Mi carro Chevrolet Spark esquiva los huecos de la avenida Los Dos Caminos de Caracas. La ciudad, desde 2015, es un retrato de lo que fue, con edificios despintados, calles en mal estado, botes de agua y problemas de toda índole. Se me vienen a la mente, como razones, la crisis, la dejadez, la corrupción, el tiempo y el olvido.
En 2012, recuerdo que bajaba por esta calle desde la autopista Cota Mil para trabajar en un canal de noticias. El cerro Ávila, por el que bordea la autopista, me atrapaba por aquel entonces, sin ni siquiera saber que, con sus árboles verdes y su pico, separaba la ciudad del Mar Caribe. Aunque solo una vez viví la experiencia de dormir de noche en una cabaña en las montañas que rodean El Ávila y por la mañana desayunar, en traje de baño, una empanada frita de cazón en la playa de Macuto en La Guaira, después de bajar del cerro en una camioneta doble tracción.
Luego, como todos los caraqueños, normalicé ese giro narrativo que te da la ciudad a la vuelta de la esquina. También naturalicé los edificios lujosos rodeados de casas humildes de ladrillos a la vista y techo de zinc y las guacamayas volando en medio del smog de la autopista Francisco Fajardo. Aprendí igual que la ciudad es un lugar con recovecos. Que cuando parece que has visto todo de repente un sitio te abofetea la cara como si fuese imposible conocerla por completo.
En eso pienso cuando doblo para entrar en una reja negra de una gran casa con la inscripción Hogar San José de las Hermanas de los Ancianos Desamparados. Dos monjas de hábito y barbijo blanco saludan en los escalones de la fachada amarilla del edificio.
¿Cómo nunca vi este hogar cuando pasé por aquí?, me pregunto mientras bajo del carro con Marcelo, que lleva una cámara fotográfica. En silencio sentencio: Caracas es una ciudad de recovecos que nunca conocerás por completo.
—Hola, Sor Carmen, soy Bruno, ¿cómo estás? Él es Marcelo y viene a sacarles unas fotos –nos presento.
—Bien, mucho gusto, ella es Sor Purificadora y se encarga de buscar la comida del hogar. Adelante muchachos, pasen por aquí –replica la diminuta monja luego de presentar a su colega.
Subimos unos escalones dándoles ventaja para mantener la bendita distancia social. Saludamos al portero de mascarilla y pasamos el lobby de la entrada con carteleras informativas. Un patio interno se nos abre con dos pasillos a los costados y una pequeña iglesia enfrente. Sor Carmen espera que las pasemos para entrar a una sala de reuniones, donde hay una mesa grande en el fondo y unos muebles de casa colonial casi en la entrada.
La sala es de otra era con una foto del Rey Felipe VI y la Reina Letizia, cuando eran simples príncipes de España que autografiaban sus fotos. También hay una pintura solemne de la Santa Madre Teresa de Jornet, fundadora de la orden de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados por allá en el año 1873. Su mirada con el hábito negro y sus manos en rezo nos vigilan con un halo celestial cayéndole justo en la frente. Sor Carmen y Sor Purificadora eligen los muebles de casa antigua para conversar sobre el Hogar antes del paseo por sus instalaciones.
—Las Hermanitas buscaron el lugar más alejado de la ciudad para darle tranquilidad a los abuelos y se encontraron con una tierra de caña y mangos. Pero miren cómo está ahora rodeada de casas 67 años después –se lamenta Sor Carmen con sus manos arrugadas cruzadas una sobre la otra.
No puedo evitar pensar si los muebles de madera, la foto de la Santa Madre Teresa de Jornet, el color amarillo patito de la entrada, pertenecen a ese 1954, cuando el Hogar San José fue construido en la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Por aquel entonces la rodeaban casas quintas de familias acaudaladas de Caracas, que brindaban por la noche con champaña y desayunaban con queso gouda de Holanda. Hoy, por el crecimiento desordenado de la ciudad, hay comercios con playas de estacionamiento, urbanizaciones cerradas y un poco más lejos Petare, una de las barriadas más grandes de América Latina con casas de ladrillos a la vista y techos de zinc.
