“Alrededor el mundo volaba en pedazos”
C. S.
¿Qué será lo que se dice al afirmar que una metáfora es hermosa, además de que gusta? Si digo, por ejemplo, que el título La playa de los ciegos lo es, ¿la cualidad de lo hermoso tiene algo que ver con la noción clásica de armonía, de equilibrio? No tanto, porque me luce que se inclina, en una primera instancia, más por el lado de lo inquietante, de lo injusto, incluso de lo no muy bueno o bondadoso, si se exagera un poco el eco de lo marchito en el sentido no platónico de la belleza. Sobre todo, por la contradicción entre una playa que supone naturaleza y placeres donde lo visual ocupa un nivel destacado, y quienes están acá convocados a protagonizar en el verso son gentes que tienen la órbita visual clausurada en su función perceptiva. Entonces, ¿por qué me resulta estéticamente atrayente este título de poemas de César Seco (publicado en Coro, Ediciones Imaginaria con patrocinio del Instituto de Cultura del Estado Falcón, 2013)? Quizás por la fuerza de esta expresión metafórica en tanto descoloca, en tanto que nos coloca en tránsito hacia lo oscuro, hacia lo que no sabemos, hacia un atado de preguntas, hacia la mirada en el otro lado de la belleza. Y estas posibilidades juntas se convierten en sugerencia de algo que nos despierta el gusto por lo que nos gusta, porque sentimos interés por ese gusto, por lo que está aquí presente y no sabemos qué es y esto nos abre con ánimo el ojo.
Al ir atando cabos con estas consideraciones previas, abro el libro para saber por dónde va la cosa con esa playa, con estos versos. Es avanzar en la lectura buscando aquello que despierta, impulsa, mueve, a la par iré escribiendo apuntes que son justamente lo que publicaré si la aventura sale bien. En cuanto a la referencia a lo clásico (al hablar de la armonía), surgida de inmediato al pensar en estas páginas, es seguramente una manera de hacerle sitio a esta noción que no es infrecuente al leer a este poeta, pues ha hecho de su vida una entrega muy clara, rigurosa y auténtica, a los grandes escritos literarios. De este modo, no le son ajenos muchos nombres de quienes han marcado la historia con sus ideas y fabulaciones. ni le son lejanos sus frutos, sobre todo los del trabajo constante con las palabras, el espíritu y la reflexión. Sé que en él la meditación sobre la vida le es consustancial desde hace mucho, desde que muy temprano se vio llevado a pensar en temas como la epilepsia; tema sobre el cual ha escrito páginas que iluminan y estremecen.
Esta playa de César Seco (Coro, 1959) se da inicio con un poema que funciona como epígrafe del poemario, del maestro Nyoshul Khenpo (1932-1999), poeta y budista tibetano, que dice así:
La naturaleza de todas las cosas es ilusoria y efímera,
quienes tienen una percepción dualista,
consideran felicidad al sufrimiento
como los que lamen la miel al filo de una navaja.
Cuán dignos de compasión los que se aferran con fuerza
a la realidad concreta:
Volved la atención hacia adentro,
amigos de mi corazón.
Varias cosas parecen decirse como quien no rompe un plato, con ese temple nirvana que casi levita mientras va criticando y haciéndole un espacio a ese equívoco del placer que consiste en lamer lo que corta. Es una forma polémica de pensar y meditar. Allí está el oponente: los que viven engañados en el mundo ilusorio, no verdadero, porque toman como naturaleza (¿a primera Vista?) lo que son datos inundados de falsedades. Al no poder diferenciar la verdad de la mentira confunden el placer con el dolor por la militancia paradigmática en el dualismo de la mente-cuerpo; sin poder ver en qué consiste el misterio principal, más allá de las limitaciones de perspectiva. Lo que generalmente se entiende como realidad es un error de bulto y a quienes piensan de tal manera lo que les conviene es la compasión –dice el poeta–. El mensaje es claro, y la sentencia precisa: “Volved la atención hacia adentro,/ amigos de mi corazón”. Con esto se introduce otro elemento: una noción de interioridad que está fuera de la ilusión que confunde a la mayoría.
Es muy adivinatorio el primer poema de este libro, “Cascabel”, en el sentido de que deslinde, descubre y ciñe un mundo interrogante que le imprime al libro un tono de búsqueda y extrañeza liminar que marca el ingreso a una realidad desconocida:
El viejo círculo de la palabra regresa
a una casa con muelle y barandas rojas
donde un hombre interroga a su rodilla.
