Una vez tuve una novia. Puede resultar difícil de creer (yo mismo no me lo creo), pero una que otra novia tuve. No muchas, más bien pocas, pero las tuve. Mejor no contarlas porque me deprimo.
A esta novia en particular, Lucía se llamaba, en nuestra primera cita como novios formales la llevé a la feria navideña del Ateneo de Caracas en lugar de, por ejemplo, a el café Rajatabla que quedaba ahí al ladito. Por qué hice tal cosa es una pregunta que aún hoy, treinta años después, me sigo haciendo. Y tal vez me sigo haciendo la pregunta porque en el fondo no quiero saber o escuchar la respuesta. Supongo que ya desde entonces sentía la tentación del fracaso.
Es un buen momento para dejar constancia de que de ninguna manera resultó fácil conquistar a Lucía. Fue un proceso arduo, largo y agotador en el que muchas veces avanzaba un paso y perdía dos, y que según cómo se mire en alguna ocasión rozó el acoso. Pero al final Lucía cedió. Más que nada por cansancio y aburrimiento creo yo. Pero cedió.
Era una bella y fresca tarde con ese cielo azulísimo y sin nubes típico de diciembre, y Lucía y yo íbamos por la autopista envueltos en un sólido silencio de incomodidad y desconfianza. La incomodidad la ponía yo y era consecuencia de la estúpida idea de la feria navideña, y de la desconfianza se encargaba Lucía que la irradiaba con la contundencia tóxica de la zona cero de Chernóbil, y que se manifestaba en una pregunta muda pero ruidosa que flotaba entre nosotros como una nube radioactiva: ¿Qué coño hago yo aquí?
Sentí el primer retortijón en las tripas cuando arranqué el ticket del estacionamiento de la ranura de la máquina. Cuando la barrera descendió tras nosotros fue como si la guillotina robespierreana cayera sobre mi cuello. Visto en retrospectiva tenía su lógica, dado el ambiente general y denso de malestar que se vivía en el interior de mi carro, que la acción de agarrar el ticket que encerraba el vehículo que podía salvarme la vida o para no exagerar, que podía salvar mi dignidad, la poca que me iba quedando, produjera, a modo de reacción somática, el apocalipsis gástrico en mis tripas.
Para cuando llegamos a las puertas de la feria navideña yo ya sudaba copiosamente, ese sudor frio y vibrante cuyo origen parece concentrarse allí en donde la espalda pierde su nombre, desde donde irradia sobre el cuerpo sus ondas de desesperación. De vez en cuando, me inclinaba hacia adelante con disimulo para combatir los retortijones que amenazaban con partirme en dos.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó con más fastidio que interés mi nueva novia.
Yo esa pregunta no la podía responder sin aceptar mi derrota. Así que prefiero hacerme el loco y ponerme en plan novelista ruso y describir el escenario. Para los que no conozcan el Ateneo de Caracas sepan que es un horroroso cubo de concreto sin gracia ni talento. El que se vaya acercando a él desde, digamos, la avenida México, no adivinaría ni en mil años que su interior encierra algunas joyas que bien valen sufrir el espectáculo bochornoso de su fachada. Una vez que nos encontramos bajo el alto techo de su hall de entrada la cosa mejora un poco, puesto que de tan cerca no tenemos la visión del conjunto.
El día de marras una muchedumbre embadurnada por el espíritu de la navidad correteaba excitada alrededor de mi aburrida Lucía y de mí, y sus voces reverberaban entre nosotros como campanas tañendo en el aire. El ambiente era festivo y un tanto estridente, y Lucía que había estado muy callada hasta entonces se lanzó a hablar como una poseída. Yo no sé qué disparates estaría diciendo, aunque su cara enfurruñada era una buena pista, porque ya había empezado a hundirme en el marasmo de mi dolor y su voz me llegaba de muy lejos, de un mundo en el que la gente tenía una vida normal y razonablemente feliz.
