De las cenizas de la Segunda Guerra Mundial surgieron dos milagros cinematográficos. El neorrealismo italiano y la edad de oro del cine japonés hunden sus raíces en unas naciones arrasadas y humilladas tras haberse sumido en un delirio colectivo de pesadillas expansionistas. Los cineastas afilaron sus cámaras para diseccionar unas heridas aún sangrantes, con una perspectiva inequívocamente política en el caso italiano y una mirada más humanista por parte de los nipones. Nunca el cine fue tan urgente. Al terminar ese periodo de obligada catarsis, ambas filmografías habían parido un buen puñado de obras maestras para la posteridad.
La eclosión japonesa no fue casual. El país siempre tuvo un idilio muy especial con el cine, casi un flechazo a primera vista desde que una cámara construida por los hermanos Lumière llegara al país a finales del siglo XIX. Pocos años después, ya contaba con la industria más sólida de la región. Aún hoy, se mantiene como una de las cinco mayores producciones cinematográficas del mundo. No es de extrañar, por tanto, que el cine fuera uno de los medios de expresión preferidos para analizar un momento histórico especialmente traumático.
De la triada que levantó esa etapa dorada –Kurosawa, Mizoguchi y el propio Ozu–, éste último es, sin duda, el más empático con la tragedia que vivía el pueblo japonés. Frente a la épica de Kurosawa y la precisión de cirujano de Mizoguchi, Ozu es un poeta lírico que se acerca a los dramas cotidianos con una ternura infinita. Cuentos de Tokio no es solo su poema definitivo. También es una de las mejores películas que jamás se hayan filmado.
La cinta narra el viaje de una pareja de ancianos desde una pequeña ciudad rural a la desquiciada urbe capitalina para ver a sus hijos. Es la metáfora de dos mundos antagónicos: el Japón tradicional frente a un nuevo país que se lanza a tumba abierta al desarrollismo. Ozu tiene la capacidad de levantar la vista en medio de esa vorágine modernizadora para preguntarse –y preguntar a sus compatriotas– a qué precio se está llevando a cabo esa vertiginosa reconstrucción: unos hijos constantemente ocupados que no pueden atender a sus padres; los nietos que ya definitivamente han roto con el precepto del respeto a los mayores; la desintegración de la familia como célula nuclear de la sociedad; el arrinconamiento de los viejos; lo económico como medida de todos los intercambios…
Ozu era sensible, pero también demasiado inteligente como para caer en un retrato maniqueo de buenos y malos. En el desencuentro generacional también influye un pasado donde los padres no siempre estuvieron a la altura de las circunstancias; unas expectativas desmesuradas que al no cumplirse generan decepción y hasta resentimiento; el desencanto de ver que los hijos viven en barrios periféricos y no en el lujoso centro de la ciudad…
El talento de Yasujiro Ozu radica en mostrar la convulsión de un cambio estructural desde la serenidad más absoluta. Su apuesta por una cámara fija –los planos son siempre estáticos; la imagen tan solo se mueve en dos ocasiones– es toda una declaración de intenciones. El punto de vista, además, es muy bajo, con la cámara prácticamente a ras de suelo. Durante muchos años se sostuvo que era un ángulo propio de la cinematografía japonesa, para situar la mirada a la altura de unos personajes que se sientan en el suelo y no en sillas. En realidad, era parte del estilo personalísimo de Ozu. Ninguno de sus coetáneos manejaba ese tipo de encuadres.
A partir de esta decisión estética, cada escena está planificada como un cuadro teatral en el que el escenario –preferentemente interiores– aparece vacío para ir llenándose con los protagonistas. Las conversaciones lo son todo. Muchos de los acontecimientos que hacen avanzar la trama no son vistos en la pantalla, sino narrados por los actores. Los planos de los diálogos son enormemente frontales y no siempre se atienen a las reglas de continuidad, como esas poesías donde la rima no importa mucho.
Una vez que se entra en el reto que plantea Ozu, el goce cinematográfico es difícilmente superable. Imposible no emocionarse con ese matrimonio ya anciano que es enviado de casa en casa sin que a ninguno de los hijos les apetezca mucho atenderlo. O con la bondad que derrocha esa nuera, que a pesar de no tener vínculos de sangre es la única que muestra un genuino amor por la pareja. Pero también se entiende a esos hijos que no paran de trabajar, presionados por un sistema que les demanda más y más con el chantaje patriótico de que es necesario para la reconstrucción del país…Aunque está anclada a un contexto histórico muy determinado, Cuentos de Tokio trasciende la coyuntura para convertirse en un clásico atemporal. Los temas que aborda son eternos. Cualquier persona de cualquier época, en cualquier latitud, se siente interpelada por los dilemas a los que se enfrenta la familia Hirayama. Al terminar el visionado queda una extraña sensación de quietud, un tanto incoherente con el torbellino de emociones que se acaba de ver en la pantalla. Tal vez ese era el objetivo de Yasujiro Ozu: no darnos las respuestas, sino evitar que nos sigamos haciendo las mismas preguntas…