Por el pasillo, una anciana con un caminador saluda con una sonrisa y sigue su rumbo. Sor Carmen y Sor Purificadora cuentan que son de Cuenca, Ecuador y de Boyacá, Colombia. Ambas entraron a la orden a los 18 y 15 años, desde familias con costumbres religiosas. Por ejemplo, Sor Carmen, cuando era una joven común sin deseos celestiales, hasta desobedeció el mandato de su padre opuesto a que sea monja. Todavía recuerda esa tarde de neblina en las montañas de Cuenca, cuando cinco monjas se tomaron un café con él antes de que una le dijera: “si no la deja ser religiosa, luego vendrá su novio y se la llevará. Usted verá. Tampoco crea que estará toda la vida con usted”.
Una adolescente queriéndose escapar para ser monja parece de otra época, como los muebles de casa colonial. Uno quizás porque se acostumbró demasiado a las historias de Romeo y Julieta escapándose de sus casas para vivir intensos romances, o la de los jóvenes que se fugan para salir a bailar. Pero resulta que Carmen, desde los 17 años, preparó su escape con charlas con Sor María, una de sus vecinas en Cuenca integrante de las Hermanas de los Ancianos Desamparados.
—Me contaba que lo que había que hacer era la oración y atender a los ancianos. Todo me parecía fácil como cuando los novios se van a casar y el matrimonio les parece maravilloso –comenta Sor Carmen riéndose con una carcajada contagiosa.
Claro que su matrimonio espiritual fue firmado con las Hermanas de los Ancianos Desamparados, una orden fundada a finales del siglo XIX para atender a los adultos mayores en tiempos de hambruna en España. El Hogar San José, dirigido por Sor Carmen, es uno de los 220 de la orden repartidos en Europa, América Latina, África y Asia. Entre sus lemas hay uno que señala “cuidar los cuerpos para salvar las almas”. Me toca bastante profundo, como el ancianato, por la historia del abuelo Óscar, padre de Sandra Mariela, mi madre, y esposo de Aurelia, mi abuela, Tita para nosotros.
Mi imaginación vuela a la chacra de mi abuelo en las afueras de Trelew en la Patagonia argentina. ¿Es otoño que caen hojas de los árboles? Entre ellas, mi abuelo responde infinitos porqueísmos míos y de mi hermano Darío o ¿para qué vinieron los abuelos del mundo si no es para responder preguntas de sus nietos? Por las circunstancias, sustituye a mi padre Orlando Jorge, desaparecido en nuestra niñez, ya sea por trabajo, atender la muerte de mi otro abuelo Ricardo o irresponsabilidad juvenil por haberme tenido a los veintitantos. Lo miro a mi abuelo, con sus 50 y pico de años, y no dejó de asombrarme de lo mucho que sabe. Y lo mucho que lo extraño entre las hojas amarillas y la picada antes del asado de los domingos con mi tío Osmar.
Lo recuerdo entre las hojas amarillas porque, en una noche de verano, se despidió de mi abuela Aurelia y salió de su casa en la chacra para pegarse un estruendoso disparo. En mi imaginación, escucho los pájaros volando con el disparo y luego el silencio en nosotros, su familia. Como en cada suicidio, uno busca las razones en sus últimas palabras. y en sus quejas. Unos días antes en nuestras vacaciones en Las Grutas, entre helados nocturnos y bruma de mar, daba consejos sobre mujeres y la vida como si oralmente escribiera su epilogo. Mi abuelo Óscar, a los 68 años, se sentía un traste viejo incapaz de afrontar las tareas de la chacra, como abrir zanjas con una pala, carnear ovejas y poner alambrados de púa. De alguna forma se percibía como un peso para la familia.
¿Cuántos adultos mayores sobreviven con la misma angustia existencial de mi abuelo?, me pregunto luego de concluir que para los católicos su alma no tiene salvación, aún si antes cuidaron su cuerpo, como reza el lema de las Hermanas.
