Fred Zinnemann aplicaba su lente sobre los mitos del American Way of Life para sacar a flote toda la podredumbre que se ocultaba bajo una supuesta beatitud. Era una fijación común a muchos directores europeos emigrados a Hollywood, desde Fritz Lang a Billy Wilder. La idílica postal de Estados Unidos que la Meca del Cine ofrecía al mundo no les convencía. Cada uno desacralizó al país de acogida a su manera. Lang, desde el pesimismo vital de quien vio de cerca los horrores del nazismo. Wilder echó mano de un cinismo corrosivo. Zinnemann fue el más analítico. Su cámara era una suerte de microscopio con el que observaba el comportamiento de diferentes colectivos humanos más allá de la superficie. Iconoclastas posteriores como Todd Solondz o David Lynch le deben mucho. Casi cuarenta años antes de que este último levantara las alfombras de las aparentemente decentes urbanizaciones de clase media en Blue Velvet, Zinnemann ya lo había hecho en Act of Violence (1948).
Tan solo un año antes de rodar De aquí a la eternidad, se atrevió a denunciar la incoherencia entre leyenda y realidad del mito estadounidense por excelencia, el western. En High Noon (A la hora señalada, en Latinoamérica; Solo ante el peligro, en España) no había héroes. El pueblo entero es un puñado de cobardes paralizado por la llegada de unos forajidos, empezando por un sheriff lloroso que busca infructuosamente ayuda. Para más escarnio, el sheriff estaba interpretado por la máxima encarnación de los valores del Lejano Oeste, Gary Cooper. Más allá de alguna queja tetosteronizada por parte del gremio –el recalcitrante John Wayne no podía admitir eso de que el representante de la ley anduviera como pollo sin cabeza suplicando ayuda–, el éxito en taquilla, las críticas abrumadoramente positivas y una lluvia de Oscars convencieron a la industria de que ese era el camino: el público de los cincuenta estaba preparado para historias más complejas, duras y ambiguas, lejos del maniqueísmo simplón de buena parte de las producciones precedentes.


Zinnemann fue un paso más allá en De aquí a la eternidad. Era el turno del sacrosanto ejército, intocable desde la Segunda Guerra Mundial. Hollywood fue la más aceitada máquina de propaganda conocida. Aún hoy, mucha gente sigue pensando que los Estados Unidos ganaron la guerra por sí solos. La historia presenta a una compañía acuartelada en Hawái, a pocas semanas del ataque japonés a Pearl Harbor que precipitaría la entrada de los norteamericanos en la contienda. A través de diferentes personajes, se muestra el sinsentido que carcome el mundo militar desde su lógica de mando-obediencia. Oficiales caprichosos y engreídos; maltratos y torturas; el gregarismo del rebaño que arrasa la voluntad individual; seres infantiloides que se refugian en el útero castrense para no afrontar las responsabilidades de la vida…
Tras los galones y la parafernalia se ocultan infidelidades, cobardías, historias dantescas de horror y miseria… No es casual que la película se sitúe justo antes de la guerra: estos personajes amputados emocionalmente y con serias dificultades de socialización son los mismos que entregarán su vida para combatir el nazismo. Pura contradicción. Tampoco es gratuito el emplazamiento hawaiano. A más de 6.000 kilómetros del continente, el archipiélago funge como una probeta aislada en la que los personajes se mueven a golpes de sentimiento. Los paradisíacos paisajes se contraponen a las turbias relaciones que mantienen todos los protagonistas. Para añadirle más octanaje al combustible fílmico, Zinnemann bañó toda la película con una indisimulada sexualidad –contiene uno de los besos más famosos del cine– y un tratamiento de la prostitución inusitadamente abierto para la época.
Este maremoto emocional necesitaba de unos intérpretes que se dejaran la piel en cada fotograma. Montgomery Clift fue la locomotora que arrastró al resto del reparto. En su tiempo fue tan grande como Marlon Brando y tan intenso como James Dean. Venía de despachar éxitos como The Search (Los ángeles perdidos), Río Rojo, La heredera, Yo confieso, Un lugar en el sol o Stazione Termini. Toda la vulnerabilidad y el dolor que albergaba estallaron en De aquí a la eternidad, sin duda su mejor actuación. Después, reventaría su agraciado rostro en un accidente de circulación. A partir de ahí, su vida sería un carrusel de alcohol y pastillas y una conducta tan errática como la de su soldado Prewitt en De aquí… Murió con solo 45 años.


Tras él, un elenco que resultó tan definitivo que hasta cinco actores y actrices fueron nominados al Oscar: Burt Lancaster, Deborah Kerr, Donna Reed, Frank Sinatra y el propio Clift. Al final, solo Donna Reed y Frank Sinatra fueron premiados. Ella certificaría que era una de las grandes secundarias de Hollywood. Sinatra, por su parte, demostró que podía salirse del registro de comedias románticas. De hecho, su otro gran papel fue también de una dureza incontestable: el heroinómano de El hombre del brazo de oro (Otto Preminger, 1955).
De aquí a la eternidad se alzó además con los galardones a mejor película, director y guion adaptado, junto con otras estatuillas de carácter técnico. Pero su influencia va más allá de los premios. Películas como esta abrieron nuevos caminos para una industria que estaba obligada a dejar atrás buena parte de aquello que la había hecho grande. El Hollywood clásico, con sus luces y sus sombras, ya no daba más de sí. La década de los cincuenta fue fundamental. Sin ella, habría sido imposible la explosión de libertad del cine de los sesenta o el realismo sucio de los setenta. Francotiradores como Zinnemann, espoleados por la valentía de quien sabe que tiene la razón, señalaban los nuevos rumbos.
Me da curiosidad saber cómo esa sociedad estado unidense de los 50, con su cultura tan transversalidad por la propaganda holliwudense sobre sus «héroes de guerra», reaccionó a este film.
Que entiendo, fué un film que mostraba realidades inmencionables, para la época, y que atentaban contra la idealización de su ejército….
Una crítica profunda, certera y documentada