Pese a su apellido, Sergei Rodríguez es un ruso de pura cepa. Nació en un pueblo de nombre impronunciable de la Rusia profunda (si es que algo así existe) en el que las temperaturas alcanzan los cuarenta grados bajo cero durante el invierno. Y Sergei se comporta en la vida y en su trabajo frente a la puerta de La Macarena con la misma despiadada frialdad que el famoso invierno ruso, ese que detuvo a los ejércitos de dos genios militares, el enano de Napoleón y el psicótico de Hitler. Y no sé yo si es por su candidez de niño grande, pero su frialdad resulta enternecedora.
Al menos para mí que la veo en acción cada noche. Sergei puede pasar horas parlamentando con un borracho que se mueve en los ambiguos límites del insulto y la violencia y que por sus cojones quiere entrar en la discoteca, mientras la cola de entrada se va alargando lenta, pero tenazmente, y en general el caos se va apoderando de la puerta y yo, que generalmente he perdido la paciencia en el minuto cero de la discusión, me coloco detrás del idiota de turno por si las moscas.
Pero nunca ha sido necesaria mi intervención. Lo más usual es que el tarado de turno termine por aburrirse frente a ese témpano de hielo imperturbable que bloquea la puerta de La Macarena. Y si se da el caso de que quien se aburre es Sergei, la discusión se resuelve con un cachetón que manda al impertinente a estamparse contra la vidriera de la sex shop.
―¡Panita! –grita cuando me ve caminar Nou Sant Francesc arriba.
Tiene cierta fijación por los modismos venezolanos, por los giros lingüísticos que los venezolanos llamamos chalequeo, jodedera. A esa hora la calle suele ser tranquila y silenciosa, y Sergei ya está en su puesto tiquetera en mano. Cuando llego, junto a él nos cuadramos militarmente imitando el saludo de Benny Hill y conversamos un poco. No mucho. Yo tengo prisa por llegar a la barra y tomarme el primer whisky de la noche. Ya tendremos tiempo de conversar luego, al final, cuando el fragor de la batalla se apacigua y la electricidad estática que suele inundar Nou de Sant Francesc se diluye junto con los últimos especímenes de la jauría salvaje de la noche…
Eso fue hace mucho tiempo. En otra vida, en otro mundo. Este nuevo párrafo es mucho más que un mero salto de página y una sangría. Es un salto cuántico desde el viejo mundo que no volverá a este nuevo mundo en el que tocará sobrevivir de ahora en adelante.
Un mundo marcado por la ignorancia, el miedo y un totalitarismo que los poderosos y privilegiados ven con una sonrisa de satisfacción inocultable, porque los instigadores de ese totalitarismo, quienes ahora lo ponen en práctica con una saña que sonroja a los viejos opresores, somos nosotros mismos. El Gran Hermano democratizado. El poder puede dormir tranquilo en sus laureles. El mundo se ha convertido en una gran prisión
Y me perdonan este nuevo dramatismo sin humor con el que pongo punto final a estas crónicas, pero es que uno tiene su corazoncito y uno llega a una edad en la que es preferible revolcarse en el pasado y hacer como si el futuro fuese un invento, como uno de esos billetes de quince con el que solemos hacer chistes justamente porque no existe, aún a sabiendas de que revolcarse en el pasado es el camino más corto para llegar a la nostalgia y su tristísima prima, la melancolía. Y así es como desde la distancia le echo un último vistazo a La Macarena y su gente.
No es una mirada displicente. Es una mirada cargada de emociones contradictorias. En el interior de esa discoteca y en la calle a la que está irremediablemente atada, he pasado los peores y los mejores momentos de estos últimos cinco años en Barcelona. Ya lo he dicho antes, en esa puerta, en esa calle, durante estos cinco años, he aprendido más de la vida que, por ejemplo, durante los quince años en los que, ejerciendo de fotoperiodista en la Cadena Capriles, recorrí las calles de Caracas y las veredas tortuosas de sus barrios, palpé lo que es vivir en la pobreza más extrema e indignante y fui infortunado testigo de la violencia y de su consecuencia. También vi cosas maravillosas que de tanto en tanto me congraciaron con el ser humano.
Pero jamás me sentí más cercano a mi prójimo como en esta calle del centro de Barcelona. Tampoco nunca me indigné tanto como en Nou de Santa Francesc. Nunca fui tan violento ni ejercí la violencia como en esta estrecha calle. Todo lo violento y malandro que puede ser un burguesito de Prados del Este. No me siento especialmente orgulloso de ello, pero tampoco me arrepiento, salvo por el hecho de que me rompí los pocos dedos sanos que me quedan en la mano y tal vez habría sido más inteligente mantenerlos sanos para la vejez.
Pero no se preocupen (o preocúpense), no los voy a dejar tirados. Si han llegado hasta aquí se merecen padecer o disfrutar, ya lo decidirán ustedes, lo que viene. Y lo que viene es Arroz con mango, que no es lo mismo que un pasticho, pero se parece igualito y conlleva las mismas intenciones de mezclar cosas un poco a lo bestia y que, en el caso del arroz con mango, incluso, parecen inmezclables.
Todo esto debido a mi carácter ecléctico que me impide decidirme por esto o por aquello y me empuja a estar bien con Dios y con el Diablo (por eso esta última d mayúscula), más que nada para mantener a todo el mundo contento. Aunque ya me encargaré también de hacerlos rabiar un poquito. Porque si algo he aprendido en esta vida es que es imposible mantener contento a todo el mundo y que la carga emocional que produce esta titánica e inútil tarea al primero al que descontenta es a uno. Y yo ya estoy muy viejo para ir por la segunda parte de mi vida con esa carga emocional sobre los hombros, arrechándome de todo y compadeciéndome de mí mismo.
Voy a torcerle el pescuezo a esa máxima que asegura que segundas partes nunca fueron buenas y aconsejarle a la gente que la repite como una verdad celestial que vean El Padrino I seguido inmediatamente, y esto es muy importante, de El Padrino II para que salgan de su error metafísico y me permitan recorrer en santa paz la segunda y mejor parte de mi pequeña vida.
Así que sí, voy a soltar amarras, me voy a soltar el moño y voy a escribir sobre lo que me apetezca y en el formato que me apetezca, sin orden ni concierto, a la buena de Dios (o del Diablo), y como vaya viniendo vamos viendo.
Sin más que agregar, me despido de Nou de Sant Francesc, me despido de La Macarena, me despido de la despiadada noche barcelonesa. Adiós. Hasta la próxima. Y como dice Gardel:
Y aunque no quise el regreso
siempre se vuelve al primer amor
la vieja calle donde el eco dijo
tuya es su vida, tuyo es su querer
bajo el burlón mirar de las estrellas
que con indiferencia hoy me ven volver
Volver con la frente marchita
las nieves del tiempo platearon mi sien
sentir que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada, errante en las sombras
te busca y te nombra
vivir con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
Y a ustedes los espero en la bajadita, a la vuelta de la esquina, en este próximo Arroz con mango que espero no les indigeste. Y si les indigesta, qué se le va a hacer. Así es la vida.
Me gustó mucho este texto, Quim. Mantiene el sentido clásico de una crónica, con un lenguaje sencillo y eficiente.
Como siempre me he divertido con tu crónica-despedida-por ahora… , y de paso me quedé con las ganas de saber porque un ruso se apellida Rodríguez. Ya disfrutaremos el arroz con mango… O con huevos fritos vale también.. 👍