“En el servicio y entrega a los más débiles encontrarás tu felicidad”
Hermanas de los Ancianos Desamparados
Los futbolistas entrenan, los universitarios estudian y las hermanas de los ancianos desamparados leen la biblia y cuidan abuelos y abuelas. Sor Carmen y Sor Purificadora estudiaron ocho años para ser monta en el aspirantado y noviciado del Hogar Santa Teresa Jornet de Bogotá. La Congregación las formó en cristología, mareología y atender adultos mayores, entre otras materias. Luego Sor Carmen aprendió a cocinar para más de 100 abuelos cuando otras colegas se lo enseñaron en sus primeras experiencias en los hogares. En la congregación, los saberes en la ciencia de atender ancianos, se pasan de mano en mano como si fuera una carrera de postas con monjas de hábitos blancos y negros en una pista de atletismo.
—Ahora las jóvenes hasta se forman en enfermería –agrega Sor Carmen mientras que con su diminutiva figura avanza por el primer patio de la Congregación, con la iglesia enfrente con una figura de Jesucristo en su entrada.
Se adelanta en un pasillo frente al consultorio del Hogar San José, donde un médico atiende con la puerta abierta a uno de sus pacientes. Detrás suyo, unos estantes con medicamentos, tapados con unas puertas corredizas de vidrio, terminan de darle el tono de un consultorio.
—Viene los lunes, miércoles y viernes, pero también si lo necesitamos por las noches, porque algún abuelito se siente mal o hay una emergencia –señala Sor Carmen con una mano escapándose de la amplitud de su hábito blanco.
—¿Y cómo hacen con los medicamentos? –pregunto
—Muchos de los abuelos tienen familias que se los traen de España, pero para otros son muy costosos. Así que resolvemos con lo que el médico tiene en depósito y adaptamos su recetario a lo que hay, lamentablemente, como sucedió antes con la comida –responde
Sor Carmen hace alusión a los tiempos de mayor de escasez de alimentos en Venezuela, donde sustituyeron el pan con arepas o bollos con lo que quedaba en sus depósitos. O también se organizaron desde 2016, para pasar en carretillas la comida enviada por la Congregación, desde Cúcuta a San Antonio del Táchira en la frontera de los Andes entre Colombia y Venezuela.
—Todavía recuerdo como hacíamos colas en el mercado en Coche cuando nos tocaba comprar alimentos por número de cédula, luego de los saqueos en 2016 –agrega Sor Purificadora quien pasea con nosotros por la residencia de pasillos con sombras y focos de luz.
Tampoco es el único problema del Hogar de las hermanas, porque al quedar sobre una cuesta que desemboca en el Ávila, el suministro de agua, cuando llega y las pocas veces que lo hace, solo les permite que sus tanques estén repletos una vez que los edificios de abajo lo hagan antes. Por esto reciben tres camiones de cisternas, donados por la Alcaldía de Sucre, su policía o las autoridades del Parque del Este, para lavar la ropa de los abuelos, la de cama y hacer la comida, entre otras tantas tareas del hogar de 155 ancianos. También el Hogar tiene un proyecto para recoger el agua de lluvia y evitar que se desperdicie.
—¿Cómo anda señor Roberto? Estos muchachos son Bruno y Marcelo –nos presenta Sor Purificadora con los barbijos puestos y con una prudencial distancia social de varios metros en el patio interno, fuera de uno de los tantos comedores del Hogar.
—Hola muchachos, ¿qué tal todo?, ¿cómo anda todo fuera? –pregunta el señor Roberto luego de peinarse en un espejo que ahora tiene a su espalda.
—Con muchas alcabalas de policías para que no circulen los carros y la gente preocupada por el aumento de los casos –respondo para evitar dar información de más, luego de que Sor Carmen nos comentara que los abuelos están locos por salir a la calle.
Desde el inicio de la cuarentena ni siquiera han podido salir en los paseos permitidos por el gobierno de Nicolás Maduro. “Si entra acá el virus, como pasó en un Hogar en Ecuador, caemos todos”, comenta Sor Purificadora con su cara cubierta por un barbijo que solo deja imaginar su rostro. Acostumbrados a salir por las mañanas y luego del almuerzo, ahora los residentes se entretienen con vídeos musicales de Vicente Fernández en una de las terrazas del Hogar y leyendo libros en la biblioteca. Pero sienten que le han quitado algo tan importante como la libertad de movimiento, igual que unas, digamos, 2.900 millones de personas confinadas en el mundo.