¿Qué es lo que hace pender aún al zapato
en la pared sin clavo en la que no hay nada?
¿Por qué está crujiendo el muelle,
por qué se borra la loma
por detrás con azahares y la puerta
es un candado vencido que no abre?
¿Qué escucha ese hombre?
¿Qué canta aún que no haya silbado
como todo lobo a su luna?
Algo habrá de ocurrir para que sane.
La nube llegó para no irse /
el golpe de rocas vino de arriba /
lo que el torrente trajo /
lo que contestó la otra orilla.
La única veracidad es un cuchillo
y un huevo frito en la mesa.
Alguien que me conoce abre el periódico.
La culebra está en el poema sin figura; su presencia es acústica, como el sonido que emite la maraca de la serpiente, la que sostiene la clave rítmica del destino (“enemigo rumor” dijo José Lezama Lima de las “serpientes de pasos breves, de pasos evaporados”), la maraca que marca el territorio y lo cuida y cuidado de aquel que no advierta su mensaje a la entrada de la cueva. Estamos advertidos. Nos limitaremos a registrar lo que viene sonando en el aire, en las preguntas que se esparcen por el paisaje de esta playa de invidentes. Preguntas por la pared sin nada, el crujido del muelle, la borradura de la loma, el candado que no abre, y de pronto una interrogación misteriosa: “¿Qué escucha ese hombre?”. ¿Quién es ese hombre? ¿Esto es un relato? ¿Quién narra? Sabemos además que está enfermo, y que saldrá de ese estado de afecciones por algo que ocurrirá, si ocurre. También nos enteramos de que “La nube llegó para no irse”, una nube eterna contra todo perfil y precisión. Nube que estanca y amenaza. Estamos al tanto de que las rocas bajaron en el torrente y se llevaron todo por delante: es el deslave. Y lo único cierto, especialmente, destaca: es un cuchillo. ¿Será esta certeza la que apunta el poeta oriental al asomar a “los que lamen la miel al filo de una navaja”? ¿Y por qué subrayar ese filo cuando estamos en el desplome del cielo?
Los dos versos iniciales dicen de este modo: “El viejo círculo de la palabra regresa/ a una casa con muelle y barandas rojas/ donde un hombre interroga a su rodilla”. Un círculo antiguo, un antiguo círculo de palabras, ¿una serpiente que se muerde la cola?, ¿el círculo de la serpiente?, ¿el uróboro? Un rosario de palabras, de interrogantes, la letanía. Un círculo de términos que se enroscan y dan la vuelta una y otra vez. Palabras de viejo cuño que siguen girando sobre sí mismas una y otra vez, ¿machaconamente?, a propósito, ahora, de una circunstancia dura y concisa. Cascabel como serpiente de palabras quiere decir: repeticiones. Queda ese hombre, queda ese cuerpo que escucha algo a lo que no podemos acceder. Un conocido tan cercano a quien escribe, que se permite abrir el periódico al final del poema y es también ese que escucha quién sabe qué.
Ahora viene el poema “Playa”. Está el mar, la costa, unas casas, un viento fuerte, leemos una frase que sacude: “La única costumbre que tuve fue conocerme./ Me quedé a vivir en los escombros”. ¿El que dice esto es el que escribe el poema o el hombre que escucha lo desconocido? ¿O los dos son una sola soledad desde dos puntos equidistantes? ¿Equidistantes de qué? La playa está ciertamente, está ahí, y es donde ocurre una enumeración de detalles que alguien observa en torno, y en eso anda hasta que se impone una frase que resume al contemplador en el registro de lo contemplado, al mirante que mira y se revierte sobre sí, a ese que al momento de hacer una retrospectiva accede a lo que estaba buscando: al pórtico délfico del saber de sí. Es posible que se trate de una poesía que sea o aspire ser, a su artística manera, una visión del conocimiento y el desdoblamiento, una ética en el caos, una manera de sentir y de actuar en determinados límites. Esta playa es el espacio donde Alguien escucha lo que se suscita en esa geografía del alma, lo que viene de adentro a declarar su existencia, su sombría existencia entre los vientos. Un Alguien intermitente en su presencia-ausencia, tal como lo que de nuevo se presenta con el sonido y esa inclinación a no escuchar lo que suena después de no saber tampoco lo que se escucha. ¿Ya no se quiere escuchar nada después que la montaña escupió las piedras?
