Otra economía es posible
Los pronósticos sobre el nivel de la contracción global provocada por el parón de la economía no son nada alentadores. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha venido actualizando sus proyecciones a medida que va haciendo seguimiento a los efectos de la pandemia. Según sus últimas declaraciones [1], la economía mundial sufrirá en 2020 una contracción superior al 3%. Esta contracción será mucho mayor en las economías desarrolladas, donde se alcanzarán cotas de -9%; por su parte, las emergentes de la región Asia Pacífico crecerán un modesto 1%. En el ámbito laboral, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima “una disminución de la cantidad de horas de trabajo de alrededor del 10,7 por ciento con respecto al último trimestre de 2019, equiparable a 305 millones de puestos de trabajo a tiempo completo”. [2]
En América Latina la situación se avizora aun más catastrófica. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) proyecta para la región un desplome del 5,3% en la actividad económica y la caída en la pobreza de más de 30 millones de personas. La organización multilateral visualiza impactos significativos sobre las economías latinoamericanas: disminución de los intercambios comerciales con los principales socios de la región, caída de precios de productos primarios, interrupción de las cadenas globales de valor, menor demanda de servicios de turismo, incremento de la aversión al riesgo y empeoramiento de las condiciones financieras. [3]
Las estrategias propuestas por la CEPAL para hacer frente a estos efectos no difieren de las propuestas inicialmente adelantadas e impulsadas hasta ahora por entes como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el Banco Mundial o el FMI, y que ya comenzaron a implementar los bancos centrales y Gobiernos de casi todo el mundo: estímulos fiscales a las empresas, fortalecimiento de los sistemas de protección a sectores sociales vulnerables, aumento de la liquidez monetaria, facilidades de acceso a créditos multilaterales, y aplazamiento de deudas. El problema con estas medidas es que han sido pensadas e implementadas desde una visión reduccionista de la crisis y apuntan a la errónea concepción de intervenir la economía con la mira puesta en un “retorno a la normalidad” cada vez menos probable y deseable.
La “normalidad” neoliberal
En su último libro, Capital e Ideología, Thomas Piketty y su equipo de la Paris School of Economics, han dejado en claro que el aumento de las desigualdades no es una “natural” consecuencia de la competitividad económica sino el resultado de la aplicación de ideologías “inigualitarias”. Piketty nos muestra, mediante un sistemático acopio de datos, cómo la desigualdad social ha evolucionado a lo largo de los tres siglos de existencia del sistema capitalista.
Uno de los hallazgos más reveladores es el que presenta la evolución de la curva de desigualdad (curva del elefante) durante el siglo XX, en las llamadas economías desarrolladas. Lo que estos datos demuestran es la estrecha correlación entre regulación económica y aplanamiento de la curva durante la postguerra, que luego vuelve a incrementarse con la implantación del neoliberalismo en los ochenta de la mano de Reagan y Thatcher. Durante los cuarenta años que van de la Segunda Guerra Mundial al experimento neoliberal, la mayoría de las principales economías del mundo aplicaron políticas de redistribución, regulación de capitales, protección de los sectores laborales, fortalecimiento de servicios públicos. ¿Cómo lo hicieron? Mediante la implementación de elevados impuestos sobre las mayores herencias, donaciones y otras transmisiones patrimoniales, control sobre los mercados de capital, mayor equilibrio en las relaciones laborales y una fiscalidad progresiva en la cual el impuesto sobre la renta a los sectores con mayor ingreso llegó a significar más del 90% en países como EE.UU. o el Reino Unido.
Fuente: http://piketty.pse.ens.fr/fr/publications
Como podemos observar en los gráficos precedentes, el ascenso del neoliberalismo como régimen de gubernamentalidad –Foucault dixit– ha significado en los hechos una mayor desigualdad social al concentrar más del 80% de la riqueza mundial en manos del 1% de la población. Como ejemplo, en los EE.UU. el decil superior de los mayores ingresos se apropia hoy de más de la mitad de la renta nacional, frente al 35% que captaba en los años setenta. En el mismo período, la tasa marginal superior del impuesto sobre la renta (la que se cobra a los más ricos) pasó del 90% del ingreso a finales de los sesenta a cerca del 40% en la actualidad.
