Transcurridas ya varias semanas de la adopción de medidas de confinamiento y distanciamiento físico de millones de personas en todo el mundo, las alarmas por los efectos de la cuarentena sobre la actividad económica se han disparado. Tras un inicial consenso en la necesidad de hacer uso de recursos públicos para aplanar la segunda curva de la pandemia, la de la recesión global, asistimos hoy a los primeros choques sustantivos en la definición de los alcances, ritmos y modos de intervención del Estado.
Es un hecho que la ideología neoliberal no cederá su hegemonía sin dar batalla, muestra de ello es la irresponsable actitud de la administración Trump, imitada en nuestro patio por Bolsonaro, Duque, Piñera o Moreno, al despreciar la gravedad sanitaria del virus y mantener al máximo las operaciones económicas. Otro ejemplo es el abierto choque de trenes europeo entre los apologetas de la austeridad fiscal –Holanda y Alemania– y los más expansivos mediterráneos –Italia, Francia, España– sobre los mecanismos comunitarios para financiar el gasto público.
Los representantes políticos del capitalismo financiero ya están dejando claro que la apelación al Estado no es más que una adversidad transitoria. El retorno del Estado no implica necesariamente el abandono de las prácticas ecocidas causantes del cambio climático, ni la reversión de la precarización de los procesos de trabajo, ni más derechos sociales, ni siquiera un cambio en el peso relativo de la especulación financiera frente a la economía real. Si quienes van a gestionar el aparato estatal son los mismos factores políticos neoliberales, este solo servirá para seguir garantizando que el 1% de la humanidad concentre el 82% de la riqueza mundial. Más allá, si el Estado de inspiración keynesiana al que parece que estamos volviendo no sufre transformaciones estructurales, la desigualdad, el autoritarismo y la vulnerabilidad de la vida en el planeta no harán sino acrecentarse.
El fortalecimiento de lo público y la institucionalización de los comunes no están de antemano asegurados si no los acompañamos de un decidido y activo trabajo de desestructuración de las cadenas significantes que sostienen la neoliberal filosofía de nuestra época y la instauración de nuevos sentidos sobre los conceptos de Estado, público, común, democracia, naturaleza y economía.
Medioambiente y economía: ajenas naturalezas
El capitalismo solo fue posible como sistema a partir de la implantación de un “espíritu” basado en una ética egoísta del beneficio [1]. Este espíritu del capitalismo produjo en simultáneo una radical transformación de la relación entre cultura y naturaleza. El mundo natural dejó de ser esa creación divina, trascendente e incognoscible de la cual formábamos parte para convertirse en simple escenario a disposición de los seres humanos para su explotación, transformación y consumo.
La civilización y la cultura comenzaron a ser pensadas en virtud de su mayor cercanía o alejamiento de la naturaleza. A partir de allí, los binomios civilizado-primitivo, racional-irracional, ilustrado-ignorante y moderno-tradicional, sirvieron a las naciones europeas para justificar su colonización del planeta y su expansión mercantil.
La diversidad de cosmogonías americanas, africanas o asiáticas fue física y simbólicamente aniquiladas, Europa se sentó en la cúspide de una supuesta pirámide evolutiva y nos condujo, según Weber, a un irreversible desencantamiento y a una progresiva racionalización del mundo.
Delimitando nuevos campos de saber como la biología, la economía o la sociología, se abrieron paso nuevas prácticas de poder que sentaron las bases de un andamiaje jurídico y conceptual para hacer del intercambio mercantil el fundamento genético de la sociedad. Y sin embargo, en el mismo movimiento en que la naturaleza se volvía una esfera ajena y exterior a la vida en sociedad, la economía devino segunda naturaleza, esto es, un ámbito separado de la voluntad general de la humanidad regido por leyes naturales inviolables.
De aquí en más, el gran trabajo de la burguesía será el de proclamar la soberanía popular como instancia legitimadora del poder político al tiempo que el pueblo es excluido de la posibilidad de “gobernar” la producción e intercambio de riquezas. ¡Es el mercado, amigo! Así se traduce el interés general al libre juego de los intereses privados. “En el paso de lo político a lo económico se hará evidente el dispositivo central de inclusión abstracta y exclusión concreta, es decir, la legitimación de las diferencias sociales”. [2]
Para garantizar ese “libre juego de la economía” se hará necesaria, entonces, una nueva separación, “si la práctica económica, si la actividad económica, si el conjunto de los procesos de la producción y el intercambio escapan al soberano, pues bien, vamos a limitar geográficamente en cierto modo, la soberanía del soberano, y a fijar una suerte de frontera al ejercicio de su poder: podrá afectar todo, salvo el mercado”. [3]
La invención de la sociedad civil “como la realidad que se impone, lucha y se alza, que se rebela y escapa al Gobierno, al Estado, al aparato de Estado o a la institución” [4] sintetiza el mecanismo creado para asegurar el gobierno del capital sobre la sociedad y la vida. La sociedad civil será entonces la esfera de la producción de riqueza y la libertad y el Estado, un nietzscheano monstruo frío que amenazará de forma permanente la felicidad y la realización plena de los individuos.
