Fragmento del especial «Beer Hall Putsch» grabado en Dante’s in Portland, 2013.
Traducción de José Mestre Infante
Hay un más allá, y si les puedo dar alguna esperanza en este show es esa, tengo pruebas definitivas de ello. No me puse raro ni religioso. No digo que haya un Dios. No sé lo que el más allá implica, pero estas son las pruebas. Mi vieja se mató en el 2008. No se preocupen; esta es una historia divertida. Fue el mejor suicidio del que pudieses ser partícipe. Se moría de un enfisema a los sesenta y tres. Aún tenía el cerebro intacto, pero ya se ahogaba en sus propios fluidos. Cuarenta y cinco años de Kool Milds le inundaban los pulmones inexorablemente. Ya no aguantaba más. Sabíamos que pasaría.
Un día llamó a la casa.
―Ya no puedo más.
―Ok, vieja. Haremos lo que podamos. ¡Andy, mamá se va a matar! ¡No sé qué hacer!
Ahora, cuando digo “haremos lo que podamos” no me refiero a comprarle una puta escopeta, tipo: “Toma, vieja, ¡diviértete!”. No mato gente; o sea… fantaseo de vez en cuando con eso. Si mi mamá fuese Nancy Grace andaría activísimo, pero no: era una gran persona. Por eso me preguntaba cómo hacer la vaina bien. Así que llamé al abogado. Tengo tres. Uno es el de L. A. para los show, con todo ese peo de los camarógrafos y los contratos de grabación. Otro es mi abogado local en Bisbee que me ayuda con las vainas tipo que me casé a los veinte y tuve veinticuatro años de dicha matrimonial hasta que recordé que nunca me divorcié de esa jeba con la que me casé borracho en Las Vegas. Eso es para otro DVD. Y entonces tenemos al tercer abogado, fan de la comedia. Él es el guiño-guiño, asiento-asiento, abogado tipo Saul Goodman de Breaking Bad. Maneja todas las vainas turbias, como cuando Andy y yo andamos zampando perico en horario nocturno, se nos ocurre algo y nos ponemos tipo: “Llama a Kirschner, veamos cuánto tiempo nos dan por esto, ¿de pana iríamos presos por esta vaina?”. Él es ese tipo.
Así que lo llamé, sabiendo que me pondría en contacto con uno de esos doctores clandestinos. Me dio el número. Llamé.
―Mira, mi vieja se matará y no sé qué hacer.
―¿Qué tienen a mano?
―Xanax pa tirar pal techo, en la frontera consigues todo el maldito Xanax que quieras.
―No sirve. Eso es un ansiolítico. ¿Tiene paliativos?
―Sí, tiene.
―Entonces tendrá morfina.
―¡Vieja! ¿Tienes morfina?
―Sí, tengo morfina!
―Sí, tiene morfina.
―Que tome morfina, entonces.
Cuadramos la dosis. Dijo que treinta pepas matarían a cualquier ser humano sobre la faz de la Tierra. Mi vieja se tomó noventa.
―Ok, estamos listos entonces, y recuerda: nunca tuvimos esta conversación.
―Ok, doc.
Me mentalizo para el proceso. Primero la traeríamos a mi casa, porque ella vivía rodeada de trescientos metros cuadrados de pura mierda: viejos recibos de luz llenos de telarañas, era ese tipo de mujer. Ayudar a tu mamá con su suicidio ya es deprimente, que al menos fuese en mi casa. La limpiaríamos y… en fin, la acomodamos en la sala, en una cama de hospital. Toda mi vida la vi entrando y saliendo de Alcohólicos Anónimos. En ese punto llevaba cuatro años sobria.
―¿De pana te matarás sobria? No puedes dejar esas balas en la recámara.
―Tienes razón. ¿Cómo se me ocurre? Qué estupidez.
En su cúspide alcohólica le daba duro al ruso negro, así que le dispuse una minibotella de Ketel One y otra de Kahlúa junto a las pepas, para cuando estuviese lista. Pusimos algunas reglas. La principal: que no se matara ni un domingo ni un lunes, porque esos días eran de fútbol y eso es una mamagüebada. Si escoges el momento exacto de tu partida terrenal que no sea durante los eventos planeados de los demás; no seas maldita.
Lo hizo el sábado. Llegó a la casa un jueves, y la noche del sábado nos dijo:
―Es hora.
―¿De qué, tus medicamentos?
―No. Es hora.