La hegemonía neoliberal no ha implicado solamente ingresos más bajos para los trabajadores, sino también la privatización de sectores públicos encargados de garantizar derechos humanos fundamentales. A esto debemos sumarle la aceleración irracional de la explotación de la naturaleza y una creciente apropiación, por parte de las grandes multinacionales tecnológicas, del conocimiento socialmente construido.
Pero no seamos ingenuos, si el pacto social de la postguerra que dio paso a los llamados estados de bienestar fue posible, no fue tanto por la existencia de unos capitalistas altruistas (lo cual podría parecer un oxímoron), sino por el ascenso del movimiento obrero y la fortaleza de las organizaciones de trabajadores. Por ello, a la par del desmantelamiento del Estado, los Gobiernos promotores del Consenso de Washington llevaron adelante políticas represivas del movimiento sindical y las organizaciones populares. En algunos casos mediante la criminalización de los trabajadores y sus organizaciones sindicales como hizo Thatcher, en otros, como Pinochet, con su literal aniquilamiento físico. Todo ello aderezado con una glorificación del individualismo extremo y la competencia como principio regulador de la actividad económica que se expresa, a través de “un conjunto de discursos y dispositivos institucionales destinados a justificar y estructurar las desigualdades económicas, sociales y políticas”. [4]
El dominio del capital financiero
Antes de la llegada de la Covid-19 las alarmas de la economía global ya parpadeaban en rojo, en parte debido a que las medidas implementadas para superar la última Gran Recesión de 2008 terminaron siendo peores que la enfermedad. Hace 12 años, el estallido de las hipotecas subprime, en el mercado inmobiliario estadounidense, desajustó los balances de los principales bancos provocando un desplome del crédito y la bancarrota de miles de familias y empresas. La desregulación neoliberal de los mercados financieros y la excesiva dependencia del sistema bancario internacional respecto al dólar, provocó un efecto contagio que llevó a una drástica caída de la actividad económica en todo el mundo. Las recetas anticrisis se centraron en rescatar a los bancos mediante la inyección de recursos públicos, la aplicación de medidas monetarias y fiscales como la expansión cuantitativa, la reducción de los tipos de interés y reducciones impositivas a las grandes empresas. El resultado: incremento del déficit de los Estados, recortes o privatización de servicios públicos, precariedad laboral.
De nada sirvieron los golpes de pecho del G20, ni la vacua promesa de refundar el capitalismo sobre bases éticas que ofrecieron Obama y Sarkozy en aquel Foro Mundial de Davos 2010. Por el contrario, la doctrina del shock que tan bien nos relata Klein, se hizo presente: los capitales globales mantuvieron su hegemonía y radicalizaron la apuesta neoliberal. La crisis de 2008 nos dejó claro de quiénes son las visibles manos del mercado:
«… Son las multinacionales quienes protagonizan el capitalismo moderno. Según un documento reciente de la OMC, las 500 mayores controlan más del 70% del comercio mundial. Pero quien manda en ellas, en la mayoría de los casos, son los capitales financieros: hedgefunds, sociedades de capital riesgo, fondos de pensiones, fondos soberanos y otros capitales especulativos, muchos estrechamente vinculados a los bancos y a las grandes fortunas». [5]
Por eso, cuando nos hablan de “los mercados”, nunca debemos olvidar que son actores específicos y no ese reino de la competencia perfecta entre abstractos agentes económicos en el que la libre fijación de precios a partir de la utilidad marginal asegura el equilibrio del sistema. Digámoslo más claro: el mercado autorregulado es y siempre ha sido una quimera, una construcción ideológica mediante la cual los grandes capitales monopolistas disfrazan de interés general los suyos propios y nos hacen soñar con la riqueza y la libertad como productos del esfuerzo y la iniciativa individual. Los caminos de la economía no son un resultado “natural” del libre juego de la oferta y la demanda, sino de las decisiones de algunas corporaciones que controlan las cadenas de suministros y cartelizan precios, poseen medios de comunicación, financian institutos de investigación, crean partidos y organizaciones políticas para asegurar los marcos jurídicos que sustentan determinadas relaciones de saber y poder. Las finanzas, que comenzaron hace ya más de un siglo como un mecanismo auxiliar para la capitalización de la producción de bienes y servicios, han terminado por convertirse en hegemónicas y erigirse en el centro de nuestro concepto de economía. Los bancos, las bolsas, los mercados financieros determinan con sus “estados de ánimo” los precios, las tasas de cambio, los intereses del crédito, los optimismos o los pesimismos sobre el futuro.
