El júbilo de los aldeanos era ahora distinto al de sus hábitos. No había música como en las fiestas patronales. La iglesia permanecía cerrada y la aguja de su campanario abría una brecha negra en el aplomado cielo. En la Jefatura se veía brillar la luz rojiza sobre las siluetas graves de Casiano y el hombre de la blusa. Pero el pueblo se agitaba. Los que acompañaron a la comitiva, cargando sus extraños aparatos, reunían un mitin en la plaza y mostraban a todos unos discos de oro, pesados y relucientes:
—¡Oh! –saboreaban con las pupilas encendidas–. Son nuevecitas.
—¡Oh! Y ese pájaro que tienen, ¿qué será?
—Un zamuro…
—Parece una lechuza…
Pero, ni zamuro ni lechuza. Era un águila.
Ramón Díaz Sánchez. Mene
1
Una pequeña escena ha rondado en mi cabeza durante la preparación de este pequeño texto [1]: el encuentro, en las periferias del campo petrolero, de Carmen Rosa y Elena, de Clímaco Guevara y Víctor Novoa. La escena me lleva a transitar la virtualidad de sus diálogos, de las experiencias y cotidianidades compartidas, de las tensiones y resoluciones de su encuentro. Esta escena es, también, una excusa imaginaria para pensar la potencialidad de un encuentro entre Gerardo de la Torre y Miguel Otero Silva: ambos escritores y comunistas que, a pesar de sus diferencias vitales, hicieron, tanto en Oficina Nro. 1 como en Hijos del Águila, un esfuerzo por retratar las derivas de las economías petroleras en las vidas de los habitantes de sus respectivos países.
Oficina Nro. 1, publicada en 1961. Hijos del Águila, publicada en 1989. Separadas por casi tres décadas, en ambas novelas resuena la palabra “petróleo”. Al ritmo de taladros y balancines, decir “petróleo” es referirse a una intermitencia, a un ruido que prolifera y que describe una conflictividad identitaria movilizada en la alternancia de lo hegemónico y lo subalterno. Si se quiere, decir “petróleo” es referirnos a una cuestión política, a un destino inusual para la forma literaria. Más allá de los decretos, consignas, panfletos, crónicas y artículos de prensa, se han producido, en el contexto latinoamericano, un conjunto de narrativas y novelas donde el petróleo cobra una especie de consciencia autonómica más allá de los derroteros apocalípticos o utópicos a los que apuntan. Si hoy nombramos Oficina Nro. 1 e Hijos del Águila es para establecer una marca temporal que nos permita conmemorar el 85 aniversario de la nacionalización petrolera en México, pero hay muchas más. Por ejemplo, La rosa blanca de Bruno Traven, de 1929, o Mene [2] de Ramón Díaz Sánchez, de 1936, por citar solo algunas de la larga constelación que habita naciones como Ecuador, Venezuela, Colombia y México. [3]
Ciertamente, esta mínima puesta de un estado del arte alrededor de la forma literaria ligada al petróleo, podría llevarnos, junto con Julia Elena Rial (2017), a afirmar la existencia de una “petronarrativa” que, según palabras de la autora:
… es un llamado a pensar la diversidad cultural desarrollada alrededor del petróleo, que colinda entre lo real y lo hipotético de una particular literatura, en países con un subsuelo privilegiado, sobre el cual deben aprender a vivir. Un mundo petrolero se recompone a cada instante y, a pesar de tener comunicación con los demás mundos, obedece a sus propias reglas [4].
p. VII, 2017
En lo sucesivo, intentaré elaborar una lectura de Oficina Nro. 1 e Hijos del Águila que nos permita observar ese conjunto de reglas particulares de cada mundo petrolero, pero también sus flujos de comunicación. Trataré de hacerlo, en esta ocasión, a través de dos variables. La primera, vendría a ser una especie de alegoría de la violencia como un factor decisivo en la configuración del mundo petrolero. La segunda, una temporalidad histórica y espectral que se juega en el éxtasis temporal del pasado-presente-futuro.