Esta tecnología de poder que coloca en relación de exterioridad Estado y sociedad civil no tiene mayor objetivo que el de blindar el modelo de apropiación privada de la riqueza y ponerlo a salvo de la voluntad colectiva de las mayorías. Incluso el marxismo clásico cayó en la trampa de separar estos dos campos entre estructura económica y superestructura jurídica e ideológica, aunque con la salvedad, hay que decirlo, de colocar en el horizonte emancipatorio una futura reabsorción del Estado por la sociedad.
Un Estado más amplio en una sociedad más democrática
Hoy sabemos que ni la sociedad civil es una realidad natural ni el Estado es una superestructura de dominación ideológicamente construida para dotar de legitimidad las “naturales” leyes de la acumulación de capital. Estado es, según Gramsci, sociedad política más sociedad civil, coerción y hegemonía, síntesis de un bloque histórico, según Poulantzas, una condensación material de relaciones de fuerzas sociales. Diferentes formas de decir que Estado y sociedad civil, en tanto esfera de la economía, no solo no son entes exteriores entre sí, sino que no cesan de producirse mutuamente en unos inestables equilibrios producto de la lucha por la hegemonía de los agentes sociales.
«El Estado no es un universal, no es en sí mismo una fuente de poder. El Estado no es otra cosa que el efecto, el perfil, el recorte móvil de una perpetua estatización o de perpetuas estatizaciones, de transacciones incesantes que modifican, desplazan, transforman, hacen deslizar de manera insidiosa, poco importa, las fuentes de financiamiento, las modalidades de inversión, los centros de decisión, las formas y los tipos de control, las relaciones entre poderes locales, autoridad central, etc. En síntesis, el Estado no tiene entrañas, es bien sabido, no simplemente en cuanto carece de sentimientos, buenos o malos, sino que no las tiene en el sentido que no tiene interior. El Estado no es nada más que el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades múltiples». [5]
La mistificación del Estado como el antihéroe de la historia no hace más que invisibilizar los poderes fácticos que lo conforman, los sentidos que configuran su arquitectura institucional, las fuerzas políticas y económicas que fijan los ámbitos y los límites de su acción o inhibición, las estrategias para conjurar los cambios en la correlación de esas fuerzas, las deslocalizaciones y desplazamientos internos del poder entre sus instancias para garantizar el control del bloque dominante ante reales e imaginarias amenazas populares o populistas. Como diría Poulantzas: “El Estado no es un bloque monolítico sino un campo estratégico” [6]. No es un ente que se impone desde afuera y que solo puede ser transformado por asalto.
«De hecho, las luchas populares atraviesan al Estado de parte a parte y ello no se consigue penetrando desde fuera en una entidad intrínseca. Si las luchas políticas referentes al Estado atraviesan sus aparatos es porque estas luchas están ya inscritas en la trama del Estado, cuya configuración estratégica perfilan. (…) incluso las luchas (y no sólo las de clase) que desbordan al Estado no están, por ello, “fuera del poder” sino inscritas siempre en aparatos de poder que materializan esas luchas y condensan una relación de fuerzas (las fábricas-empresas, en cierta medida la familia, etc.). En virtud del encadenamiento complejo del Estado con el conjunto de los dispositivos del poder, esas mismas luchas tienen siempre efectos, esta vez “a distancia”, en el Estado». [7]
El Estado que debemos construir es aquel que permita una “condensación institucional” de las fuerzas de la cooperación, la solidaridad y la gestión de lo común en contraposición al Estado del crecimiento económico como dogma y la promoción de la competencia empresarial. Como afirma Pisarello, “no estamos hablando solo de un regreso a lo público estatal, sino de fórmulas de titularidad y gestión muy diversas, que permitan asegurar con eficacia la alimentación de proximidad, la suficiencia energética o la soberanía tecnológica: desde nuevas empresas públicas regionales o municipales, hasta iniciativas económicas público-cooperativas o público-comunitarias”. [8]
Estamos hablando de la institucionalización en el Estado de una economía que priorice las actividades productivas sobre la especulación financiera y ponga en primer orden los cuidados y la sostenibilidad de una vida digna para todos.