Hoy ese artificioso castillo de naipes amenaza con venirse abajo. Aunque para ser más exactos, lo que parece estarse derrumbando es el relato de que una economía sana depende de la tranquilidad de “los mercados”. El confinamiento como medida excepcional para proteger la vida de millones de personas ha significado un duro choque con la verdadera “naturaleza” de la actividad económica: la producción de bienes y servicios para la sostenibilidad de la vida en sociedad. La crisis del coronavirus nos está mostrando lo que sucede cuando a la ecuación económica le sustraemos los trabajadores: la inviabilidad de toda la economía. Pero esto no es una revelación sorpresiva. Los fundadores de la economía política, Adam Smith y David Ricardo, ya lo aseveraban hace doscientos años: el trabajo es el factor fundamental en la producción de riqueza.
Crisis: ¿ventana de oportunidad?
A diferencia de todas las crisis anteriores que tuvieron sus causas en desajustes intrínsecos a la esfera financiera (crisis de oferta, de demanda, de caída de la ganancia, de liquidez, etc.), la actual se va perfilando, de forma cada vez más notoria, como una crisis sistémica. Tras décadas de enarbolar la autonomía de la esfera de la producción y el intercambio económico, y de negar su relación con otros ámbitos de la vida como el clima, los modos de socialización, la feminización de los trabajos para la reproducción social, el incremento de los flujos migrantes o la erosión de los marcos democráticos, hoy la crisis nos revela a la economía como un campo interconectado e interdependiente del resto de vida en sociedad. La economía ya no puede ser entendida como causa eficiente de lo social, sino como una esfera más de las actividades humanas. Hoy más que nunca sabemos que la vida en sociedad trasciende el ámbito del intercambio mercantil y la producción de riqueza, que hay vida más allá de la economía, y sin embargo, también sabemos que no es posible la vida sin ella. No se trata por tanto de negar el papel fundamental de la actividad económica, sino de construir otro modo de organizar la producción material que garantice, al mismo tiempo, la existencia de la especie y la sostenibilidad del planeta.
En otras palabras, si queremos que los efectos de la crisis no la vuelvan a pagar los trabajadores y el medio ambiente, se hace perentorio transformar el sistema económico dominante. Esto implica, en primer lugar, avanzar en una reconfiguración de los pesos relativos que han mantenido, en las últimas décadas, los factores de producción: capital, tierra, trabajo y tecnología. Un nuevo pacto económico, o como lo han denominado múltiples personalidades y organizaciones, un greennew deal. Debemos construir alianzas políticas y económicas que reviertan la insostenible desigualdad entre aquellos factores, desde una mayor equidad en los beneficios que se reparten el capital y el trabajo, pasando por el establecimiento de un nuevo marco regulatorio de las actividades productivas que han llevado al factor Tierra –recursos minerales, bosques, aguas, aire– al límite de sus posibilidades, hasta el fortalecimiento de modelos de I+D que garanticen el uso colectivo del conocimiento y los desarrollos tecnológicos entendidos como bienes comunes. Alianzas amplias, democráticas y transversales que se contrapongan al dogma neoliberal que naturaliza la desigualdad y concentra los beneficios en el sector financiero.
Las consecuencias estratégicas de esta crisis podrían acelerar previas tendencias. Algunas como la reconversión digital del trabajo, los recortes fiscales, la nueva guerra fría entre China y EE.UU., las tecnologías de vigilancia biométrica o los recortes fiscales podrían conducir a mayores niveles de xenofobia, autoritarismo, desigualdad norte-sur, precariedad y el debilitamiento de las instancias multilaterales (para muestra, el America First que ha llevado a Trump a abandonar, entre otras, a la Unesco, al acuerdo de París, el Tratado de No Proliferación Nuclear y la OMS).