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Así como en el génesis bíblico, en el petróleo –y en la forma como históricamente hemos pensado en retrospectiva su historia y las expresiones literarias que los contienen– la violencia vendría a aparecer como un factor decisivo que, a su vez, describe un mito fundacional. Una violencia que, como nos recuerda Walter Benjamin, “ejerce un derecho que posee para subvertir el ordenamiento jurídico” (2001, p. 113). Así como la historia bíblica de Caín y Abel describe el tránsito entre el mundo nómada (del pastoreo) y el mundo sedentario (agrícola), mediado por la violencia fratricida, para las obras que nos ocupan, esta alegoría va a funcionar en distintos niveles, aun cuando en Hijos del Águila, la relación entre Alfredo y Víctor Nova pueda recordarnos la literalidad del texto bíblico. Para ser breves, diremos que en Oficina Nro. 1, la alegoría funciona como la descripción del tránsito del mundo agrícola al mundo petrolero. Un tránsito que comienza en su novela anterior, Casas muertas, cuando describe las desventuras de un llano desolado y de un pueblo particular: Ortiz. Un pueblo en donde un estudiante regordete de grandes anteojos y preso por la dictadura gomecista llega a exclamar:
―¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.
1979, p. 83-84.
Y el de sincero rostro redondo:
―¿Y las casas? Más duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.
Y un mulato corpulento, estudiante de medicina:
―Una horda de anófeles. El paludismo la destruyó.
Y el de la nariz respingada y ojos burlones:
―¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.
Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:
―La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.
El diálogo que acabamos de citar sirve para ilustrar una espectralidad que hace tambalear el presente y cuyo desenlace obliga a Carmen Rosa a migrar hacia el oriente del país e instalarse en las inmediaciones de un incipiente campo petrolero donde las interacciones sociales entre prostitutas, comerciantes, trabajadores petroleros, directivos y sindicalistas dan origen a una pequeña ciudad que bien podría ser el Minatitlán de los Hijos del Águila. Sin embargo, en esta última la alegoría funciona, como dijimos, en otro nivel. La tensión permanente entre Alfredo y Víctor Novoa, la violencia a veces pasiva y otras activa que media la relación de hermandad, en particular en el personaje femenino de Elena, viene a representar la estabilización de cierta “consciencia petrolera”, en el sentido de la transición que se produce entre el mundo petrolero y las distintas escalas y estaciones de la vida urbana, que se configuran a partir de la circulación de los flujos del capital. Alfredo, que desea abandonar el pueblo petrolero y melancólico para vivir una vida urbana, con viajes a Europa y sustentada en la actividad comercial, y un Víctor militante, a la espera y en función organizativa de una huelga petrolera convocada por el sindicato nacional.
―Me voy, hermanito. Ahora sí me largo de este pueblo mugroso.
P. 76.
Un cortés intercambio de preguntas y respuestas ubicó a Víctor en la certeza de lo que hacía tiempo se cocinaba y era ya predecible. Le habían ofrecido a su hermano la distribución de cerveza en la región de los Tuxtlas y se iba a radicar en San Andrés.
―Pero no vamos a distanciarnos, hermanito, no tengo más familia que tú, yo voy a venir a verte, voy a escribirte seguido y tú tienes que darte un tiempo para visitarme.
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En ambas novelas hay, también, cierta organización del pesimismo en el que la espectralidad, tal y como la define Jameson, viene a jugar un papel importante:
La espectralidad no implica la convicción de que los fantasmas existan ni de que el pasado (y quizá tampoco el futuro que ofrecen profetizar) tenga todavía mucha vida y esté operando dentro del presente vivo: lo único que dice la espectralidad, si es que cabe pensar que habla, es que el presente vivo no es ni mucho menos tan autosuficiente como pretende; que más nos valdría no confiar en su densidad y solidez, las cuales, bajo circunstancias excepcionales, podrían traicionarnos.
Jameson en Lewis, 2002, p. 165.
Tanto en Oficina Nro. 1 como en Hijos del Águila, esta temporalidad histórica marcada por la espectralidad se va a jugar, en distintos niveles, en la figura del sindicato. En la primera, la muerte de Gómez reactiva las esperanzas de ciertos procesos de democratización que pasaron, con tensiones y omisiones, por la legalización de los sindicatos. En este sentido, en el transcurso de la novela se pueden observar –en la temporalidad histórica que va desde la caída del gomecismo al ascenso del medinismo– las alternancias de un sistema político en conformación que aún no ha llegado a copar todo el territorio nacional, y donde directivos de empresas y esquiroles vendrían a producir, con resistencias, un ordenamiento social y político del campo petrolero.