Entonces con grácil salto, todo bíceps y pectorales, melena Elvis Presley, camisa manga corta con los tres botones superiores desabrochados, gruesas cadenas de oro gritando desde el pecho protuberante, jeans ajustados y botas vaqueras, apareció de la nada Rodrigo Buenaventura y se plantó frente a nosotros. Las reglas de la escritura aconsejan en este punto una necesaria semblanza del nuevo personaje, pero mi situación gastrointestinal no estaba para precisiones literarias. Baste decir que Rodrigo Buenaventura y yo habíamos estudiado el bachillerato juntos, que me había hecho la vida imposible entonces, que era un imbécil ahora y siempre y que no tenía la menor idea de qué hacía en el Ateneo ni porque se había acercado hasta nosotros al menos que pretendiera seguir haciéndome la vida miserable.
—Pero bueno, miren quién está aquí. Si es el mismísimo gallego. ¿Qué pasó gallego?, estás como doblado —dijo exhibiendo una sonrisa pepsodent que olía a menta. Se dirigía a mí, pero veía a Lucía. Y Lucía me miraba a mí, pero era toda oídos a lo que decía el imbécil e inoportuno Rodrigo Buenaventura. Lo peor de todo era que Lucía me miraba a mí, que torcido de dolor parecía hacerle una venia al imbécil e inoportuno, escuchaba atentamente las palabras del imbécil e inoportuno que cada vez parecían más flechas que palabras, y sonreía. Era la primera vez que Lucía sonreía en toda la tarde. Y yo me estaba cagando transido de dolor.
—Espérate un momentico Lucía. Ya vengo —farfullé finalmente entre dientes y salí corriendo con pasitos cortos, los brazos extendidos y pegados a los costados y los puños apretados, en dirección a los baños del piso seis del horroroso Ateneo de Caracas.
Descarté de inmediato usar los ascensores. De uno colgaba un cartelito que decía dañado. Y en el otro la cola era tan larga que casi mejor era anotarse en una lista de espera. Así que me lancé por las escaleras. En mis condiciones el esfuerzo de subir seis pisos era un gesto casi suicida. Y si a eso añadimos que muchos otros también habían optado por usarlas tanto para subir como para bajar, aquello se convirtió en una carrera llena de obstáculos contra el destino.
Lo que me animó a seguir, lo que me dio fuerzas para llegar hasta los baños, lo que alimentó mi menguada fuerza de voluntad para superar esta inoportuna prueba escatológica con la mayor prontitud, fue saber que había dejado a Lucía junto al mequetrefe de Rodrigo Buenaventura, y que el muy imbécil me la podía arrebatar en un abrir y cerrar de ojos. Con lo que me había costado que Lucía me diera el sí.
Con ese impulso anímico logré llegar al baño de caballeros solo para encontrármelo atestado. Esa vaina parecía el baño del Universitario en un juego Caracas-Magallanes pero con el tamaño de un miserable retrete en un bar de mala muerte del centro de Caracas. Por suerte el excusado estaba libre. No vaya a creerse que San Erasmo me hizo el milagrito. Más bien creo que fue obra del diablo porque el retrete no tenía puerta y estaba ubicado justo al entrar y antes de los urinarios, de modo que quien entraba o salía del baño tenía, obligadamente, que pasar frente a mi solitario excusado sin puerta. Un faro sobre una roca en el Atlántico en medio de una furiosa tormenta habría estado menos expuesto. La higiene del excusado era otro asunto a tener en cuenta. Parecía evidente que alguien antes que yo había pasado por el mismo viacrucis. El piso estaba embadurnado de papel tualé. La poceta no tenía ni tapa ni asiento y el fondo de la taza estaba taponado por un amasijo de papel tualé que se hundía en un líquido espeso de color marrón.