En dirección opuesta, el fortalecimiento de los sistemas públicos de salud, la relocalización de algunas actividades económicas, el acortamiento de las cadenas de valor o el aumento de la soberanía de los Estados podrían llevarnos a políticas de protección de sectores económicos esenciales, ampliación de derechos, políticas de desarrollo endógeno y sostenible, recuperación de poder de decisión en los marcos institucionales nacionales. El desarrollo o neutralización de unas u otras tendencias dependerá de las capacidades de articular múltiples fuerzas sociales.
Más allá del fin del mundo
Decía Gramsci que una crisis de hegemonía consiste en que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer. Por ello, la primera tarea en la construcción de una nueva economía pasa por el debate y la difusión de las alternativas. Debemos desterrar de nuestro horizonte aquella afirmación de Jameson en la que parecía “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La crítica a la ideología neoliberal ha dejado de ser un esfuerzo marginal de sectores académicos, sindicales, feministas o ecologistas para colocarse en el centro de las reflexiones políticas y económicas.
La batalla por los relatos sobre el porvenir se ha intensificado y abre las puertas a la articulación de nuevas hegemonías. Pero la hegemonía no es una construcción espontánea de discursos que se condensan en virtud de su nivel de coherencia. Antes bien, es una acción deliberada de construcción de consensos y acuerdos entre actores sociales quienes, mediante sus prácticas, cargan de significación viejos y nuevos conceptos en nuevas cadenas de equivalencias y diferencias. Y es sobre todo, una praxis democrática permanente por afianzar y expandir esos consensos.
La actual crisis abre la posibilidad, tal vez por primera vez en mucho tiempo, de que diversas identidades y movimientos históricos en lucha reconozcan no solo vasos comunicantes entre ellas, sino que hablen un lenguaje común que se nutre del repertorio de ideas y experiencias de cada una para visualizar las nuevas trayectorias.
Hoy es posible que los feminismos reclamen una renta básica universal, los movimientos ecologistas se alcen contra la desigualdad y la precariedad laboral, los trabajadores y trabajadoras propongan fortalecer la economía de los cuidados, los campesinos apuesten por el comercio de proximidad y nuevos modos de movilidad urbana, y todos juntos salgan a protestar contra el racismo, exijan servicios públicos universales y nuevos esquemas de fiscalidad progresiva. De estos efectos “colaterales” de la crisis puede terminar derivándose una nueva filosofía epocal, que
«…no es la filosofía de uno u otro filósofo, de uno u otro grupo de intelectuales, de una u otra gran sección de las masas populares: es una combinación de todos estos elementos que culmina en una determinada dirección, en la que su culminar se convierte en norma de acción colectiva». [6]
Las figuras jurídicas e institucionales que adoptará esta emergente “concepción del mundo” no están establecidas de antemano, no hay manual ni dogmas para construir el futuro, solo la deliberación constante y la experimentación colectiva serán capaces de darle forma y potencialidad.
De hecho, en el contexto de la crisis ya hay Gobiernos –en su mayoría conformados por alianzas progresistas– que vienen adelantando debates y propuestas para la instauración de un ingreso mínimo universal, reducción de horas o jornadas laborales, exclusión de ayudas públicas para empresas con filiales en paraísos fiscales, reforzamiento de la reconversión hacia energías limpias, innovadores esquemas de movilidad basada en la peatonalización de las ciudades y el uso de bicicletas o esquemas tributarios más progresivos.
Un manifiesto elaborado por 170 académicos holandeses [7],y que circula en internet, resume a grandes rasgos los principios de esta nueva economía:
- Pasar de una economía enfocada en el crecimiento del PIB, a diferenciar entre sectores que pueden crecer y requieren inversión (sectores públicos críticos, energías limpias, educación, salud) y sectores que deben decrecer radicalmente (petróleo, gas, minería, publicidad, etc.).
- Construir una estructura económica basada en la redistribución. Que establece una renta básica universal, un sistema universal de servicios públicos, un fuerte impuesto a los ingresos, al lucro y la riqueza, el reconocimiento de los trabajos de cuidados, horarios de trabajo reducidos y trabajos compartidos.