No estamos hablando de una conquista del Estado por las fuerzas progresistas o el acceso al gobierno de partidos de izquierda, al menos no solo eso, sino de lograr una articulación de fuerzas sociales y políticas que logren sustraer a las sacrosantas lógicas del mercado aquellas actividades que son condiciones para una existencia digna: vivienda, salud, alimentación, educación, clima, agua, energía, comunicación, transporte urbano, cuidado de los mayores.
Hablamos de la construcción y articulación de formas alternativas de producción económica, de organización y ejercicio del poder político. Hablamos de plataformas ciudadanas que motoricen demandas por la universalización de servicios públicos esenciales y promuevan su cogestión con el Estado. Hablamos de iniciativas políticas por la ampliación de derechos, hablamos de identidades feministas y ecologistas, hablamos de consejos comunales, obreros y campesinos, hablamos de comunas, de empresas cooperativas, de comités de salud, de transporte o de energía, hablamos de medios de comunicación plurales y colectivos.
Hablamos de “reunir de una forma diferente posibilidades políticas ya existentes pero asiladas y separadas hasta este momento” [9]. Hablamos de un Estado social que se configure como un entramado expansivo en el que coexistan formas representativas junto a innovadores modos de ejercicio no delegativo del poder por parte de las grandes mayorías. Hablamos, en definitiva, de democracia participativa.
Venezuela, tan lejos y tan cerca
Democracia participativa, ese concepto del que los venezolanos podemos decir que hemos estado tan lejos y tan cerca, es la clave para una superación solidaria y colectiva de la deriva catastrófica del capitalismo.
Si, al igual que Gramsci, asumimos que el Estado no es solamente el aparato burocrático sino también el conjunto de instituciones de la sociedad que establecen las mediaciones y sustentan la legitimidad de una particular forma de relación entre gobernantes y gobernados, podremos ser capaces de entender la necesidad de conformar nuevas y novedosas formas de participación política en los asuntos públicos. Nuevas formas de estatalidad en la que las comunidades, las clases trabajadoras, las identidades sociales devienen Estado expandiendo y transformando el campo y modos de acción de las políticas públicas.
Pero esta posibilidad no será posible de manera desarticulada y fragmentada, no será a través de luchas y demandas particulares desconectadas, sino mediante un proceso de generación de consensos entre distintos grupos subordinados que se plasme en la emergencia de una nueva voluntad popular, nacional y supranacional. Organización democrática, articulación y programa común se vuelven entonces una tarea impostergable.
En nuestro país ya vivimos una etapa en la que todo esto fue posible, fortalecidos por el espíritu constituyente de 1998, los venezolanos asistimos durante la primera década de este siglo a la incorporación, de hecho y de derecho, de múltiples formas organizativas a las tareas del Estado.
El incremento en la capacidad de agencia social de las organizaciones populares fue el sustrato que permitió una significativa reducción de las desigualdades sociales y una ambiciosa ampliación de derechos políticos, económicos y culturales. Al menos esto fue así hasta la primera gran derrota del chavismo en 2007.
Las causas de la derrota del proyecto de Reforma Constitucional no han sido aún suficientemente estudiadas y la incapacidad de los sectores revolucionarios en hacer un riguroso balance autocrítico sigue siendo una deuda pendiente. Lo que si parece claro es que la incorporación, a partir de 2006, del concepto socialismo del siglo XXI introdujo en el debate sobre el ejercicio del poder algunos elementos ajenos al proceso de incorporación progresiva de las fuerzas populares al Estado contempladas en el espíritu de la Constitución bolivariana.
Muy a menudo sucede que el peso de las sedimentaciones de algunos conceptos logra imponerse y cargar de viejos sentidos algo pretendidamente novedosos. En vez de dotar de nuevas significaciones al socialismo incorporando las prácticas y experiencias vividas en los años anteriores, el proceso democrático venezolano terminó inversamente asumiendo algunos de los agotados esquemas del socialismo real.
