Llueve como si el cielo se estuviese dando la vuelta. Estamos los cuatro en la cama, Rosa Inés en un extremo, yo en el otro y los niños en el centro, Roberto Juan al lado de su madre y Carlos Pedro a mi lado. No hay televisión. Desde hace una semana no hay electricidad. Nos iluminamos con dos velas colocadas sobre las mesitas de noche a ambos lados de la cama. Los niños están tranquilos, sumidos en una ensoñación de ojos abiertos. Les cuento un cuento: Érase una vez un país de cuyo nombre no quisiera acordarme, pero del que me acuerdo muy bien. Ese país se llamaba K. Era un país grandísimo, prácticamente infinito y sin embargo su nombre era del tamaño de una letra. ¿Cómo era posible que un país de tales dimensiones pudiera ser contenido por una miserable letra? No lo sé, pero así era, al menos en lo que se refiere a este país en particular. En contraposición a la letra que identificaba a este país, los apellidos de sus habitantes, que empezaban todos, cómo no, con la letra K, eran invariablemente largos. En este país vivía un famoso científico apellidado Klakovinski. Era un científico cuyo empeño primordial era construir un cohete que colocara al hombre en la Luna, pero que soñaba, en secreto, con hacer el viaje él mismo junto a su familia y su perro, un viejo dogo alemán llamado Klee y tal vez, incluso, quedarse a vivir en ella. No por ello era Klakovinski un hombre que detestara su planeta o renegara de su país, muy por el contrario, era un ferviente patriota dispuesto, si las circunstancias lo ameritaban, a entregar la vida por su país, un defensor a ultranza de la naturaleza, un amante de la cultura, un hombre entre los hombres que siempre ofrecía su mano amiga al prójimo, al que consideraba, sin prejuicios de raza o estrato social, su hermano. Sin embargo los trajines de la vida en una sociedad moderna, como aquella en la que vivía, eran motivo de angustias y preocupaciones que lo alejaban del único objetivo de su existencia: pensar. En suma, que le ponía los nervios de punta vivir en el medio de la vorágine de la gran ciudad industrial y cosmopolita, centro del mundo moderno, que era Klostopov.
Klakovinski se paseaba por el laboratorio que se había construido en el ático del caserón en el que vivía en el bullicioso centro de Klostopov. Se frotaba las manos con frenesí mientras rumiaba misteriosas fórmulas. Sus ojos brillaban, su cuerpo rechoncho vibraba de exaltación. De vez en cuando se llevaba las manos a la cabeza y se masajeaba los cabellos indóciles que parecían los destellos arrebatados de un sol muerto. Una iluminación había tenido lugar en su aventajado cerebro. Un descubrimiento, una puerta que se abría y la constatación de un camino que se extendía frente a él, un camino transitable, un camino posible. Mi buen Klee, ¡pensar que la respuesta la tenías tú!, gritaba, y el buen Klee lo seguía meneando la cola y frotando el hocico en la espalda de Klakovinski. ¿Qué era lo que tenía a Klakovinski tan excitado, recorriendo su laboratorio de un lado para el otro, sin detenerse en ninguno, como un loco que avanzara sin rumbo, enajenado, al borde de una crisis epiléptica? Muy sencillo: había descubierto, casi por casualidad, las extraordinarias propiedades de la caca de perro como combustible. Es decir que, prácticamente, se había dado de bruces con la materia prima que produciría el preciado químico que impulsaría su nave espacial en el largo viaje a la Luna. ¡Eureka! Soy un genio. Está mal que lo diga yo, mi querido Klee, pero es la pura verdad. Pero había un problema, un obstáculo nada despreciable. Hizo un cálculo rápido. Se detuvo, se acarició, pensativo, los hirsutos pelos que cubrían su barbilla, el semblante ensombrecido, de pronto, por las largas cifras que iban surgiendo de sus cálculos. Sí. Era un hecho: las cantidades de caca de perro que necesitaría para llevar su nave a la Luna y traerla de vuelta eran extraordinariamente elevadas. No importa, Klee, moveremos cielo y tierra, hablaremos con el mismísimo primer ministro, le haremos ver la importancia de esta cruzada para el bienestar y progreso de la patria, convenceremos a cada ciudadano de nuestro hermoso país, de modo que donen la caca de sus queridas mascotas (siempre y cuando se traten de caca de perro, por supuesto) a la causa suprema del viaje espacial. Después de todo, diez millones de toneladas de caca de perro no son nada comparadas con la grandeza (geográfica y moral) de nuestra nación.
―Papi, ¿caca de perro?
―Sí, por qué no.
Roberto Juan se queda pensativo unos segundos, su carita reverbera según los caprichos de las llamas de las velas.
―Me gusta –dice.
Miro a Carlos Pedro cuya carita reverbera de igual forma, pero cuya expresión era de la de aquel que no entiende muy bien de qué va la cosa, pero que disfruta de igual forma lo que escucha. La cara de Rosa Inés reverberaba sonriente y ese, para mí, es un regalo especialísimo.
―Entonces, ¿puedo continuar?
―Ya va.
―Roberto Juan, deja que tu papá continúe.
―Un momento. A ver. ¿La caca de perro olía mal?
―Si, como cualquier caca de perro.
―¡Aja, entonces, mucha caca de perro olía muuuuy mal!
―Pues sí, pero ya se le ocurrirá algo a Klakovinski para mitigar el olor.
―¿Cómo qué?
―No lo sé, tal vez un perfume, pero no nos adelantemos a los acontecimientos, ¿vale?
―Vale
―¿Puedo continuar?
―Continúa, por favor.
Lo primero que hizo Klakovinski fue citar a su amigo Demetrio Kazankistan a un almuerzo en el Bourgois Kla, un exclusivo restaurante de moda en donde comía la alta burguesía de la ciudad. Kazankistan era un político, militante del Partido Nacional, con buenos contactos en las altas esferas del Gobierno. Si había alguien que pudiera ponerlo en contacto con el primer ministro ese era Demetrio Kazankistan.
―¿Kazankistan no es un país?
―Coño, Rosa Inés.
―Papi dijo “coño”.
Carlos Pedro no cabe de gozo. Roberto Juan no dice nada, parece preocupado. Continúo.
¿Caca de perro? ¡Por Dios Klakovinski!, dijo el estupefacto Kazankistan con su vozarrón curtido en la oratoria de las largas y polémicas sesiones en el parlamento. ¿De dónde vas a sacar diez millones de toneladas de caca de perro?
―Mierda.
―¿Qué?
―Mierda de perro.
―¿Qué vocabulario es ese Roberto Juan?
―Bueno, pero es así como se llama.
―Sí, pero este es un cuento para niños y en los cuentos para niños a la “mierda” se le dice “caca”.
―Dijiste “mierda”, Jordi.
―Coño, Rosa Inés, no te metas.
―Y “coño”, mami.
En ese momento vuelve la luz como un balde de agua fría que, en este caso, me ha salvado de una discusión inocua que parece iba a alargarse demasiado. En un tris me quedo solo en la cama. Carlos Pedro corre a enchufarse al Play, Roberto Juan se estampa contra la pantalla de la computadora y Rosa Inés apaga la luz, se da la vuelta en la cama y empieza a roncar de inmediato.