- Transformar la agricultura hacia una regenerativa. Basada en la conservación de la biodiversidad, sustentable y basada en producción local y vegetariana, además de condiciones de empleo y salarios agrícolas justos.
- Reducir el consumo y los viajes. Con un drástico cambio de viajes lujosos y de consumo despilfarrador, a un consumo y viajes básicos, necesarios, sustentables y satisfactorios.
- Cancelación de la deuda. Especialmente de trabajadores y poseedores de pequeños negocios, así como de países del sur global (tanto la deuda a países como a instituciones financieras internacionales).
Incluso otros van más allá y se adentran en la necesaria transformación de los modos de propiedad de las empresas, en los cuales los trabajadores sean copropietarios, formen parte de los consejos de dirección y se beneficien de las ganancias. El socialismo participativo adelantado por Piketty o las propuestas del colectivo The Democracy Collaborative en EE.UU. caminan en esa dirección. Estas y muchas otras propuestas apuntan no solamente a redistribuir la riqueza sino a dotar de mayor poder de negociación a los trabajadores frente al capital.
Muchas de estas propuestas ya recorrían las calles de América Latina antes de la llegada del coronavirus. Las insurrecciones antineoliberales de 2019 en Colombia, Chile o Ecuador fueron apenas contenidas por la frágil tregua forzada que impusieron las medidas contra la pandemia. Pero eso fue apenas un breve aplazamiento. Como bien dice Reinaldo Iturriza: “tras la cuarentena, en las calles, nuestros pueblos, tal vez incluso el estadounidense, sabrán hacer lo que corresponde: continuar y profundizar la lucha ya iniciada y saldar las debidas cuentas” [8]. Todo parece indicar que en los albores del desconfinamiento estas protestas resurgirán con más ímpetu, ahora sustentadas por un espíritu global de transformación estructural del sistema hegemónico.Nuestra tarea hoy es sumar la mayor cantidad de voces y voluntades a este debate y a estas luchas, porque “estas cuestiones son de tal complejidad que en ningún caso deben dejarse en manos de un pequeño grupo de expertos o decisores (…) Es la reflexión y la deliberación comunes la que nos permitirá superar nuestro propio sistema económico y avanzar hacia un modelo de sociedad más justa para todas y todos”. [9]
Notas y referencias:
[1] Fondo Monetario Internacional. Informe de perspectivas de la economía mundial. Abril 2020. Recuperado en: https://www.imf.org/es/Publications/WEO/Issues/2020/04/14/weo-april-2020
[2] Observatorio de la OIT: El COVID-19 y el mundo del trabajo. Cuarta edición. 27 de mayo de 2020. Recuperado en: https://www.oitcinterfor.org/sites/default/files/file_publicacion/4to_observatorioOIT.pdf
[3] Comisión Económica para América Latina-Cepal: Informe sobre el impacto económico en América Latina y el Caribe de la enfermedad por coronavirus (COVID-19). Abril 2020. Recuperado en: https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/45602/1/S2000313_es.pdf
[4] Piketty, T. (2019): Capital et ideologie. Editions du Seuil. Paris. (traducción nuestra). P15.
[5] De Zárraga, J. L.: “Refundar el capitalismo, aquella broma macabra”. 23 de enero 2011. Recuperado en: www.publico.es/actualidad/refundar-capitalismo-aquella-broma-macabra.html
[6] Gramsci, A. (1986): Cuadernos de la cárcel,Tomo 4. México. Ediciones Era. P 151.
[8] Iturriza, R.: “Cuarentena (XI): la frágil tregua”. 3 de abril 2020. Recuperado en: https://elotrosaberypoder.wordpress.com/2020/04/03/cuarentena-xi-la-fragil-tregua/
[9] Paris School of Economics: (La parole à) Thomas Piketty. Septiembre 2019. Recuperado en: https://www.parisschoolofeconomics.eu/fr/actualites/la-parole-a-thomas-piketty-chaque-societe-humaine-doit-justifier-ses-inegalites/ (traducción nuestra).