Sor Purificadora camina por el pasillo al lado del comedor de los hombres, donde los abuelos se sientan en mesas con centros de flores. Como en una procesión, se turnan para que las monjas les sirvan el almuerzo con grandes cucharas. Las auxiliares, con uniformes rosas de enfermería, pasan a darles jugo por cada una de las mesas con vidrios y manteles de tela donde se sientan a comer. Los azulejos de la pared amarillo pato, los manteles con forma de rombo y el piso de mármol gris y verde con granitos negros, le dan al comedor un aire de antaño, como si fuera el set de una película de los años 50.
Ella me comenta que, en el patio interno fuera del comedor, son frecuentes las reuniones con música y algún que otro aperitivo para los presentes. Hace años, mariachis tocaban sus guitarras y entonaban canciones para el deleite de los ancianos o sonaba, también, tango cantado por Carlos Gardel. Comenta también que otro habitué en los oídos de los presentes era Sandro. Por un minuto, me imagino la entonación en el aire de “rosa, rosa tan maravillosa como blanca diosa” y los veo bailando en el centro del patio.
Pero rompo el trance cuando seguimos por el pasillo, sin prisa ni pausa, hasta que en el siguiente patio interno aparece con un andar lento otro abuelo.
—¿Cómo anda don José? Para que conozca a los muchachos y les cuente cuando usted era chofer de la sobrina de Gómez –dice Sor Purificadora, con el poco de sombra que en este patio interno deja el rayo solar, refiriéndose a la sobrina del dictador de principios de siglo XX.
José cuenta que desde 1996 vive en el Hogar y que llegó a Caracas a los 12 años. “Trabajé toda mi vida. Es para escribir un libro”, sostiene con los ojos entre abiertos y total fluidez. Pronto recuerda la artritis y artrosis que le hacen sufrir porque no tienen cura. Frunce el ceño y se lamenta, pero trato de darle esperanza con el caso de mi abuela patagónica que aprendió a (con) vivir con la artrosis y detener su avance degenerativo. “Yo apelé a José Gregorio Hernández porque tenía las manos como guantes de boxeo y apenas podía caminar. Ahora puedo caminar de nuevo, aunque me duelen las piernas y sigo pegado a José Gregorio”, afirma sobre el fallecido doctor recién declarado santo por el Papa Francisco.
—¿Y para usted cuáles deben las prioridades en la vida? –pregunto
—Vivir y que sea lo que dios quiera, portarse bien y no andar en la maldad. Yo estoy en la casa de Dios y me ha ido bien. Tengo 90 años, fumo cigarro, bebo aguardiente y bailo pegado. Qué más puedo pedir –contesta riendo.
“La mayor pobreza consiste en carecer hasta de lo que el hombre más necesita: comprensión y cariño”
Hermanas de los Ancianos Desamparados
Del otro lado del pasillo, una pure morena sentada con una andadera a un costado mira con una sonrisa amplia, tan contagiosa como la carcajada de Sor Carmen. Su pollera beige y su camisa colorida le da aspecto de estar a la hora del fresco fuera de su casa en alguna playa del Caribe. Agustina se llama y es oriunda de Barranquilla, ciudad costera de Colombia, a la que extraña con nostalgia. “Tengo 86 años, pero 64 en Venezuela. Vine de muy pequeña para mandarle dinero a mi madre porque allá la situación estaba difícil”, comenta.
Solo volvió hace unos años para atender a su esposo con su familia, hasta que murió por una enfermedad luego de 48 años de casados. El calor húmedo de las mañanas y el carnaval de febrero volvieron a su vida. Pero duró poco porque regresó a Caracas para trabajar de nuevo en la Legión de María de Chacao, con el padre Edwin en la iglesia de la Virgen de Chiquinquirá, congregación donde Agustina era la tesorera y una devota de Dios. También, cuando tocaba, repartía volantes en las campañas políticas de Leopoldo López y otros alcaldes de Chacao.
