mayor diáspora migratoria del hemisferio en la última década, esté financiando la caravana de inmigrantes que salió de San Pedro Sula, Honduras, rumbo a Usamérica, el 12 de octubre de 2018.
“That’s right”, replica Pence. E insiste en lo que le sigue pareciendo lo más importante: “they were sent North for the sole and exclusive reason of challenging the laws of the United States of America by coming into our country illegally”. Es decir, el movimiento migratorio no se produce por necesidad, emergencia o persecución, sino con el solo propósito de desafiar las leyes y los límites de Estados Unidos. No son “your tired, your poor, your huddled masses”, convocadas por Thomas Paine al “asylum for mankind” en Comon Sense, sino agentes de una conspiración de izquierda radical, para desdibujar con cuerpos extranjeros las fronteras sin las cuales (Trump dixit) un país no es un país.

Más cierta que la teoría de Pence (atribuida al presidente de Honduras) es la interpretación sensacionalista de un titular de USA Today: “Migrant Caravan is a Venezuelan Plot”. Pues en estricto sentido, la noción del movimiento poblacional de americanos del sur, para desafiar y limitar la influencia del norte, tiene origen venezolano. La idea-fuerza de “colonizar el país con sus propios habitantes”, propuesta por Simón Rodríguez en 1830, no se limitaba a ninguna de las nuevas repúblicas independientes latinoamericanas en particular. Era una premisa a contracorriente de lo que proponía el pensamiento ilustrado del siglo XIX en América Latina, y que se formalizaba en políticas como las que siguieron a la Ley de Colonización mexicana de 1824. Una ley que actuaba sobre buena parte de lo que hoy es el territorio usamericano.
El método para atender la despoblación de México después de su Independencia (que con menos de siete millones de habitantes ocupaba desde lo que hoy es Oregon hasta Guatemala) fue estimular la inmigración de blancos europeos y norteamericanos, y legalizar a los gringos que ya estaban en su territorio: por ejemplo, aproximadamente 3.000 colonos en Texas para 1923. Lo que hoy llamaríamos “inmigrantes ilegales”. De este modo, Usamérica no solo se expandía territorialmente: la alucinación supremacista de Benjamin Franklin, según la cual “this side of our Globe reflect a brighter light to the eyes of inhabitants in Mars or Venus”, también tomaba terreno entre los políticos latinoamericanos. Contra esa alucinación y la premisa que esta encierra iba la idea-fuerza de Rodríguez. “Colonizar el país con sus propios habitantes”, era contener con cuerpos el avance del norte sobre el sur. Del mismo modo que la caravana del 12 de octubre de 2018 desborda con cuerpos los límites que, al final de su expansión, puso (y ahora remarca, militariza, violenta y subraya) el norte sobre el sur.

Pero no se trata de un movimiento anárquico de cuerpos sobre el espacio. Rodríguez fue el último teórico de la Colombia: la idea de un país que nació para contener, a finales del siglo XVIII, la “ever expanding republic” que nacía en el noreste de América, con el Tratado de París en 1776. El “dangerous journey North” del que habla Pence, desde el sur de la frontera mexicana, hasta un mall en Usamérica desde donde hacer una llamada telefónica, ocurriría todo dentro de las fronteras de “Colombia”. La república proyectada por el venezolano Francisco de Miranda en 1798, gobernada por un inca y dos cámaras, iba desde el oeste del río Mississippi, hasta el extremo sur de Chile, en Tierra del Fuego. Es decir, el primer proyecto venezolano de nación ocupaba todo el territorio alguna vez ocupado por el imperio español en América. El epónimo es elocuente: si los del norte son el país de Vespucci, los del sur somos el país de Colón. Por algo la caravana de 2018 comenzó un 12 de octubre.
Hoy esa Colombia inexistente ocupa en la imaginación latinoamericana un espacio espectral. Es el que se manifiesta cuando Willy, en Tapachula, Chiapas, mira el tren de carga en medio de la noche, y le dice a su novia: “Qué dices si lo agarramos ahora mismo y nos vamos hasta Texas”. Willy, alias Casper, es el protagonista de Sin nombre (2009). El film de Kari Joji Fukunaga tematiza el “dangerous journey North” en una historia melodramática sobre La Bestia: el tren que va desde Tapachula hasta las afueras de Ciudad de México, y permite la conexión con otras líneas que llegan hasta la frontera con Usamérica. Willy escapa de la Mara Salvatrucha. La protagonista, Sayra, viaja resignada detrás de su familia, que migra al norte. Su itinerario, como el de la caravana de 2018, va de Honduras a Usamérica. Se conocen cuando Casper, con su pupilo Smiley y el Sol asaltan La Bestia, donde viaja Sayra con su familia. Casper se convierte en un prófugo de la Mara Salvatrucha y vuelve a ser Willy después de acuchillar al Sol. Lo asesina en parte por defender a Sayra, y sobre todo en venganza por el asesinato de su novia. El Sol la había matado accidentalmente en un intento de violación, días después de que Casper/Willy fantaseara con ella un viaje nocturno en tren, desde Tapachula hasta Texas.