El poema es este:
El único paisaje es aquí la respiración entrecortada
de cuatro casas que se alinean frente al mar.
Las sombras insisten con nudillos de aire sobre los pomos.
En alguna parte hablan y nadie escucha lo que las olas traen.
Alguien estuvo sudando y dejó aciago sudor en el quicio.
Ese alguien ya no está.
El mar comenzó a hablar
de lo que el presentimiento trajo.
Comencé a leer lo que decía la lluvia.
Apilé los libros a la ventana.
La lluvia duró cuanto la noche duró.
La única costumbre que tuve fue conocerme.
me quedé a vivir en los escombros.
El tercero tiene un título en inglés, “She walks in beauty, like the night”, que proviene de un poema del poeta Lord Byron cuyos primeros versos dicen así (en traducción de Pablo Anadón): “Ella, como la noche, en su belleza/ Avanza, aquellas noches de los climas/ Sin nubes, de los cielos constelados”. El poema de César Seco es el que sigue:
He aquí el poema donde Lord Byron
camina con su pie torcido
fumando picadura Captain Black.
De lo único que podía hablar entre quejidos:
de su pie torcido y el olor a hembra en su piel.
Pendiendo del cielo enmudecidos astros
y la claraboya en lo alto escurre la luz.
El polvo es un animal abrazado a la humedad.
Alrededor del limonero un niño albino y su aro.
Alguien entró en la sala, dejó caer la bacinilla,
el mar al fondo rugió.
Aquí la geografía palpable de la insanía.
El vaho vencido de las olas,
el viento golpeando las hojas del portón.
Todas las latencias se dejan oír:
el humo va y viene desde él hasta él,
el almagre roe el hierro de las camas,
callan las bisagras, calla todo.
He aquí el poema donde Lord Byron
camina con su pie torcido
fumando picadura Captain Black.
Esto es un retrato, ¿de quién? Bueno, está allí Lord Byron, poeta al mar, que se mezcla con ese otro que escucha lo que acontece en una playa, y se va creando un personaje contemplativo donde la literatura y la experiencia de la percepción traspasada por la sobrevivencia a una calamidad, se entrecruzan aleatoriamente, sorpresivamente, para el diseño de una estampa imaginaria que se hace sentir por lo que tal vez oye y mira o algo parecido que le ocurre a ese otro que es su semejante, su misterioso hermano. La anécdota del pie es significativa, pues esa señal de cuerpo, ese cuerpo señalado en su defecto, en esa anomalía que lo hacía cojear, salir del formato de exquisito, precioso, romántico, enamorado y político de la liberación. Nos cuenta que el poeta metía la pata, se descarrilaba por un pie, por una extremidad que era como plomo en el ala desde el comienzo y no lo dejaba a luz ni a sombra, aunque logró defenderse de lo peor con mucha voluntad e invención. Esa cojera, ese pelón, esa falla, ese descalabro en el cuerpo es quizás lo que luce principal dentro de varias opciones para navegar por él. Un poema donde el poeta anda con sus asuntos mientras fuma. Y lo hace de tal manera, se reconcilia de tal forma con el descuadramiento de origen, que fuma en la playa y observa la vida como lo haría una muchacha en su belleza cuando camina por la noche despejada. Es como pensar que en algún lado debe existir una salida elegante, tipo Lord Byron, para el problema que los humanos traemos encima y a punta de lápiz nos distancia y circunscribe.
En el poema “Castillete” es Armando Reverón, el hombre del mar en blanco, quien viene al encuentro con los guiones y las voces que miran, con las muñecas que hablan, desde el mítico espacio que creó el genio para entregarse a los sueños ascéticos del color y a la liturgia que pasaba por un ajuste corporal previo al acto de pintar, para trenzar cabos sueltos, de arriba y abajo, norte y sur, en el ecuador de su figura. Así podía conservar la calma y las diferencias bajo la ventolera de las imágenes. El castillete, ese recinto fantástico entre la arena y el viento, ese sueño en tres niveles que despareció bajo el furor de la lluvia de barro, era el espacio costero donde la sombra del pintor cruzaba muros con el poema afantasmado de su cuerpo en un arte de pleamar y bajamar, de ser y de no ser, en ese ir y venir del agua y los recuerdos:
Al final del poema podemos leer:
El casco de un toro escarbaba su cabeza.
La felpa de las muñecas, la esperma vertida,
el loro disecado, la botella.