Por Leopoldo López fue que consiguió una prótesis para poder caminar sin andadera, según ella. Así que un día de 2012 se fue al hospital Domingo Luciani a ver al médico que la operaría para que volviese a caminar sin dificultades. Agustina confiada habló con el doctor entre camillas y ruidos de pacientes yendo y viviendo.
—¿Agustina tiene la orden para las prótesis?
—Sí doctor, pero dijeron en la alcaldía que la entregue un día antes de la operación para evitar cualquier estafa
—Bueno mañana vienes al hospital y te opero
Agustina entregó la orden y se presentó para el feliz día en la mañana siguiente. Debía cerrar los ojos y sonreír de ansiedad porque con 76 años podía de vuelta caminar con una simple operación. Pero pasaron las horas y el doctor nunca se presentó. Es hoy que todavía lo busca con sus pensamientos. Desde hace un tiempo abandonó su cacería porque apenas y si puede costear su vida, menos puede pagar taxis para estar todas las mañanas en el Domingo Luciani a su espera. Finalmente, ante el delito consumado, el padre Edwin habló con las hermanas para que la recibieran. “Dios proveerá, y le cobrará bien caro lo que me hizo”, asegura sentada en una silla con su sonrisa amplia y su afro canoso en esta conversación imaginaria de tarde fresca de Barranquilla, fuera de su casa ¿se siente alivio del calor del día? ¿no?
Seguimos camino con Agustina acomodando su andadera para ir al comedor por su almuerzo. Con Sor Purificadora esperamos a la rebelde Sor Carmen y el rebelde Marcelo que andan de fotos perdidos en algún pasaje del hogar. Frente al ascensor en una escalera hay una foto del Papa Francisco, así que le preguntó por él a Sor Purificadora y muere lentamente de un suspiro. “Además es argentino”, le digo, pero apenas entiende. Las palabras se pierden o exprimen con el barbijo y cuando quiero repetir la previsible frase, más argentina que ilusionarse con ganar un Mundial de Fútbol, el ascensor nos lleva al tercer piso.
Un nuevo pasillo ahora se abre ante nuestros ojos, con una terraza un poco más abajo, donde un abuelo toma sol en una silla con el verde del Ávila y el celeste cielo arriba “¿Así quién no quiere vivir en un asilo?”, pienso. Sor Purificadora y Carmen señalan los dormitorios con camillas de hospital para los abuelos enfermos e inválidos. Una abuela pasa a nuestro lado con una sonrisa.
—¿Cómo anda doña Rebeca? Muchachos ella pinta así que les tiene que mostrar lo que hace ¿no señora Rebeca? –dice Sor Carmen
—Sí claro, por supuesto. Hasta luego
Luego al final del pasillo damos una vuelta y bajamos una escalera, ¿o la subimos? Creo que me perdí. La sala de lavadoras industriales antecede al paso por otro comedor que da al patio, donde se ve el pozo abierto hace unos años en el que depositan el agua de las cisternas. Al fondo, con un rayo de sol llamándonos desde las sombras, hay una sala de ventanales amplios y árboles que la cubren del otro patio. Allí, un montón de abuelas sentadas en sofás reclinables nos reciben con más sonrisas y agradecimientos por visitarlas. Una de ellas es Caridad Lozada, cuya frase de cabecera es “llevo 100 años comiendo, durmiendo y bañando, ya no más”. Saludamos sin poder hilar una conversación de más de diez segundos y nos despedimos con más agradecimientos de las damas presentes.
Creo que ahora bajamos una escalera ¿o es mi cuerpo que flota en el aire? Me miro las manos ¿no será que soy abuelo y este es mi asilo? No, no, tampoco se puede culpar a la cuarentena por cualquier locura. Una abuela en silla de ruedas mira en otro pasillo ¿será que alguna vez se acaban? uno de los patios internos del asilo. Cuando nos acercamos, se da vuelta de forma espontánea y ríe como si el agua del Hogar transportara una droga de felicidad. Se llama María del Pilar de Nagore, es de Pamplona, España, pero desde los seis vive en América Latina. “Tengo 72, pero soy más americana que española”, señala.
