La cuarentena masiva a la que hoy nos vemos sometidos podría ser quizá la primera experiencia cultural global y simultánea de la historia. Una experiencia sensible que, a diferencia de otros eventos catastróficos de alcance mundial, podrá ser incorporada a nuestro imaginario colectivo en tiempo real. La imprevisibilidad de sus consecuencias ha sido capaz de alterar en pocos días nuestros patrones de certidumbre y abrir no pocas interrogantes.
¿Qué implicaciones podría tener para la constitución de las identidades sociales el sabernos afectados por los mismos miedos, las mismas medidas sanitarias, las mismas precariedades en el mundo del trabajo, las mismas estrategias estatales de control, sean estas en China, Europa, Estados Unidos o América Latina?
¿Qué implicaciones podría tener para la construcción de lo común y las agencias colectivas la vivencia de este aislamiento compartido con sus solidaridades reales y sus manifestaciones digitales?
¿Cuáles son las transformaciones que acarreará sobre nuestra concepción de lo público, la democracia, la economía o la sostenibilidad de la vida?
El número de artículos y ensayos que vaticinan que a nuestra salida del confinamiento nos espera un mundo radicalmente transformado proliferan tanto o más rápido que el coronavirus.
La idea de una catástrofe capaz de hacer reset al contador de la historia no es nueva en la cultura, desde el milenarismo cristiano pasando por todas las modernas distopías hasta la revitalización utópica de autores como Fredric Jameson, el cataclismo –sea este cósmico, geológico, ecológico, vírico, tecnológico o una mezcla de todos ellos– siempre es visto como un desestructurante de las instituciones sociales que da paso al año cero de una nueva era cuyo carácter dependerá, en gran medida, de la ubicación que se tenga en el amplio arco que va de la utopía al apocalipsis.
Los más progresistas están hoy impregnados de una especie de jacobinismo biológico que anuncia la muerte del dogma neoliberal, la resurrección del modelo de bienestar keynesiano o el advenimiento de una nueva ola comunista, mientras los más escépticos alertan de la implantación global de un nuevo Estado policial de vigilancia biométrica y Big Data tal cómo funciona en varios países asiáticos.
Por mi parte, sin negar el carácter disruptivo del acontecimiento, soy más de pensar que las continuidades y rupturas de la historia deben ser analizadas siempre en relación con las fuerzas actuantes en la sociedad en un momento determinado, es decir, mediante un análisis de coyuntura que permita relacionar estructura y actualidad. A fin de cuentas, cuando despertemos, el capitalismo todavía estará aquí.
Good bye Friedman
En efecto, el capitalismo no va a desaparecer con la pandemia, pero su ideología hegemónica neoliberal sí que podría salir deslegitimada. El colapso financiero de 2008 y la aceleración del cambio climático ya nos estaban mostrando los límites del sistema, y sin embargo, los grandes poderes globales optaron por esconder la crisis y radicalizar el modelo en casi todo el mundo, al tiempo que la resistencia y protestas antineoliberales se hacían multitud en las calles de Chile, Colombia, Líbano, Irak, Francia o Ecuador. Señal inequívoca de que a la endémica crisis de la economía global se le estaba sumando una profunda crisis de legitimidad.
En este contexto, ¿podría la guerra contra la COVID-19 y sus efectos colaterales convertirse en catalizadora de una crisis hegemónica de la ideología neoliberal? Definitivamente sí, podría. Pero tampoco deberíamos pecar de optimistas.
Cualquier transformación de las estructuras económicas e ideológicas dominantes que no sea el resultado de una activa y consciente movilización social no deja de ser una simple ilusión. Porque, tal como advertía Gramsci: las crisis económicas –políticas o sanitarias– no producen, por sí mismas, cambios fundamentales; pero sí pueden crear un terreno favorable para la difusión de nuevas formas de pensar y plantear el desarrollo futuro de toda la vida social.
Por eso, a la par de las batallas por controlar la curva de la pandemia y minimizar los daños a la economía, también se ha comenzado a librar una batalla por los relatos que den sentido al mundo poscuarentena.
Uno de los ámbitos en los que esta batalla es más elocuente tiene que ver con las dicotomías entre público y privado, Estado y Mercado. Y esto es aún más visible respecto a los sistemas de salud.
Tras varias décadas de intentar crear el sentido común de que la sanidad privada era más eficiente que la sanidad universal y gratuita, con la consiguiente política de recortes presupuestarios, desinversión y repliegue del Estado en la prestación de servicios sanitarios, hoy la pandemia del coronavirus está demostrando que la salud como esfera de lucro y rentabilidad privada es incapaz de dar respuestas. Siguiendo las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, el Mercado también se lava sus invisibles manos.