La voz de la secretaria se escuchó nuevamente a la media hora, más chillona y crispante a medida que iba avanzando la mañana. Ahora anunciaba la presencia de Guillermito Rada acompañado por el jefe civil. Algún asunto enojoso debía traerlos, algún embrollado problema que Rada no se atrevía a resolver por su cuenta y riesgo no obstante la autoridad que la Compañía le había conferido para atender esos menesteres.
1961, p. 210.
[…]
El jefe civil comenzó a hablar sin adelantarse a ocupar la butaca que míster Thompson le ofrecía.
―Se trata del bendito sindicato, míster Thompson. El señor Rada me advirtió que usted no quería oír una palabra de sindicatos, que esa cuestión nada tenía que hacer con su trabajo. Sin embargo, yo me he atrevido a venir a hablar con usted porque la situación se ha puesto grave. Han presentado una solicitud de legalización al comisionado del Trabajo, con sesenta firmas. Y mientras esperan la legalización, han alquilado una casa en el centro del pueblo.
Por su parte, en Hijos del Águila la espectralidad se juega en la expectativa de la huelga, en su suspensión por parte del sindicato nacional, en la humillación que siente Víctor al ver la decepción de sus compañeros, es decir, en el juego del deseo utópico y ese “momento de murmuraciones clandestinas y de bromas furtivas” del que hablara alguna vez José Carlos Mariátegui (en Bensaid, 2001, p. 18). Dos escenas con Lauro Marini sirven para ilustrar este punto:
El tercer día Víctor se levantó muy temprano y se fue a trabajar. Sobre el buró dejó una nota para Alfredo agradeciéndole. Y en el trabajo anduvo todo el día hosco, callado, rehuyendo a la conversación, diciéndole a don Lauro que no le pasaba nada, que se sentía debilucho por la enfermedad pero que al día siguiente se hallaría completamente repuesto. Casi al final de la jornada Lauro Marini le dijo que todavía no nacía chamaco que le tomara el pelo, ya sé que andas agorzomado por el aplazamiento de la huelga, pero tienes que aprender que si alguien de veras es luchador, más tiene que luchar cuando todo parece perdido.
[…]
Al primer frentazo buscaste consuelo en la parranda y olvido en el trago. Luego encontraste mujer y viste todo de colores, bonito. Pero déjame decirte que cambió el bálsamo, pero allí seguía la enfermedad. La parranda y la mujer, cada una en su momento, te aliviaron el dolor, pero la espina sigue allí clavada. Tu sindicato nacional sigue vivo, muchacho cabrón. Ya se vendrá la huelga más tarde o más temprano. Y no vayas a darle la razón a los que dicen, aquí y ahora, que hay que descomprometerse. Todos somos petroleros, muchacho, y nos la tenemos que jugar juntos.
P. 69 y p. 94
Como observamos, la posibilidad de la catástrofe no deja de estar presente y se produce en simultaneidad con el deseo utópico. Sin embargo, en Oficina Nro. 1 entra en juego la resignación, mientras en Hijos del Águila, por su contexto histórico, se juega en la posibilidad de la utopía. En la primera, el accidente que deja en silla de ruedas a Clímaco Guevara reconstruye la imagen de un sindicalismo con discapacidad que, aunque no pierde su vitalidad, queda preso de los contrapunteos característicos de los populismos de la primera mitad del siglo XX. Al mismo tiempo que Carmen Rosa ve imposibilitada la relación amorosa con Matías Carvajal, el militante condenado a habitar, por orden del Gobierno posgomecista, en la naciente ciudad petrolera y que, más tarde, con el ascenso del nuevo Gobierno, regresará a Caracas para ejercer de nuevo su militancia. En Hijos del Águila, en cambio, la violencia fratricida entre Alfredo y Víctor, por el hijo que Elena lleva en su vientre, genera en Víctor una especie de nostalgia de futuro que se despliega tanto en la espera por el regreso de una Elena abusada físicamente como por la resolución del laudo entre el ´Gobierno y las empresas petroleras. Dos momentos que, en cierta medida, describen un acontecimiento mesiánico y nos hace preguntarnos, en la conjunción del nacimiento y nacionalización, cuál generación será en realidad los Hijos del Águila.