Desperté a Bingo, mi esposa. Mezclamos rusos blancos y negros. Mamá quería de ambos tipos. Pensaba que la leche prepararía su estómago para las pepas. Mi vieja hasta el final preguntaba si teníamos leche entera o descremada. No quería vomitar las pepas junto a la sopa de pollo durante el suicidio. Era tan dulce.
Estábamos trago y trago. Más que asistente fui bartender de un suicidio. Seguimos mezclando, vimos Bad Santa, su peli favorita. Tenía un sentido del humor nigérrimo. No salí del aire. Mi vieja reseñaba pornografía en The Man Show. Estaba frita como nosotros.
Se atragantaba con las pepas en medio de la peli. Siempre sufrió las pastillas. Bajaba una tras otra entre arcadas mientras le llevaba el conteo vagamente en la pea. Cuando llevaba treinta le dije que ya. No me hizo caso.
―¡No me pienso arriesgar!
Tanto miedo tenía que se tragó las noventa pepas. La contemplamos, horrorizados, ¡las estaba desperdiciando! Treinta de esas bichas matarían a cualquiera. Nos podía dejar sesenta como única herencia aparte de Georgia, su gata ciega de diecisiete años. Así tendríamos sesenta pepas para sus aniversarios de muerta. ¿Recuerdas a mi mamá? Zámpate una. ¡Qué gran señora! ¡Qué loca de mierda! No, lambucia hasta el final, se tomó hasta la última puta pastilla.
Recuerdo sus últimas palabras, en el vaivén de la morfina. Estábamos jodiendo, su consciencia iba y venía, bebía cócteles, con un pie aquí y el otro allá, con un ruso blanco en el pecho que ocasionalmente se llevaba a la boca, derramándolo. Cuando vuelves a la curda tras un tiempo te pega feo, y es arrecho seguirle el ritmo a una señora de ochenta y tres libras y sesenta y tres años. La jodí un poquito.
―Verga, le estás dando duro, vieja.
―A veces toca ser fina y otras ser una puerca.
Nos cagamos de la risa. Y ese fue un peo que mi vieja tuvo toda su vida: era graciosa de vez en cuando, pero cuando soltaba un buen chiste lo repetía una y otra y otra vez, hasta quemarlo. Cuando nos reímos del “a veces toca ser fina…” y la vi a punto de repetirlo, le dije:
―¡Cállate, cállate la boca! ¡Esas últimas palabras fueron perfectas! ¡No arruinarás ese chiste! ¡Córtenle el micro a mi vieja!
La rosteamos un rato al estilo Friar’s Club, buscando el suicidio más gracioso y siniestro del mundo. Cuando se le iban las luces, le gritaba:
―¡Espera, encontraron la cura!
―Te amo, pero eres un mamagüebo. Fui una madre de mierda. Te amo, te amo…
Recuerdo que en algún punto le dije que si había una situación tipo luz blanca, el otro lado y toda esa mierda, se comunicara con nosotros estilo Houdini, y que de ser posible hiciese que los Saints anotaran ocho puntos en Okland al día siguiente, porque le metí plata a ese juego. Y lo hicieron. Destrozaron al otro equipo. Eso fue un 12 de octubre de 2008. Los Saints ganaron treinta y cuatro a tres. Esas no son pruebas del más allá, solo cuarenta dólares en mi bolsillo. Estas son las pruebas del más allá: si no hubiese un más allá, ¿cómo es posible que mi vieja nos comprase a mis amigos y a mí tantas cosas bonitas del catálogo de Skymall, con su tarjeta de crédito, cuatro días después de que partiese de esta tierra? ¡Responda eso, su señoría! ¡Responda eso! De hecho, me gustaría entregar estos recibos como prueba, en contra de los consejos de mi abogado. Mire, cuatro días. ¡Tuve que jurar con la mano en su Biblia, solo para testificar en defensa propia! ¡Su Jesucristo pajúo aguantó tres días antes de salir corriendo de la cueva como un mariquito! ¿Mi vieja? Cuatro, y relajada está comprando mierda en eBay, borracha como yo.
El último pedazo de esta historia tiene un significado especial para mí, porque en toda mi carrera es el único fragmento de material con un estatuto, limitando lo que podía decir en el escenario cómodamente. Estatuto de tres años por fraude de crédito, después de eso ¡mámenlo! Mi vieja no quería una estúpida lápida, eso no hace nada. Mi vieja quería que yo tuviese un muñeco de R2-D2, a control remoto y activado por voz.
Jajaja ¡Eres genial!