Lo que vino a dar aquí volvió por donde vino.
Tras la montaña el mar aguardó.
Su sombra la decapitó la luz.
Nada dice que algo estuvo aquí.
En la desolación que espanta, en el dolor que se registra en la bóveda astral de las heridas, en las sombras del castillete que decapitaron las piedras, surgen las cosas de Reverón en el reguero de lo más querido. Y en ese desastre nadie puede decir lo que estuvo y lo que fue parece impensable. Es esta borradura, esta desaparición, esta mente en blanco, esta mente tapiada, esta cabeza de toro que escarba la cabeza sin encontrarla, acaso es humo lo que sale de aquella destruida construcción de Macuto. “Nadie dice que algo estuvo aquí”. Es como inconcebible la reconstrucción. Todo padece la desintegración, la voladura, la desaparición literal y así es muy difícil recordar, hacer memoria. Es peor que lo reprimido o el olvido, es que no hay nada o casi nada. No se ve nada. El ojo se queda sin objeto. Y es esta inmensa ausencia lo que afantasma lo que existe, lo que ahueca el cuerpo de los sobrevivientes, lo que se deja oír en los ecos de los ecos de los ecos.
Los restos que navegan por el mar después de la tragedia y llegan a diferentes destinos es un tema del largo poema “Yuya”, donde el alguien de la ficción poética recibe esos objetos con la seguridad de que pertenecen a una persona, que las mismas regresarán algún día a su dueño –por eso las acumula en la sala de su casa para cuando venga el propietario o se las envíen algún día–. El tiempo es el de la espera, el clima es absurdo. Una pregunta sería esta: en ese río de cosas que vienen de algún lado y algún día se irán (o no), ¿dónde queda el deseo? ¿O no hay deseo?, ¿es que también se lo llevaron las aguas y el estallido? Lo que sabemos puede resumirse así: los restos de la desgracia llegan hasta una playa donde alguien se ocupa de apilarlos en la sala de su casa hasta que llegue el momento de entregarlos. Residuos, desechos, piezas de algo mayor que rueda en el desorden del trasteo. Las cosas como testigos pasivos de la errancia infinita a través de un mapa inexistente. Así se lee en los primeros versos del poema:
Un día esto dejó la marca en mi puerta.
llegó aquí como anduvo a flote
por lo que ha de volver a su lugar como vino.
Seguro, a la mano que fue dueña de esto,
todas estas cosas han de volver –me dije.
Mientras tanto las tendré aquí en un aparte de la sala.
¿No será esa situación enajenada una experiencia cercana a la percepción fragmentaria y dislocada que con afán intentamos zafarnos de ella, con “azogue”, con angustia, para salir de esa ruptura, de ese quiebre, ante el estallido de lo que supuestamente éramos, de lo que supuestamente nos creíamos, de lo que con seguridad habíamos inventado, con la flor en la solapa de Narciso Espejo, y de pronto todo eso cae al suelo y se desploma y se continúa como al garete y diferido? Acaso el mar lo sabe y algún día de estos no brinde una respuesta en medio del desconcierto de las olas. Por lo pronto, vamos a ver si lo cuenta quien apiló esos objetos y si llegó su dueño o si los quemó en el patio. Por lo pronto, también, ¿no será que ese deslave, ese ver caer en pedazos lo que uno se creía, no formará parte de la aventura existencial cuando se quiere encontrar una vía hacia lo más singular y trabajar por ello o es forzado a esa situación límite por algo que se impone a la fuerza? Sea lo que sea, recuerdo que el libro también dice: “La única costumbre que tuve fue conocerme./ Me quedé a vivir en los escombros”.
El poema que transcribo a continuación se llama “Deslave”:
Nada mío quedó donde viví.
A lo más fueron unas paredes
que levantó mi padre en la ensenada
cuando nos vinimos de Coro.
Ya encontré donde leer
y recordar a mi hermana
que pudo escapar en una nevera,
pero no sé adónde fue a parar.