Les puedo asegurar que todo esto lo vi de reojo y en menos de un segundo. No tenía tiempo de pensar o de ponerme con remilgos. Entré corriendo, me bajé los pantalones al mismo tiempo que los calzoncillos para ahorrar tiempo, me puse en cuclillas sobre la taza cuidándome mucho de tocar el borde brillante de orina y salpicado de caca y me dejé ir.
Mientras pujaba y me retorcía y procuraba no tocar nada, no dejaba de pasar gente que entraba y salía de los baños y que inevitablemente hacían un alto en su camino frente al excusado en el que me debatía. Era apenas un segundo, un traspiés, un reacomodo de los pasos y una miradita de soslayo como quien no quiere la cosa, pero que al mismo tiempo no puede evitar, como si le jalaran los ojos hacía mí y mis circunstancias con un cordel invisible. Yo, invariablemente, saludaba con la mano cada miradita, adelantándome así a los comentarios que pudieran estar gestándose tras aquellos ojos estrábicos de asombro y cachondeo.
La táctica me estaba saliendo de los más bien, incluso había empezado a olvidarme de Lucía, cuando apareció Rodrigo Buenaventura. En cuanto me vio se plantó frente a la inexistente puerta del excusado con los puños incrustados en las caderas. Los brazos formaban un arco como las asas de un trofeo brillante, arrogante y papeado, un trofeo de primer lugar en todo. Y esa maldita y afilada sonrisa brillando en la cara. Recordé en ese momento, miren cómo son las cosas, la propaganda aquella del limpiador de pocetas MAS que desmancha MAS, que desinfecta MAS, etcétera. Estuve a punto de decirle puede pasar con confianza, va a verme limpiecita como un sol, pero me contuve. No tenía sentido caer más bajo.
—Coño gallego, echando una cagadita —dijo en voz muy muy alta. Innecesariamente alta, me pareció, puesto que en ese minúsculo baño hasta los murmullos eran indiscretos.
A mí ya me temblaban las piernas de tanto arrojar el alma de manera tan indignante y, sobre todo, tan prolongada. Y Rodrigo Buenaventura allí cagándose de la risa y cambiando de posición, poniéndose cómodo. Inclinó el cuerpo hasta que el hombro izquierdo se afirmó sobre el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y apoyándose sobre la pierna derecha, montó el pie izquierdo sobre el derecho. Era obvio que no iba a soltar a su presa. Era una oportunidad inmejorable para limpiar el piso conmigo. Y entonces caí en cuenta de que esta vez tenía una razón concluyente para dejarme fuera de combate. Se trataba de Lucía. Me lo dejó claro:
—Bueno gallegín, te has levantado a una verdadera reina de belleza. ¿Cómo lo has conseguido? Ese culo está por encima de tus posibilidades. Lo sabes, ¿verdad? Bueno, sí que sé cómo te la levantaste. De puro fastidio y de peor es nada. Se le nota a leguas en la cara. Menos mal que estoy yo aquí. Para alegrar esta fiesta. Te apuesto una vaina: no pasa de esta noche. Esta noche me la cojo. Bueno, mejor me voy. A un culo así no se la puede dejar sola mucho tiempo. Tu sabes… No, que va. Tu qué vas a saber.
Desapareció y me dejó con mis demonios estomacales y con un despecho anticipado. Por suerte en el rodillo había abundante papel tualé. Después de todo puede que San Erasmo sí me hiciera el milagrito. Sin embargo, aún tuve que soportar algunas miraditas desenfadadas, salir de ahí, hacer el recorrido a la inversa a toda mecha, pero esta vez sin preocuparme de dejar mi rastro por el camino, bajar los seis pisos sorteando a la muchedumbre anónima, salir a la luz del día y ver con qué me iba a conseguir. Y me conseguí con lo que ya sabía que me iba a conseguir. Sin embargo, no pude evitar lanzar un suspiro de alivio mientras me sobaba la barriga y miraba como Lucía y Rodrigo Buenaventura se alejaban caminando, muy acaramelados, en dirección al Rajatabla.