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Cool Hand Luke (Stuart Rosenberg, 1967)

  • Alejandro Fierro Alejandro Fierro

  • 15 diciembre, 2021

    Pocos estereotipos tan atractivos para la gran pantalla como el del rebelde. En los albores del cinematógrafo primaba la rebeldía contra las injusticias. El rebelde se enfrentaba a un sistema que no siempre obraba de forma correcta. Hasta el personaje de Chaplin se basa en ese héroe/antihéroe. Hollywood, en su Edad de Oro, exprimió el arquetipo en clásicos inapelables como Mr. Smith Goes to Washington o John Doe. Estrellas como James Stewart o Gary Cooper encarnaron a la perfección a esa persona corriente, bienintencionada, estadounidense ejemplar, que en un momento dado le plantea un pulso a las instituciones cuando se comete alguna iniquidad. No hay querencias antisistema. Se trata del viejo axioma liberal: los ciudadanos son la última línea de defensa contra las desviaciones del estado.

    La pesadilla de la Segunda Guerra Mundial terminó con ese consenso. La conflagración dejó un vacío moral que el cine, termómetro de su tiempo, reflejó en desasosegantes películas. El rebelde ya no se erigía en protector de los débiles. Ahora eran individuos preñados de angustia, incapaces de identificarse con su entorno y con una rabia existencial que explosionaba de forma incontrolada. Novedosos prototipos actorales ayudaron a reciclar el concepto. Tipos atormentados como James Dean supuraban todo el angst adolescente de los cincuenta. El título de su debut, Rebelde sin causa, era suficientemente explícito sobre el estado de cosas. Mucho más epidérmico, Marlon Brando desnudaba la fragilidad del ego masculino con el brutal Kowalsky de Un tranvía llamado deseo o devoraba kilómetros sin rumbo fijo a lomos de su motocicleta en The Wild One, precedente de la lisérgica Easy Rider.

    El personaje de Paul Newman en Cool Hand Luke, una década después, se inscribe en esta tendencia. Condenado a una breve pena de prisión por un delito que demuestra su sinsentido vital –destrozar unos parquímetros sin ningún tipo de motivación–, su paso por la cárcel es un continuo quebrantamiento de las normas, sin importarle las consecuencias. Es tan refractario a cualquier imposición, que no solo se enfrenta al rígido reglamento penitenciario y a los brutales carceleros. También subvierte el orden establecido entre los propios reclusos, poniendo patas arriba un ecosistema que, por duro que sea, confiere cierta lógica a una cotidianidad tan anómala como la privación de libertad.

    No hay una finalidad en su conducta. Responde a un impulso irrefrenable, a una sublimación de la libertad más ácrata que anarquista. Por eso, a diferencia de los filmes de la era clásica, esta nueva hornada de rebeldes sí que supone un peligro para el sistema. Y no tanto porque se enfrenten a él, sino porque lo hacen desde la falta de objetivos. En esa ausencia de una meta racional radica su fuerza.

    Paul Newman compone la figura de este outsider con una economía de medios admirable. Su mirada eléctrica y una media sonrisa que bien podría ser una media mueca le bastan para transmitir su torbellino interior. No se impone con aspavientos. Su actuación va de dentro hacia afuera, en una correcta interpretación del Método antes de que el más desquiciante Al Pacino y el Robert de Niro más autocomplaciente terminaran por hacer de las enseñanzas de Stanislavsky una caricatura. Es incomprensible como a un actor que encadenó una exhibición actoral tras otra a lo largo de seis décadas –Somebody Up There Likes Me, Cat on a Hot Tin Roof, The Hustler, Sweet Bird of Youth, Hud, Butch Cassidy and The Sundance Kid, The Sting, Absence of Malice, The Verdict, Road to Perdition–, la Academia le negara el pan y la sal. Su único Oscar fue a modo de compensación por The Color of the Money, el intento mainstream de Scorsese de compensar sus batacazos financieros. Suena a chiste. Por Cool Hand Luke se tuvo que conformar con una nominación, otra más… 

    Más suerte tuvo su compañero de reparto, George Kennedy, que se llevó la estatuilla al actor secundario por el rol del cabecilla oficioso de los presos, que hace un tránsito cuasi religioso de la desconfianza hacia el recién llegado, a ser su apóstol más beligerante. Y es que en su último tramo Cool Hand Luke despega a esas resignificaciones cristianas tan en boga en los sesenta, incluida la conversación con el Dios ausente en el Huerto de los Olivos, la traición de Judas, la pasión de Cristo y la semilla sembrada entre sus seguidores. Por escrito suena a un delirio muy propio de una época de por sí delirante, pero en imágenes cobra sentido gracias, en buena parte, a la sintética dirección de Stuart Rosenberg. Fue uno de los pioneros en desdibujar las fronteras entre cine y televisión. Hoy es imposible diferenciar la factura de una serie o un largometraje, pero en aquellos tiempos era un anatema para los puristas del celuloide. Rosenberg le puso riendas a un caballo desbocado que amenaza con derrapar en cada fotograma. Salvo algún sexploited absolutamente inadmisible hoy en día, nada que reprochar a su eficiente realización. Y para la posteridad, la escena de los huevos duros, que da razón al título de la película de por qué el tal Luke era tan cool…

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    Alejandro Fierro

    Alejandro Fierro

    Islas Canarias, 1968. Cinéfago impenitente desde la infancia y periodista cinematográfico a partir de la década de los 90, cree a ciegas en el mandamiento de Truffaut de que el cine para leer es tan importante como el cine para ver. Creció con solo un canal de televisión y paradójicamente eso le permitió ampliar su mirada: se veía lo que se emitía, ya fuera un clásico de Hollywood o un filme neorrealista italiano.

    Comentarios 1

    1. Avatar Lil says:
      6 meses hace

      Qué reseña tan interesante

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