Aquí el que habla es parte de la hecatombe (la tragedia de Vargas) y trata de reconocer lo que le quedó después de que su casa fuera tachada por el sacudón de la naturaleza. El vacío, un poco de pared que se mantuvo en pie por vía paterna y un sitio para leer. Eso es todo. Y este sujeto del poema, este sujeto de la escritura que protagoniza a dúo en esta poesía con quien habla, pareciera relatar una misma experiencia y sus variaciones, sus ramificaciones, a través de distintas figuras que van pasando ante nosotros, los lectores, en la forma que conoce y quiere: los poemas, ese relato en versos como única tierra y patrimonio. La referencia a la nevera donde viaja la hermana subraya lo perturbador de la experiencia. Me parece que lo más decisivo acá es el desplome y la borradura del mapa, ese golpe, herida, zanja, marca violenta que divide al mundo en un antes y un después. También estamos ante el tema de la emigración, de la salida bajo impacto y un recorrido sin destino que acentúa lo inexplicable, el viaje de las cosas y las gentes que se desplazan como las sombras que viajan dormidas. Impactadas.
Al pasar la página encontramos el poema que le da título al libro, “La playa de los ciegos”, quizás el propio ojo del huracán . Mi corazón al desnudo, desnudo y frágil, es lo primero que se me viene a la mente al leerlo. El poema dice así:
En la tormenta de estas aguas
va la diadema de los resplandores lunares.
En la colina que media entre la iglesia y el bar
va el fantasma apurado de mis años.
Va desdibujando el cuaderno que sostuvo su voz:
guijarro que hoy me devuelven las olas.
No se explica por qué el ultraje de la memoria.
Insiste en desenvainar puñales que aciertan
en el pecho una muerte repetida.
Busca aire, sílabas, luceros.
Sus manos aguardan el pan escrito
que es miga en su boca.
Entre la mesa y el plato sus manos
son esa juntura, esa sed, esa hambre.
Las palabras no dicen del todo lo que sabe.
Le bastará silenciar el ruido de afuera.
Sobre el limpio mantel los ojos que lo vieron:
el escurrirse de lo visto con el viento.
La noche estuvo creciendo
en la pelambre del gato guarecido bajo la mesa.
Más blanca la cal de las paredes por la lámpara.
Tantas noches el cuaderno abierto frente a él.
Alrededor el mundo volaba en pedazos,
la madera escupía los clavos
dejando que las aguas hicieran el resto.
Al amanecer la insistencia de las olas lo borró
y su breve espuma fue sustituida por el viento.
Qué hermosa la manera de darle sentido a la vida con la poesía, con la escritura, con las imágenes, las metáforas, la sintaxis, la respiración, los afectos, los miedos, las constataciones, los peligros, lo que surge, lo que desaparece, lo que insiste, vuelve, emociona. Por otro lado, este poema es un verdadero epicentro de energías complejas para discernirlas. Y en medio de estas dificultades que quedarán intactas luego, me acercaré a sus palabras entre las acciones y reacciones, entre la claridad y el caos, la aurora y el poniente, la ternura y el delirio, las tensiones y la serenidad.
Expresé, antes de transcribir este poema que le da título a la obra, que me venía a la mente la frase “Mi corazón al desnudo”, que, además de una confesión, es igualmente un libro de Charles Baudelaire, y haciéndole caso a la correspondencia, abro una página del poeta francés y leo esto:
Sobre la evanescencia y el equilibrio del Yo.
Todo consiste en eso.
Sobre un cierto goce sensual entre los extravagantes.
Esto lo entiendo como una pista que viene de una sintonía a la que le brindo mayor atención dentro del entramado poético de los vasos comunicantes. En este sentido, lo que apuntan los versos del escritor de Las flores del mal es atender a la trilogía conformada por la evanescencia, el Yo y cierto goce sensual. Lo que leído en el contexto del psicoanálisis, pudiera entenderse como la evanescencia del inconsciente, el Yo y el goce. Es decir, dimensiones del aparato psíquico de acuerdo a Freud, a Lacan.