El viaje nocturno llega con Sayra encima de La Bestia, y la banda sonora evoca el anhelo colombino en una canción de Los Tigres del Norte. “En Guatemala y México cuando crucé / Dos veces me salvé me hicieran prisionero / El mismo idioma y el color reflexionen / Cómo es posible que me llamen extranjero”. La utopía de contención de los americanos del norte era al mismo tiempo una utopía de unidad de los americanos del sur. Colombia no solo marcaba los límites de la nación que se expandiría desde el noreste del continente, sino que confederaba en una sola nacionalidad y una sola constitución a quienes luchaban por la independencia de España al sureste de aquel. La “migra” que evitan quienes viajan en La Bestia es la contraparte realmente existente de esa utopía: 48 puestos de control mexicanos que se atraviesan en el camino de los migrantes ilegales que suben a Usamérica desde Honduras, Guatemala y El Salvador. Si los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX remedaban el delirio supremacista gringo de la pureza racial, los cuerpos de seguridad del siglo XXI remedan la ansiedad de control de movimiento de los cuerpos del sur hacia el norte. La Bestia es un bypass que esquiva esa legalidad. Y, al mismo tiempo, expone a sus tripulantes a la (i)legalidad del crimen organizado.
Willy/Casper encarna la maldición retrospectiva de Roberto Bolaño, según la cual “los sueños a menudo se convierten en pesadillas”. En Willy está el anhelo colombista de un tren de Tapachula a Texas para huir con su amor. Y en Casper están las marcas en el cuerpo de una organización criminal que desdibuja las fronteras nacionales, y se expande por Centroamérica, México, Estados Unidos, Canadá, y ha empezado a dejar huellas en Venezuela, Perú, Argentina, Ecuador y Bolivia. La pared que se encuentra Willy en su viaje al norte no tiene el sello de un estado-nación, sino de la Mara. La pintura en la pared apunta directamente al límite de su movilidad. “El Casper de la LCLS no pasará”, junto a una mano deforme de uñas largas y negras que hace la señal de los cuernos del diablo. El sueño de Colombia tiene su doble siniestro en la organización criminal de las lágrimas tatuadas. Si el soberano de Colombia era un inca, el jefe de la Mara que ordena la muerte de Willy es un Sol. Y lo que detiene a Willy en el río en Reynosa no es la patrulla fronteriza, sino los disparos que el Sol ordenó. El sueño que se convierte en pesadilla es también la épica que se convierte en crónica roja.

El “dangerous journey” de Sayra y su familia pasa cerca de la crónica roja, pero no viene de la épica, sino de lo que Simón Rodríguez llamaba “los olvidados en la masa del pueblo”. El título de la película parece apuntar a la invisibilidad de cada individuo, en un viaje multitudinario permanente, que va del sur al norte de la frontera usamericana. Un viaje que siempre es masivo, pero que solo se hace visible en cuanto tal cuando las caravanas condensan las multitudes en un tren hecho de personas que caminan juntas. Sayra llega sola al primer teléfono del otro lado de la frontera, vulnerable y asustada. Luego recuerda el número telefónico de emergencia, que repite en voz alta y marca. Alguien responde, y al hablar en español entra en contacto con lo que está del otro lado, y que no vemos, pero connota la asimilación a una red de afectos frente a los que ya no está sola. Parece una hormiga pequeña y vulnerable, que se reencuentra con “El hormiguero”, como la canción de la banda más colombista de la cultura de masas del siglo XXI. “Han tratado de pararnos un par de vaqueros / Pero ya está construido el hormiguero” es otra forma de decir: estamos colonizando el país con sus propios habitantes.