Son los últimos urinarios. Dos sobrevivientes de una estirpe que ahora yace rota, goteante, sellada, inutilizada por mil batallas libradas contra la cistitis, la gonorrea, la orina ensangrentada, los escupitajos, la pielonefritis, la orina opaca, la sífilis, el vómito del borracho o del enfermo que tapa el desagüe, la psoriasis, las uñas rotas, el ácido úrico que quema la piel de porcelana, la tos del tuberculoso. En pie solo ellos, hombro con hombro, aguantando la pela, Butch Cassidy y Sundance Kid rodeados de mexicanos, espartanos dispuestos a detener a toda costa a Jerjes I en esta Termópilas húmeda, caliente en la que el olor a orina y a mierda es un entramado que hay que ir apartando a manotazos.
―Vaya presentación –dice Ouritikos.
―No es para tanto –responde Toualéta.
―Eso es falsa modestia. Yo estoy orgulloso de mi trabajo –contraataca Ouritikos.
―Desde luego, no es un trabajo sencillo –admite Toualéta.
―Lo que nos han echado encima –se queja Ouritikos.
―Lo que hemos aguantado –continúa Toualéta.
―Lo que hemos visto –insiste Ouritikos.
―Lo que hemos escuchado –sentencia Toualéta.
―Y lo que hemos olido, no olvidemos lo que hemos olido –recuerda Ouritikos.
―De la comida mejor ni hablar –suplica Toualéta.
―Mejor –accede Ouritikos.
Guardan silencio. Entra un hombre y se pone a mear sobre Toualéta. Termina y se va sin tirar de la palanca.
―Vaya cochino –se queja Toualéta.
―Ya deberías estar acostumbrado – asegura Ouritikos.
―Me subleva. ¿Qué les cuesta tirar de la cadena? Míranos. ¿Cuándo fue la última vez que nos echaron una limpiadita? –se requeja Toualéta.
Ouritikos no responde puesto que en ese momento entra un hombre y se pone a mear sobre Toualéta.
―A este yo lo conozco. Es Nick Hornby –susurra Toualéta bajo el flujo intermitente de la orina..
―¿Quién? –interroga Ouritikos.
―Nick Hornby, el novelista –ilustra Toualéta
En ese momento entra otro hombre que se coloca frente a Ouritikos. El tipo comienza a mear y a mirar con disimulo a Hornby. Primero entre las piernas, luego a la cara y de nuevo entre las piernas.
―Yo a usted lo conozco –dice el tipo.
Largo y resignado suspiro de Hornby que no desvía la mirada de las baldosas frente a él.
―¿Ah sí? –interroga Hornby más que todo por educación.
―Sí, sí. Usted es escritor. Espere que tengo el nombre en la punta de la lengua. Es Nick, Nick algo. Ah ya. Nick Hobby, usted es el escritor Nick Hobby –finaliza muy ufano el tipo.
―Hornby –puntualiza Hornby.
―¿Cómo? – dice extrañado, mas no avergonzado, el tipo.
―Me apellido Hornby. Mi nombre es Nick Hornby. Soy el escritor Nick Hornby –ilustra con fastidio Hornby.
―Vaya, yo habría jurado que era Hobby. Pero qué más da ¿verdad? Lo importante es el contenido, los libros, lo que se cuenta y todas esas cosas –pontifica el tipo.
―Supongo –simplifica Hornby.
―¿Sabe una cosa? Se me ocurre que podría escribir sobre mí –propone el tipo.
―¡Dios, no, por favor! – ruega Hornby.
―¿Qué sucede? – se ofende el tipo.
―Que todo el mundo cree que su vida es interesante, que tiene algo que contar. Y créame, eso no es cierto –niega Hornby.
―¿Ah no? –duda el tipo.
―No –sentencia Hornby.
―Pues en este caso se equivoca usted. Puedo demostrarlo –insiste el tipo.
―¿Me va a contar su historia? – gime Hornby.
―Solo un abrebocas. Solo el titular –asegura el tipo.
―Adelante –cede Hornby.
―Acabo de asesinar a mi familia. En este preciso instante vengo de descuartizarlos, de cortarlos en pedacitos a todos. A mi esposa y a mis cinco hijos. A todos.
Largo silencio. Ouritikos y Toualéta esperan boquiabiertos el desenlace de esta apasionante conversación.
―¿Y por qué lo ha hecho?
―Estaba harto.
―¿Harto? ¿Harto de qué?
―Harto de todo. Del matrimonio, de las responsabilidades, de las facturas, del trabajo, de la rutina, de las exigencias de la vida en familia. En resumen, de todo.
―¿Y por qué no se fue usted a Las Bahamas?
―No es una mala idea. Pero y ¿después qué? ¿No tendría acaso que regresar?
―Es cierto… ¿Y qué piensa hacer ahora?
―Oh, en cuanto termine aquí pienso suicidarme.
―¿Ah sí?
―Es el siguiente paso. Suena lógico. ¿No cree?
―La verdad es que sí.
Otro largo silencio que Hornby rompe con una propuesta:
―¿Sabe qué? Casualmente estoy escribiendo una escena de mi próxima novela en la que mi protagonista intenta suicidarse lanzándose desde el techo de un edificio. Le propongo, si le parece bien, acompañarlo en el suyo para tomar notas. Jamás he presenciado un suicidio.
―Pues, no sé yo. No me apetece lanzarme desde un piso diez. Verá, le tengo miedo a las alturas. Además, es un poco violento. ¿No cree? Yo pensaba, más bien, usar barbitúricos.
―Lástima. Me vendría muy bien.
―¿De verdad le interesa?
―Mucho.
―¡Qué carajo!, acepto. No todos los días un escritor de éxito se interesa por tu suicidio.
―¡Bien dicho! No se arrepentirá.
Los dos hombres terminan de mear, sacuden sus instrumentos y salen. Los urinarios recuperan el sagrado silencio de los templos antiguos.
―Se han ido sin tirar de la palanca –se queja amargamente Toualéta.
Magistral la frase final 😂 😂 😂.
Buen relato, buenísimo el diálogo . Y la foto, del carajo.
Gracias Carlos. Qué bueno que te haya gustado.