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Muchos hombres cultos tienen (debo decir: tenemos) la tendencia a encerrarnos en nosotros mismos. Nos basta con los libros, los discos, la contemplación, los paseos solitarios… Ciertamente, ¿acaso no es mejor pasarse la tarde escuchando a Bach o viendo una buena película que no teniendo que soportar las discusiones o las conversaciones banales a las que nos veríamos expuestos en el trato con los otros? El protagonista de Confidencias es un esteta de este tipo: un anciano profesor que posee una fortuna y vive en su palacio de Roma, rodeado de belleza, con sirvientes encargados de las tareas domésticas; un coleccionista de arte cuyo contacto con el mundo se ha reducido a lo indispensable, y que abomina de la superficialidad de aquellos que viven en manada. Y sin embargo va a descubrir, a través de la irrupción de una familia aristocrática, tan acomodada como decadente, que esa soledad era un engaño, un refugio que lo ha privado de un contacto vivificador con sus semejantes. Haciéndolo cómplice, además, de un estado de cosas políticamente lamentable: no es más que un esteta incapaz de un intercambio enriquecedor con el mundo circundante, que permite que la injusticia campe a sus anchas sin tomar partido.
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La dualidad entre la soledad y la vida social se desdobla en otras: entre una vida apasionada y la serenidad anímica, entre egoísmo y compromiso, entre lo interior y lo exterior. Toda la película transcurre en interiores, lo cual indica que aquí se abordará una dimensión. Los sucesos externos serán considerados tan solo en la medida en que afectan dicha interioridad, en primer lugar amenazándola, antes de que veamos como se desmorona su sentido. Pero eso no da paso a una apertura, pues llega demasiado tarde. Que ese descubrimiento sea la antesala de la muerte no es casual. Acaso esa familia le devuelva a la vida precisamente para poder ser entregado a la muerte con una nueva conciencia de su fracaso como ser humano.
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En Confidencias es importante aquello que no vemos. Sobre todo, lo que se nos dice de Konrad, el joven proletario devenido gigoló, interpretado por Helmut Berger. De él se nos dice que fue un estudiante de talento, pero que dejó los estudios en las revueltas del 68. Se insinúa su participación en actividades subversivas. Se trata de un completo extraño para el profesor. Y sin embargo es precisamente Konrad quien actúa como espejo de todo aquello que él mismo no ha desarrollado. Entre ellos se establece una relación que se asemeja a la de un padre con su hijo. El padre y el hijo que a uno y otro les han faltado/fallado. Es el lazo entre estos dos personajes lo que podría realmente transformar el mundo en el que viven, salvándolos a ambos. Sin embargo, por mucho que el profesor se dé cuenta de su fracaso existencial y asuma lo que le ha sucedido, es incapaz de salir del encierro en el que vive. Es la distancia que lo separa de los otros lo que lo condena. Pero también condena a los otros. Este fracaso íntimo lo es también social. Los lazos están rotos.
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En términos ideales, la película podría tener un desenlace diferente: el profesor podría adoptar a Konrad, respondiendo a aquello que la vida le ha puesto ante sus ojos, ayudándole a desarrollar sus cualidades y compartiendo con él sus posesiones, abriéndose de este modo a una nueva vida. Políticamente, esto significaría la alianza entre la burguesía culta con el proletariado más sensible. Pero Visconti no trata de engañarnos: las cosas no han sucedido así. En términos de lucha de clases, la película es un mensaje para el proletariado: no contéis con nosotros pues, por muchas simpatías que os tengamos, a la hora de actuar estamos atrapados en nosotros mismos (interioridad, apegos, comodidades, convenciones…). Con esto se ha querido filmar el epitafio de cierta burguesía que todavía conserva sus valores más nobles, no para anunciar algo nuevo, sino a modo de elegía.