En el poema, lo primero en aparecer es una “tormenta” donde vemos cosas que pasan frente a Alguien en calidad de acontecimientos que los versos registran en una secuencia terminal, agónica. Se trata de imágenes de fin de un mundo específico, cuadros donde se percibe lo que sobrevivió a lo que las aguas se llevaron, lo que se está yendo, lo que va y vuelve, lo que a lo mejor volverá o no a su lugar de proveniencia. Son los residuos después de la tempestad. Un paisaje descentrado, traumatizado en el eje. Después, la voz del que habla y escribe registra una diadema de espejos y se despeja y despelleja la situación. Esto lo dejamos para más adelante. Luego surge una colina entre dos polos que sin mucho esfuerzo pueden ser los del bien y del mal (la iglesia y el bar), y entre estos puntos opuestos, en medio de ellos en todo caso, “va el fantasma apurado de mis años”. La contemplación de esta figura, este alguien, este hombre, este otro, se emparenta con el verso de aquella pregunta: “¿Qué escucha ese hombre?” y esto aumenta el espacio de lo afantasmado, pues se trata de lo que se resiste a la plena objetivación corporal aunque lo veamos, es una figura que le va bien en esa conjunción de la pregunta con lo indeterminado, de la interrogación con la cosa desconocida, del no saber qué es, qué escucha, qué quiere, a pesar de verlo ahí. Es el terreno de la ambigüedad, de lo sinuoso, de lo incierto. Me atengo a lo que puedo resumir en este momento, asociando ese “fantasma” a los extremos de la ética (la iglesia, el bar) y la pregunta por el cómo proceder, y en ese sentido como instancia que ha jugado un papel esencial en la orientación para la vida de quien lo señala y lo ve ahora en su dominio alterno, después de ocurrido lo que ocurrió, cuando adquiere visos de autonomía tal que le permite hacer distancia y tener un punto de percepción distinto a quien lo mira sin hacerse uno con él y se hace otro también en un vaivén no fácil de seguir, o mejor: en esa dificultad hay algo medular de lo que extrañamente sucede.
¿Es una fantasía, un otro, un doble, un fantasma, un alter ego?
Al fantasma se lo vincula al “apuro” para salir adelante, a la falta de serenidad, a un arreglo medio imperfecto con lo que pueden ser los nervios, la angustia, lo que no sabemos, la intranquilidad, el sobresalto, el temor. Este fantasma entonces es probable que fuera una forma para equilibrar los desajustes del Yo. Y visto así, este deambular de eso otro es una cuestión desarmante, pues los mecanismos de defensa, con la exterioridad fugada de ese punto de referencia, con su salida del acá donde es su lugar ideal (¿el lugar del enfoque, de la interpretación, del Yo?), se produce una película con aquello mismo que ayuda a la hora del tormento y la tormenta y ahora se ha separado y se le ve pasar en dirección a quién sabe dónde y no se sabe qué escucha ni qué hace además de interrogar a su rodilla, como los versos habían dicho en el primer poema.
Cito a continuación palabras de la psicoanalista española Dolores Castrillo que parecen útiles para ilustrar por dónde va la idea del fantasma en ese saber fundado en la obra de Sigmund Freud, que no coincide con lo que parece concebirse por tal en estos versos, pero da una idea de lo que probablemente se roza en alguno o varios sentidos:
“Freud nos mostrará que el fantasma es aquello que soporta la realidad del sujeto e impregna su vida entera. Está siempre presente y forma parte de la cotidianeidad de todo ser parlante que está sumido, una parte notable de su vida despierta, en los ensueños, en esas escenas e historietas que le son parcialmente accesibles y en las que se consuela de los sinsabores de la existencia. La presentación más evidente de estas secuencias es imaginaria y su función es figurar un sueño de placer y de goce que funda negativamente la realidad”.
Asimismo, traigo acá una reflexión de César Seco sobre la obra del poeta Juan Calzadilla, pues señala algunas características que considero afines a lo que surge en La playa de los ciegos: “(es) una aventura poética que no se agota en sí misma. Su personaje hablante (…) se va transfigurando hasta alcanzar la invisibilidad, (…) deja de ser sujeto para sumirse en el no yo”. Y agrega: “En un instante se dio vuelta ante el espejo y pudo intuir una realidad más allá de sí. No ya la de quien puede reconocerse idéntico a los rasgos que lo reflejan y sonreír o hacer una mueca, sino la de quien, apartándose del azogue, dándose la vuelta y quedando de espalda, sin poder mirarse –como el personaje del cuadro de Magritte–, se percata del otro que también es, se entera, como de súbito, que es tras de sí donde ocurre todo, porque el ego miente y no lo que traemos detrás”.
Anotado esto, continúo. En este libro lo que entiende el autor por fantasma está separado, aislado, desdoblado, alejado del pasado por la emergencia del presente y pasa como una interrogación a los ojos de quien lo contempla como algo que es también él y al mismo tiempo no lo es. Esto es necesario destacarlo, pues ante ese movimiento espectral por los caminos de la duplicidad, lo que se consideraba el ser de alguien deja de tener sentido, pues en la actualidad es y no es, y no sabemos quién mira, observa, contempla al otro en esta pérdida de una supuesta y acaso fantasiosa identidad. Aparecen las grietas del sinsentido y todo queda en el aire, sin tierra, sin sostén, en el suspenso.