A partir de aquí, cambian los modos de relación entre sujeto popular y Estado, cambia la estética y se transforman los lenguajes que habían contribuido a la subjetivación política de las mayorías populares. Se burocratiza el espacio de la acción política a través de la pretensión unificadora de una estructura partidaria: el PSUV, y se concentra el núcleo del proceso transformador en las estructuras estatales y partidistas más que en las emergentes instancias populares.
El sujeto del cambio muta y se instaura algo parecido a lo que Foucault ha denominado “gubernamentalidad de partido”. La burocracia –según Gramsci, la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosa– acabará convertida en oficialismo y dará lugar a la trampa de lo que Iturriza denomina “polarización de las dos minorías” [10]: oposición y oficialismo serán las dos caras de un mismo vaciamiento del horizonte transformador y darán paso a un “hastío” de la política en los sectores populares.
En los últimos años, el repliegue del Estado sobre sí mismo y la conformación de una clase dirigente “guardiana” del legado de Chávez, han colocado a las fuerzas populares en posición de subalternidad respecto a las políticas del Gobierno.
Sin protagonismo popular y con una drástica arremetida de las fuerzas de la derecha más fascista mediante la imposición unilateral de sanciones económicas, la capacidad de maniobra del Estado para hacer frente a la múltiple crisis económica, política, alimentaria y de servicios ha terminado por erosionarse.
Esto ha significado en la práctica el avance de las posiciones más conservadoras dentro del bloque en el Gobierno: privatización de empresas y servicios públicos, desconocimiento de derechos laborales, represión de los sectores comunales y campesinos, estigmatización de la crítica y el disenso.
A finales de 2019, la tendencia general apuntaba a una mayor “liberalización” de la economía, una aceleración de los procesos de privatización de activos públicos, una radicalización de la situación de empate catastrófico en el ámbito político y una mayor precarización de la vida y los derechos básicos para la mayoría de la población.
En este contexto, la llegada del coronavirus no ha hecho sino agregar una gota más a un vaso a punto de derramarse. Ante la crisis epidemiológica, la respuesta gubernamental ha sido la más inteligente y adecuada: restringir al máximo la movilidad, apagar la economía no esencial, reforzar la infraestructura y servicios sanitarios públicos y hacer uso de información confiable e inmediata mediante nuestra particular modalidad de Big Data, el sistema Patria. El mantenimiento de una curva aplanada en el número de contagios es la mejor demostración de su acierto.
Pero, ¿qué sucederá una vez conseguido el control nacional de la pandemia? Mientras en todo el planeta Gobiernos, instituciones, laboratorios de ideas, filósofos, economistas e intelectuales variopintos mantienen un pulso por anticipar e influir sobre el mundo que emergerá tras la cuarentena global, en Venezuela parecemos atados a una estéril confrontación que no aporta soluciones a los urgentes problemas que debemos solucionar.
¿Es esa la “normalidad” a la que queremos regresar? Evidentemente, no. Por ello, más allá de la disputa entre las dos minorías por quién echa mano a la bodega nacional, lo que corresponde es pensar cuáles son los esfuerzos, las líneas de desarrollo, las transformaciones estructurales del Estado y la economía que habría que acometer colectivamente para superar la crisis.
Invertir la tendencia
Si, como todo parece apuntar, se consolida un retorno del papel del Estado en la economía, las políticas del Gobierno venezolano de laissez faire, laissez passer irán a contracorriente de las tendencias mundiales. En el contexto de un más que probable declive de la globalización, un resurgimiento del soberanismo y el proteccionismo, un acortamiento de las cadenas internacionales de suministros, la repatriación por parte de algunos países de sectores económicos y la conformación de stocks estratégicos en áreas como la salud, la energía o la seguridad [11], sería contradictorio que en Venezuela se plantee la cesión del control soberano sobre la industria petrolera, gasífera, hidrológica, energética o de telecomunicaciones.
La propensión a externalizar la gestión de recursos públicos en capitales privados debe revertirse. Eso no implica regresar a un modelo de gestión pública que ha demostrado su ineficacia y que, en gran medida es causa del deterioro de las empresas nacionales. Al respecto, se hace hoy más necesaria que nunca una descarnada y abierta crítica de la economía política del rentismo, es decir, un develamiento de los mecanismos mediante los cuales se ha producido desde hace ya cien años la corrupción, la patrimonialización de las estructuras estatales y el traspaso a manos privadas de la renta nacional.