Sus padres emigraron luego de la Guerra Civil Española por las malas condiciones de vida en su país, al igual que un tercio de los abuelos que residen en el Hogar. Su destino fue Uruguay, ese pequeño país que al otro lado del Río de la Plata colinda con Argentina. Hasta que en los años 70 ascendió al poder la dictadura cívico-militar de Juan María Bordaberry, cuyo deshonroso logro fue tener una de las tasas de detenidos políticos más altas de América Latina. A igual que las otras dictaduras de la región, también cometía abusos y atrocidades contra las personas.
María Pilar recuerda que lo que motivó la salida de su familia de Uruguay a Venezuela fue el caso particular de un sacerdote de su parroquia, a quien le secuestraron a su hermano y cuñada por hablar contra el gobierno o vaya a saber qué motivo político. “Cuando le entregaron sus cuerpos para que los velara, los militares le prohibieron abrir los cajones, pero el sacerdote los abrió. Y cuando lo hizo, a su hermano le faltaba el pene, los testículos y el cuerpo de ella había sido quemado. Daba miedo opinar de política así que escapamos”, sostiene con acento uruguayo y su pelo canoso con un prolijo corte honguito.
En Venezuela, al poco tiempo se convirtió en profesora de geografía universal, aunque al final se dedicó a dar clases a alumnos de primaria. Hace 13 años que no da clases y otros tanto que sus hermanos se han ido del país hacia Uruguay y Estados Unidos. 12 años que se operó tres veces la columna para volver a caminar y agarró una septicemia que casi la mata en una sala de cuidados intensivos. Ocho que sufrió un infarto y pasó de nuevo por terapia intensiva. Y cuatro que vive en el Hogar para Ancianos Desamparados. “Dios dijo no las da dos veces, ahora no sé si me tocara la tercera”, comenta riendo.
Sigue en Venezuela por Marcos, su esposo que conoció en el centro Comercial CCT de Caracas cuando trabajaba de mensajero. Marcos no tiene ninguno de los 7 hermanos que lo visite y padece de Alzheimer en una silla de ruedas un poco más alejada de donde María Pilar habla.
—¿Cómo es la vida con él?
—Normal, ahora se acuesta y le hago compañía cosiendo con el único ojo por el que veo. Después cuando podemos hablamos y rezo.
—¿Y se acostumbró a la enfermedad? –pregunto sobre una patología degenerativa que muchas veces pone a la memoria de sus víctimas como una hoja en blanco.
—A veces lo regaño, pero es un problema de querer que se sienta bien, más que nada. Mientras eso funcione, soy feliz hasta que Dios quiera.
Me despido de María Pilar con otra sonrisa ¿se me habrá pegado también lo del agua? Y tarareo el tema “Puedo Sentirlo” de David Lebon:
Por eso yo te digo hola
¿Cómo estás? ¿sos feliz?
Creo que puedo sentirlo
Yo no sé si es aquí
Es que nunca pude imaginar
Lo increíble de esta vida
Sé que ahora puedo disfrutar
Tranquilo con mi amor
Cuando salga del Hogar la tengo que escuchar, pienso, y me voy con María del Pilar agarrada de la mano de Marcos.
“Los ancianos sufren abandono porque el mundo se materializa y se desentiende de ellos”
Hermanas de los Ancianos Desamparados
Sor Carmen en la sala de visitas del Hogar, con el rey Felipe y la Reina Letizia de custodio, sostiene que para vivir en el asilo no es obligación ser católico. Recuerda que muchos, incluso, practican otras religiones; como doña Hortensia que era Testigo de Jehová y los sábados salía para su iglesia. “Solo pedimos que respeten la nuestra”, expresa con su crucifijo dorado casi cayéndose de un bolsillo interno del hábito blanco. El problema, sin embargo, es encontrar lugar disponible en un asilo donde hay abuelos que pasan sus últimos veinte, treinta o cuarenta años de vida.
—¿Cómo decirle a un anciano que solo pueden entrar en el hogar si es católico? ¿Entonces qué haríamos? Nada, la verdad es que la iglesia somos todos.
—¿Y por qué lo hacen?