El poema añade por su parte que eso, el fantasma apurado del tiempo, “Va deshojando el cuaderno que sostuvo su voz”. Esto tal vez puede interpretarse como que lo escrito en y desde su compañía, desde ese pacto que ya no existe, con él y en él, era producto de una unión inadvertida, figura incorporada, instalada, inconsciente. La lógica del poema conduce a la desaparición forzosa de lo hecho, de lo creado, de lo trabajado, de lo escrito, pues estaba sostenido por una “voz” que ya no está donde debiera, y lo registrado, asentado en el papel, pierde consistencia y se convierte en tinta invisible, en algo insignificante, superficial, baladí:
Va desdibujando el cuaderno que sostuvo su voz:
guijarro que hoy me devuelven las olas.
Ahora, Alguien no se explica “el ultraje de la memoria”, pues la enajenación afecta asimismo en este caso, según dice el poema, a la relación con los recuerdos, y aquí como que solo está la memoria en tanto violencia que hace daño, ofende y ultraja. Memoria con la que poco se puede hacer en relación a la reconstrucción de la existencia, ya que aquí el pasado regresa principalmente como expiación, como culpa, en el tiempo verbal del participio pasivo. Una situación similar a quedarse al descubierto, a la intemperie, sin malla, sin filtro, en lo mínimo para soportar el embate de la vida y, por el contrario, lo que sucede es que lo que vuelve “Insiste en desenvainar puñales que aciertan/ en el pecho una muerte repetida” (¿será este el extraño y perjudicial goce sensual de los extravagantes del que habla Baudelaire?). Recuerdo la “Cascabel” que abre este libro, aquella circularidad de palabras que regresan siempre al lugar del crimen. Puñales desenvainados que no solo es no hay quien los detenga, sino que también insisten en regresar con el accionar directo de la muerte. Asimismo, en la tormenta de estas aguas con la que comienza el poema, dice:
En la tormenta de estas aguas
va la diadema de los resplandores lunares.
La diadema, símbolo de preeminencia, de mando, de poder, es la corona del rey con los diamantes espejeantes de la imaginación, y hay como dos vías para acercarnos a estos versos: el poema entero dentro de la órbita de esos resplandores donde Narciso Espejo ve descomponerse el espectáculo abrillantado de su rostro, eso que mira embelesado y lo llevará a la muerte; o es la muerte de Narciso lo que se lleva a cabo. En todo caso, la fractura es fundamental en el poema y en el libro; pues esa tormenta, ese evento de la naturaleza, el deslave –que es el sello en este poemario–, es una tragedia, un acontecimiento en el cuerpo, en la memoria, en la conciencia, en el inconsciente, en el sujeto, que lo raja, lo tumba, lo vuelve eco, pedazo, residuo y fragmento (“me acostumbré a vivir entre escombros”); lo que vendría a ser como un fin y un comienzo a partir de aquello terrible que absorbe, quita, decapita, destruye. La pregunta es, entonces, cómo hace un rey para vivir sin diadema, sin corona, cuando se ve salvajemente humanizado, sacado del ámbito de sus funciones; cómo organiza sin su condición, sin su rango, sin esa magia; o sea, parece concentrarse el punto por aquí: desde dónde procesar el cataclismo de la vida con ese Yo sin atributos. ¿Y cómo apelar o ir hacia a aquello que está detrás del ego que miente (según palabras de César)?
De igual modo, hay algo en el poema que contribuye en mucho a la descripción cinematográfica de los hechos, de estos restos de otro orden, como si fuera un mundo sonámbulo ese donde Alguien mira y oye desde una resonancia como de ultratumba. Tal vez tenga que ver con lo que dirá en otro poema: “Uno está mirando lo que ya no es más./ Uno solo ve lo que apenas quedó”. Sea lo que sea. aquí ese Alguien sigue captando imágenes:
Sobre el limpio mantel los ojos que lo vieron:
el escurrirse de lo visto con el viento.