El fortalecimiento de viejas oligarquías y la creación de burguesías emergentes mediante la captura de la renta del Estado ha sido una constante de nuestro específico desarrollo como país. Por ello, es menester también realizar un balance objetivo de los avances y retrocesos de estos últimos veinte años de revolución en los ámbitos económico, social y de cultura democrática. Se hace perentorio, además, revertir la tendencia a la captura burocrática del Estado y la exclusión de la participación popular en la gestión pública.
Dentro de la Constitución, todo.
Algunos dirán que fortalecer lo público en Venezuela es hoy una propuesta inviable. El desmantelamiento de nuestra industria petrolera, el bloqueo norteamericano, la drástica contracción del aparato económico y las erráticas políticas fiscales y monetarias han dejado al Estado venezolano con las arcas vacías.
Esta situación ha permitido lo que parecía impensable, una mayor similitud de criterios entre el Gobierno y la oposición radical en el ámbito de la implementación de medidas económicas de ajuste. Sea cual sea el desenlace de la confrontación entre viejas oligarquías y burguesías emergentes, entre capitales chinos y rusos o norteamericanos, no implica ninguna diferencia en lo que respecta a una recuperación de las condiciones de vida de la mayoría de los venezolanos y venezolanas.
Eso solo será posible mediante un ejercicio de poder directo por parte de los sectores populares y la “puesta en común de recursos, de tiempo, de medios diversos, ya sean materiales o inmateriales; es decir, de una puesta en común de medios destinados a satisfacer necesidades fundamentales a través del uso colectivo de los recursos.” [12]
La efectiva respuesta sanitaria a la crisis del coronavirus, la reciente recuperación parcial de los procesos de refinación de El Palito, las iniciativas del Ejército Productivo Obrero en el restablecimiento de las capacidades productivas de múltiples empresas públicas y privadas, las experiencias en el ámbito de la producción y distribución alimentaria de algunas emblemáticas comunas, nos muestran algunos caminos para una superación colectiva de la crisis.
Y cuando decimos colectiva estamos incluyendo también la necesaria participación del capital privado. No podemos negar la necesidad de recursos frescos, la reanimación de PDVSA, Corpoelec o CANTV ameritará del concurso de múltiples actores. Lo que sí queda claro es que debe hacerse mediante la conformación de instancias de gestión democrática y garantizando el control social sobre su administración.
El primer paso para echar a andar por ese camino es retomar la letra y el espíritu de nuestra Constitución bolivariana. Una letra que articula los significantes pueblo, historia, soberanía popular, democracia participativa y protagónica, organización, Estado social de derecho y de justicia, proyecto nacional en una sola cadena de equivalencias. Un espíritu que reafirma que solo mediante el ejercicio del poder popular es posible construir:
«… una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para esta y las futuras generaciones». [13]
Bibliografía y referencias:
[1] Weber, M.: La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
[2] Martín-Barbero, J. (2010): De los medios a las mediaciones. Anthropos Editorial. México. p. 5
[3] Foucault, M. (2007): Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Fondo de Cultura Económica. México. p. 333
[4] Foucault, M.(2007): Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Fondo de Cultura Económica. México p. 336
[5] Foucault, M.(2007): Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Fondo de Cultura Económica. México p. 96
[6] Poulantzas, N. (1979): Estado, poder y socialismo. Siglo XXI Editores. México. p. 167
[7] Poulantzas, N. (1979): Estado, poder y socialismo. Siglo XXI Editores. México. p. 170
[8] Pisarello, G. (2020): El mundo que resultará de todo esto. En: https://ctxt.es/es/20200401/Firmas/31866/coronavirus-crisis-retos-pandemia-mundo-consecuencias-capitalismo-gerardo-pisarello.htm
[9] Harvey, D. citado en Mazzeo, M. (2020): Poder real, poder popular. La comunidad auto(organizada). En: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2020/04/12/poder-real-poder-popular-la-comunidad-autoorganizada/
[10] Iturriza, R. (2016): El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. Caracas
[11] Tertrais, B. (2020): L’année du Rat. Conséquencesstratégiques de la crise du coronavirus. https://www.frstrategie.org/publications/notes/annee-rat-consequences-strategiques-crise-coronavirus-2020
[12] Cingolani P. Y Fjeld, A. (2019): “La institución de lo común: ¿un principio revolucionario para el siglo XXI?” Entrevista a Pierre Dardot y Christian Laval. En Revista de Estudios Sociales Nº 70, Bogotá, Oct./Dic. 2019. Recuperado en: https://revistas.uniandes.edu.co/doi/10.7440/res70.2019.06
[13] Constitución de la República Bolivariana de Venezuela: Preámbulo. (2000)