—Porque uno se tiene que fijar espiritualmente en cada persona porque en ella está dios, el Señor. No es que, si me cae bien, si es ancianito, gordo, flaco, sino ver a Cristo en esa persona. Y por medio de ahí viene la preocupación por la salud de los ancianos y sus enfermedades. Para que se cumpla el lema de nuestra Madre Teresa de cuidar los cuerpos para salvar las almas.
Pero una vez que las familias dejan a sus mayores en el Hogar, difícilmente se los vuelven a llevar. Algunas aportan dinero para mantenerlos, otras no pueden por la crisis del país y unas últimas simplemente abandonan a sus abuelos. A Carmen González, por ejemplo, su hijo Manuel le pidió que se vistiera para salir y cuando pisaron el hogar le preguntó:
—¿Qué es esto Manuel?
—Nada mamá, aquí te vas a quedar
“Mi padre falleció en mis brazos y dos semanas después mi madre. Los atendí todo el tiempo hasta que murieron. Pensé que mis hijos harían lo mismo conmigo”, explica Carmen en uno de los sillones del asilo entrevistada en el documental Un Nuevo Hogar. Para Sor Purificadora, “a veces hay gente que tiene dinero, pero son desamparados del calor de su familia”. La pobreza es material pero también espiritual, según la forma de ver el mundo de las hermanas.
Sor Carmen recuerda otras historias en la sala de visita, con la mirada de Madre Teresa Jornet vigilándola desde un cuadro con halo de santidad. Hace poco tiempo uno de los abuelos le pidió que lo confesara, pero ella se negó porque es una tarea que corresponde a los padres. Escuchó su cuento con paciencia porque una Hermana de los Ancianos Desamparados es también una confidente en los últimos pasos de la vida de los abuelos del asilo.
—Madre estoy solo porque me porté mal con las mujeres y por eso ahora mis hijos no me vienen a ver –confesó el abuelo, como si al narrar su historia soltara un error del pasado antes de perderse en ese otro lado inhóspito y desconocido que es la muerte.
Si ellas son la memoria andante de las cuentas que sus ancianos saldan con su pasado, sus manos son las que se encargan de cuidarlos en sus últimos momentos de su existencia. Y no solo eso, porque a veces también suceden casos como el de Óscar, cuyos hijos se negaron a firmar su cremación una vez fallecido porque los abandonó de niños. “Cuando no tienen familia nos toca buscar el cajón, la funeraria, velarlo y enterrarlo”, afirma Sor Purificadora a quien se la ha visto en los baños del Hogar lavando abuelos moribundos antes de su partida.
—Aquí se ve de todo –dice Sor Carmen con sus dos manos agarradas encima de su regazo blanco del hábito religioso
¿Cómo harán para no mancharse?, me pregunto luego de la frase final de la Madre Carmen ¿Cómo harán para no verse grises de manchas ni llevarse ninguno de los problemas de los abuelos a sus sueños? Pienso mientras nos acompañan a la puerta del Hogar San José de los Ancianos Desamparados de Caracas.
Una pintura de la Madre Teresa Jornet donde recibe a ancianos de bastones y joroba nos despide de este paseo atrás en el tiempo. Las dos madres saludan con barbijo una vez adentro del carro con la fachada amarilla y las letras del Hogar detrás.
¿Qué es el Hogar? ¿Un pasillo de espera? ¿Un lugar de reunión de adultos mayores alegres por vivir a plenitud lo último de sus vidas? ¿Donde uno puede enamorarse y hacer amigos por última vez ¿O un sitio de ancianos tristes por haber sido abandonados por sus familias? ¿Una escapatoria para que los jóvenes se desentiendan de quienes los cuidaron de pequeños? ¿Un depósito de “muebles mayores” que molestan a una sociedad que los oculta en edificios de grandes paredes? ¿O todo a la misma vez?
¿Qué será de nosotros cuando seamos ancianos?, me preguntó por última vez antes de dar retroceso a mi carro Spark desalineado y volver al ruedo otra vez.
Guauuu …. emoción, reflexión, amor, y orgullo…. mucho amor en tu relato, que me transporto no solo al asilo, a las historias de cada abuelo y de cada Sor, sino a la tuya y a la nuestra… amor infinito
Bruno que hermoso relato!!!! Emocionante…..estuve en cada lugar de tu historia!!!!