—Vente –dijo, leí sus labios detrás del parabrisas.
Miré a los lados. Dudé. Ella pensó que no la tomaba en serio. Del asiento de atrás bajaron el vidrio y salió una voz afanosa.
—Te vienes o se va sola.
Volví a mirar para asegurarme que no era conmigo.
Dudar tuvo la respuesta de los esteroides en el cuerpo de un fisiculturista frente al espejo: ensanchó la posibilidad y agrandó las expectativas. ¿Cómo y sin mediar palabra consigues parecer inesperadamente un tipo interesante?, solo había una manera. El gordo Ramón pasó la noche bailando, secándose el sudor y preguntando dónde me había ido.
Lo del Mandarín se canceló cuando salí para evitar la cola del baño, en eso el tres de Estacio y la trompeta del Chino Hung anunciaron: “Son los rumberos que con el Team Malin aparecieron”. La salsa y el jazz se fusionaban en este trabuco con los primeros acordes, la única forma de no sucumbir a la ruñidera era que una rubia californiana de labios salmón te sacara de allí para llevarte con ella.
—Me llamo Denise, no tienes que hablar, los perros no lo hacen, igual los amo.
Buscó debajo del asiento el porta-CD, pidió la bolsa, le subió el volumen a lo que parecía un jungle jamaiquino, metió primera, metió un pase, arrancamos sin saber exactamente a dónde.
—Hay una fiesta y tú nos vas acompañar. ¡Ya vas a ver lo que es una rumba de verdad! –dijo la chama del asiento de atrás.
El tono mercurio del oeste de Caracas después del elevado de Maripérez es otro, las luces de la Libertador son las de una pista de motos que compiten embistiendo los carros hasta llegar al mural de Ravelo donde termina la carrera y empieza el municipio Chacao. Como una lebrel afgana al volante, Denise recreaba el comercial de un champú liso extremo batiendo su blonda cabellera con el aire del ventilador. Al tomar la Francisco de Miranda hay una valla de cereal que dice: “Despierta el tigre que hay en ti”.
—¿Por qué no es todo como en Chacao?
Obviando los datos socioeconómicos del municipio más caro por metro cuadrado de Suramérica, chaparra, trigueña, nariz y tetas operadas, la chama del asiento de atrás hablaba por el celular. La fiesta al parecer quedaba en el coñísimo de la madre.
—¿Tú conoces a Carlos Borlo? –preguntó la rubia para hacer un mapa relacional.
—No –asomé al vengador del barrio.
El Team Malin había rearmado el circuito de la rumba en medio de las tensiones políticas convirtiendo algunos restaurantes chinos en auténticos templos para la salsa, pero cualquier oferta cultural que estuviera más allá de Chacaíto representaba un deporte de alto riesgo. El barrio para ellas es una anomalía del paisaje, la otra cara de la ciudad, que no la corrige el maquillaje.
Denise se apoyó en la conversación de Sarah para hablar de la zona de confort, esta vez la idea de salir de allí fue suya. Conoció a Borlo en Los Ángeles cuando vivió en la incubadora, un experimento social con fachada de residencia artística creado y financiado por un gringo demócrata, filántropo y millonario, el gran hermano permisivo que les vigilaba las 24 horas.
Del sifrinaje cubano-mayamero, Borlo era de los especímenes más raros: artista del cómic, promotor de las nuevas tradiciones de la cultura electrónica y heredero legítimo del anticomunismo. Vivía en el predio Daktari, donde se hicieron las primeras raves del cambio de siglo. Su nombre verdadero es Carlos Alonso, pero lo conocían por el personaje de sus historietas, un arlequín despreciable, su alter ego.
El sentimiento anti-Bush que se expandió después del 11 de septiembre con la promulgación de la Ley Patriota, mientras en el país se cocinaba un golpe de Estado empresarial y mediático, fue interpretado por los cosmopolitas liberales bajo la premisa: “Todos los nacionalismos son iguales”; a Denise le servía para homologar a Chávez con Hussein o con el mismo Bush.
Prendí un cigarrillo y dije:
—Si todos los nacionalismos son iguales, ningún nacionalismo es igual.
—Whats? –dijo Sarah, la chama del asiento de atrás.
Hasta ahora me había expresado en monosílabos, el lenguaje corporal completó algunas frases. Disimular la sorpresa me dio el dote de quien sabe esperar el momento de hablar. Para Denise regresar a la zona de confort con un perfect stranger era tarea cumplida. Nadie estaba dispuesto al mínimo rigor, y menos al mínimo rigor de la lógica –incluyéndome–. Presentí en cuenta regresiva el enunciado que faltaba.
—Soy apolítica –advirtió, mientras llamaba para avisar que estábamos cerca.
Con esto se abría la salida de emergencia para liberar sin cuestionamientos ni fricciones a quien reconoce a tiempo el dulce sabor de las fresas salvajes. La seguridad no son las luces de las patrullas al final de la avenida, es una percepción, un pensamiento irracional que nos hacemos de los demás.
Llegamos al Naturista, una cervecería cerca de la plaza Francia, el sitio habitual del predespacho (la habladera de paja antes de la hora fuerte de la rumba). Invité unas birras mientras esperamos al pana de Sarah para seguirlo hacia las montañas de Gavilán. El safari que prometía 48 horas de electrónica empezaba a sonar a un suplicio, el guaguancó pasoneado del Team Malin a la nostalgia.
La madrugada sin prescripción doblaba los pliegues de un récipe morado y ya era tarde para arrepentirse.
Entre el monte, lejos del plenilunio artificial de Caracas, el puki puki del drum and bass se escucha mucho más tribal, su influencia afroamericana es la razón por la que, inevitablemente, nos pone a mover las patas. Al bajarnos del carro caminamos hacia la casa grande, un chalet de tres pisos con fachada de piedras y columnas de madera, los DJ y la gente se habían instalado alrededor de la piscina, algunos animales entre ellos un par de cunaguaros permanecían en cautiverio.
Borlo era el extremo opuesto de Robert, su padre, un tipo extravagante, coleccionista de animales que vestía con hawaiana y fumaba habanos, el estereotipo clásico del marielito lomo plateado con aspiraciones a Tony Montana o a agente de la CIA.
Parte del agasajo estuvo guardado discretamente dentro del escote de Denise: tres Hofmann –uno para cada uno– pedalearon entre sus tetas hasta llegar a Daktari. El encuentro de su lengua con la mía en un intercambio de saliva y LSD sucedió solo en la imaginación. Hasta ahora era el resultado de un registro etnográfico por el oeste de la ciudad, producto de la necesidad de enseñarme, según ellas, lo que era una “verdadera” rumba.
Enajenado al flujo continuo del vitalismo y las drogas de diseño, bailé por más de 12 horas. El recuerdo difuso de María Conchita Alonso en traje de baño, posando con Robin Williams, vestida de gitana, abrazando a un gran gato, estuvo latente como una alucinación, pero no lo fue, la reina del animal print –o primera finalista– convertida en un ícono del mal gusto y la decadencia, se multiplicó en los retratos sobre las paredes cuando desperté en el sofá de la casa. Borlo era su sobrino problemático y Robert el hermano gay del que nadie sospecharía. Tres años más tarde, por otras razones, Daktari sería noticia.
Viajar en los textos de Vázquez no es nada mas que viajar por las curvas de un destino vivido por otro, es ser rendija por donde se observa un recuerdo que aún no sucede pero que en pleno desarrollo se muestra ante nosotros.
Gracias El Bovila por tu comentario.