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Si bien nuestra lectura podría abordar otras características textuales relacionadas a la forma de presentación de los poderes y sus tropos, por ejemplo, o bien a esa formalidad siempre transitoria de lo específicamente literario, creo que lo expuesto hasta acá nos permite caracterizar las formas a través de las cuales el “petróleo” se constituye como un código narrativo con polivalencia simbólica que describe continuidades y rupturas en los ensamblajes sociales de eso que, aún hoy, podríamos llamar identidad latinoamericana.
En este sentido, la reedición de Hijos del Águila, realizada por el FCE en 2020, abre un compás para realizar una lectura en retrospectiva que ponga en tensión las narrativas siempre fijas y canónicas que describen los hechos históricos. Si en el año 1989, cuando fue editada por primera vez, esta se separa de la denuncia y el discurso demagógico para relatar los infortunios, las luchas, las pasiones y el particular modo que tienen los obreros de ver la vida cuando están inmersos en el desarrollo industrial, su publicación 34 años más tarde bien podría leerse como una forma de intromisión de lo literario en la estabilidad del relato histórico, para criticarlo y recordarnos, con Lauro Marini que: “si alguien de veras es luchador, más tiene que luchar cuando todo parece perdido”.
Notas al pie:
[1] Una primera versión de este texto fue leída el martes 21 de marzo de 2023 en la presentación de la novela Hijos del Águila en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg).
[2] Alguien podría preguntar por qué Oficina Nro. 1 y no Mene para generar el diálogo con la novela de Gerardo de la Torre. A diferencia de Oficina…, la novela de Ramón Díaz Sánchez retrata un período particular de la historia del petróleo en Venezuela: sus inicios y temprana consolidación en el occidente del país. Lamentablemente, al momento de preparar este texto, no hemos podido encontrar un ejemplar de Casandra, novela del mismo autor, que continúa la descripción del mundo petrolero venezolano en los años posteriores a la muerte del dictador Juan Vicente Gómez.
[3] Ciertamente, en estas producciones literarias se pone en juego eso que Fredric Jameson definió como las variedades de lo utópico. Es decir, la continua tensión entre la forma utópica y el deseo utópico. En este sentido, y esta es una clasificación ad hoc, podríamos agrupar las novelas del petróleo en: 1) aquellas donde el petróleo es envuelto por las ideas de modernidad y desarrollo (con sus conflictos y tensiones); 2) aquellas que se introducen en el mundo social para desplegar cierta perspectiva ética en defensa de los sectores subalternos; y 3) la transformación del mito en caos a través de las descripciones de los entramados de corrupción sindical y ejecutiva, por ejemplo. Es probable que Hijos del Águila dialogue y responda a novelas como La cabeza de la hidra de Carlos Fuentes (1978) y Morir en el Golfo de Héctor Aguilar Camín (1987).
[4] Para el caso venezolano, y leída fuera de contexto, el “petróleo” en la “diversidad cultural” de la que nos habla Rial, podría sustituirse, como dijimos, por narco, por mafia, por feminismo, etc. Puesto que habitamos una realidad intercultural (Daniel Mato dixit), la idea de calificar a la literatura por sus temáticas y no por sus formas, nos resulta, al menos, problemática. Problemática en el sentido de lo canónico del “canon” literario. Es decir, si bien, para la novela venezolana podríamos hablar de una persistencia de la violencia, lo “particular literario” del petróleo, que plantea Rial, pareciera no estar. Porque en la propuesta teórica de Rial, decir petróleo es referirse a una modernidad periférica, donde petróleo, maíz, cacao, café, etc., podrían ser intercambiables, en tanto configuran un “código narrativo que propone una polivalencia simbólica, dada por valores otorgados por cada escritor a su discurso” (ídem, p. VIII). Es decir, las reglas propias a las que obedece el mundo petrolero encuentran eco en el mundo de las economías primarizadas y ligadas a procesos de acumulación originaria y/o por desposesión (Marx, Luxemburg, Harvey).