Esta constatación ha servido para que múltiples voces clamen por un Estado fuerte que vuelva a ocupar un espacio central no solo en la prestación de servicios esenciales, sino también en la regulación de los ámbitos económico y laboral y el fortalecimiento de las soberanías nacionales.
A primera vista pareciera que la izquierda ha tomado la delantera. Sin embargo, en estos días hemos visto también a confesos neoliberales como Merkel, Macron o el mismo Donald Trump hablar de milmillonarias inversiones en salud pública y prestaciones a trabajadores, inyección de recursos estatales a la economía, e incluso nacionalización de empresas.
Esto nos hace pensar que la cacareada resurrección de Keynes no implica de por sí un aquilatamiento de lo público, sino ante todo una nueva edición de la ley no escrita del capitalismo que instituye que en toda crisis se mantenga la privatización de los beneficios a costa de la socialización de las pérdidas. La apelación al Estado para hacer frente al impacto de la pandemia permitiría, de manera encubierta, trasladar los costos de la inminente recesión mundial a las clases trabajadoras.
Una vez superada la crisis sanitaria podríamos fácilmente encontrarnos en un mundo en el que, pagando nosotros la factura, los grandes capitales globales hayan podido salvar los muebles del incendio y se dispongan a continuar con su catastrófico modelo de concentración de riqueza, destrucción medioambiental y generación de desigualdad social, solo que ahora con un Estado autoritario que justificará sus prácticas de vigilancia como una defensa de nuestra seguridad.
Más seguridad y menos derechos. Cualquier parecido con las condiciones que facilitaron la emergencia de los fascismos hace un siglo no es mera coincidencia.
Igual que hoy, a principios del siglo pasado el capitalismo industrial y el Estado liberal heredados del siglo XIX pasaban por una profunda crisis. Igual que hoy, la drástica caída tendencial de la tasa de ganancia amenazaba con el colapso de amplias ramas de la producción. Igual que hoy, hace 100 años, el sistema capitalista se encontraba en una fase de transición de su matriz energética y tecnológica. Y sin embargo, pese a la insurgencia política y radical beligerancia de las clases trabajadoras, el capitalismo supo reconfigurarse e iniciar una nueva etapa de acumulación y concentración de riqueza.
La superación de esta crisis orgánica a lo interno del sistema capitalista tuvo variadas respuestas en el ámbito de los Estados nacionales, desde la implantación de Estados fascistas con inclusión corporativa de las masas populares (casos de Italia y Alemania), la emergencia de los nacionalismos populistas en América Latina, hasta el New Deal Keynesiano en EE.UU. Todas estas “soluciones” intentaban dar respuesta a los problemas de acumulación de riqueza por la vía de una mayor planificación de la economía, la contención de la emergencia política de las clases populares –incrementada por la reciente experiencia de la revolución soviética– y la reconfiguración de los mecanismos de legitimación y construcción de hegemonía.
En todas el papel del Estado fue determinante. Por ello, pensar que el fortalecimiento de las actuales instituciones estatales implicaría de por sí un modelo económico y social más equitativo y sostenible no deja de formar parte de una lista de buenos deseos.
Romper la rueda
La solución a la crisis del sistema no puede ser más Estado y menos Mercado. A fin de cuentas las ideas keynesianas pueden ser, en palabras de Paul Krugman, tan “zombies” como las neoliberales. Como diría la madre de dragones, no se trata de girar la rueda sino de romperla.
Se trata, en todo caso, de atrevernos a vislumbrar una sociedad y una economía basadas en la idea de lo común, de plantearnos cuál Estado, cuál configuración institucional, cuál condensación de fuerzas sociales, cuáles modos de ejercicio del poder podrían permitir una gestión colectiva y democrática de la economía y de la sociedad. Frente al egoísta interés privado y la soberanía estatal sobre lo público, la gestión de los comunes.
Salud, economía, educación, cultura, comunicación, naturaleza, ciudad, conocimiento, no deben ser considerados propiedad privada o propiedad estatal, sino bienes comunes globales. Lo común como conjunto de relaciones sociales que se configuran a partir de la cooperación, la solidaridad, la cogestión, la propiedad colectiva, la sostenibilidad ecológica y la igualdad de géneros.
Se trata de promover y fortalecer una “praxis instituyente” –tal como proponen Laval y Dardot– que instaure la inapropiabilidad de amplias esferas de la vida social y libere lo público de su captura estatal.
Se trata de promover el autogobierno y la democracia participativa.
Se trata de articular sentidos, prácticas y subjetividades en torno a una nueva configuración de poder político, económico y cultural para las mayorías.
Se trata, en definitiva, de construir una nueva hegemonía global.