A lo mejor aquí se ve, no con esos ojos fuera de sitio, fuera del lugar donde van, y están siniestramente en el mantel; tal vez se mira con la mirada desde otro ángulo. Quién sabe. En la rica ambigüedad de la poesía, en esa falta de precisión que suma, agrega y multiplica, aparecen acá líneas en varios sentidos, una hacia cierta literalidad del órgano de la vista sobre el mantel –los ojos desmantelados–, y otro es el enfoque de la vista hacia una parte de la mesa que concentra una referencia física inquietante, pues hay un desprendimiento, no del órgano, sino de aquello que fue tan personal y está afuera, desorbitado, en ese más allá de niebla que está posado en este poema y en todo el libro. Lo cierto es que, en ambos casos, pasa que lo visto y mirado, esa historia de hechos y afectos parece irse, escurrirse con el viento, para conformar el vaciamiento en su conjunto; lo que equivale a quedarse como sin nada o en la nada: anonadado.
La mediación que pasa y aquello que afecta al pasado, a lo escrito, a la orientación, a las creencias, a la mirada, vendrían a conformar una voz, un temple, un carácter, cuya ausencia le da cancha a una pérdida cada vez mayor. La playa de los ciegos en buena medida consiste en esa desposesión, en ese afantasmamiento, en ese resonar en el despeñadero del deslave interior donde la luz de la conciencia ayuda muy poco. Aquí se mira como se ve en los sueños, quizás como en una alucinación. La realidad parece onírica y se nombra lo que quedó y pasó en el estrecho mundo donde se vive a rin pelado, en el ajuste de lo que puede ser contabilizado en el desamparo y el abandono.
Quien habla observa también sobre la mesa la sed, el hambre, el ruido de afuera, y después de anotar cómo crece lo oscuro en la pelambre del gato, afirma: “Alrededor el mundo volaba en pedazos”.
Esta pérdida de mundo, esta pérdida de sí, y esa pérdida como de todo es lo que le da forma a la ceguera en este libro. Ceguera, sin embargo, que no acaba con la mirada ni con el deseo de vivir y continuar. Y esto no es poco. Así lo dice en el poema “Ostentación”:
Me duele la piel, el sentido, me duele todo.
No quiero saber por qué estoy vivo, pero lo estoy
y eso también me duele. Le pediré a la enfermera
me acerque lo único que las aguas me dejaron:
la cámara.
Escribe Roland Barthes: “La fotografía entendida como un objeto de duelo. Papel de la fotografía como «testimonio», como «trámite tanatológico» que me permite un día ver «lo que ha sido». El fotógrafo es como un taxidermista. La fotografía como rito de la muerte en sustitución de los ritos religiosos. Quizás plasmando un momento que sabemos nunca se repetirá –en realidad el acto de fotografiar es como una pequeña muerte– en cierta forma queremos así conservar la vida”.
El poema “Perplejidad” de este libro dice esto:
Uno mira lo que no mira
Uno solo sabe que ocurrió.
Este viaje a través de los poemas de César Seco, quiere ser también un homenaje a su autor, pues sus escritos tocan frecuentemente experiencias de la condición humana que nos resultan tan difíciles de referir y aceptar, y unos más que otros tratamos siempre de hacerles kikirigüiqui. Es cuando ellas hacen lo suyo con nosotros, cuando nos revuelcan y vuelven tuche, burusa, migaja. Escritos donde no pareciera ser posible decir algo y donde su poesía se crece con hallazgos que van mucho más allá de los sucesos que propician las imágenes. Creo encontrar en sus poemas fértiles materialidades sonoras haciendo formas en lo increíble. Esto me pasa con su poesía desde que leí su segundo libro: Árbol sorprendido (1995), que me conmovió para siempre.
Dándole entrada en la salida a la pregunta inicial, es bueno agregar que esta escritura de La playa de los ciegos es hermosa en tanto que dice de manera magnífica lo muy “escurridizo” de expresar, que no es lo bonito exactamente, sino eso que viene enredado, enmuñuñado desde muy abajo, en un enigmático zigzagueo, y aquí se hace rasgo, trazo, huella en el papel de gente que teje en lo más hondo de las aguas de la vida interior, y con ello logran los artistas crear nuevas realidades para interpretar la existencia en eso y desde eso que se resiste obstinadamente al sentido y a la significación. Compañía de la buena. Ojalá que otros vengan a encontrarle más luz y detalles a tantas cosas más que ocurren en este libro (justo y esclarecedor prólogo de Gabriel Jiménez Emán a la edición). Hermosa escritura, por lo tanto, decía, porque dibuja y visualiza algo de lo que pasa, ocurre y acontece en ese rico, complejo, turbulento mundo de adentro, como pudiera haberlo dicho algún día, con contentura tibetana, el poeta Nyoshul Khenpo.