I
Tuve la oportunidad de conocer el primer poemario de Yanuva León, Como decir cántaro (Colectivo Editorial Senzala) en 2014. Desde entonces, no dudo en decir que percibimos una trayectoria que goza ya de perspectiva, como prefigurando su propio punto de fuga en el horizonte. Ese libro se lee sintiendo el arrullo de la voz de la autora, su ritmo y tono. Ritmo propio que no puede sino jugar seriamente con la música y la semántica del vocablo. Lengua propia que se dice: te voy encontrando, te soy fiel; lo cual habla de autenticidad y oficio poéticos.
Algunos de los poemas de este primer libro parecen escritos desde un estamento superior mítico y ancestral (“Dios es un sapo”, por ejemplo). Se reconoce, además, un particular desdoblamiento estético a través del lenguaje respecto a lo real cuando aborda la remembranza de los muertos de familia. Algo que he visto en otros poemarios logrados mayormente por las resonancias de lo emocional y afectivo. Me refiero a cómo la poeta habita sus muertos y esa otra dimensión, narrándolos de un modo diferente a la mera enunciación de la memoria. Es como si tuviera la capacidad de dimensionarse con los del otro lado, aun recurriendo a las naturales conjunciones verbales del espacio y tiempo, pero traspasando dichas fronteras. Con el relato de los sueños sucede lo mismo, “Esperando el grito” es como si el lenguaje onírico se escenificara en un holograma verbal en todo su esplendor. Y también, recuerdo especialmente el recurrente como decir o “como si”, intento consciente de acercamiento a eso que quiere “contar sintiendo” y se convierte en prodigio solo con paciencia en el tiempo y labor de filigrana.
Y ya que estamos hablando de la poesía, uno se pregunta, ¿qué esperamos de esta, además de lo genuino y un trayecto de maduración firme ante la elaboración de la experiencia de vida y del lenguaje que encontramos en Como decir cántaro?
Con Desviada para siempre, segundo poemario (publicado por Colectivo Editorial Senzala y Agencia Literaria del Sur, 2019), la poeta echa a andar por un terreno aún más claro, así sea en el enclave del desvío: Usted verá que vuelo con alas de palabruna transparencia, / horizontales alas de tul (“libélula”). ¿Qué entraña esa primera clave: desvío? Se hace anunciar y acompañar del epígrafe del poeta chileno Vicente Huidobro (el creacionista) que abre el libro, declarando que hará que los hombres aprendan nuevamente a hablar aquella lengua acuática, desviada para siempre, bella nadadora, de cualidad acariciadora.
Pero a pesar de compartir la intención de Huidobro, el protagonismo de este poemario no lo ejerce el lenguaje poético en esa sola cualidad. Que sea poético ya es un hecho. Y que la realidad, con sus hechos y cosas sea la raigambre más sólida y profunda que teje Desviada para siempre, también es un hecho. Lo que tiene por decir pesa (dice el poema “cotoperís”), y también quema; sea que ese decir cante en la cualidad metafórica de los elementos naturales de la piedra, el agua, la tierra o el aire. La lengua nos fue dada para acariciar el espíritu cual bálsamo, pero otras veces, como la realidad, para ser fiel a esta, se nos lanza contra los ojos hiriéndonos, a fin de hacernos comprender algo.
No sé si es idea mía, pero a medida que avanzaba en la lectura, parecía que a su vez la poeta quisiera convertir su lengua en otra declaración paralela a la del poeta Huidobro. Conozco en la poesía de Yanuva la fuerza cruda y desafiante de una voz como la de la poeta venezolana Lydda Franco, riéndose de sí misma, queriendo también trastocar la lengua a su manera. Pero pese a aspirar a ser lengua ruda como guijarro o pedrusco de la tierra, siempre está ese estilo esencial de palabra nadadora y encantadora en la escritura de Yanuva. Como con un gusto de agua melosa, ante la cual la aspereza de la piedra cede, se redondea en canto rodado, y se resiste a quebrarse y a mostrar sus astillas. Y lo que sucede no es la vuelta de la lengua a su lugar duro, sino la oscilación entre los dos ejes de vida que estructuran el poemario, y todo en el universo: el agua y el fuego, dándose a la vez la tesitura del canto pulido, suavizado por el agua y la del pájaro de fuego de la palabra como guijarro. En fin, que ese decir poético se desvía y a la vez regresa al origen orgánico, sudario que nos cubre, o líquido linfático, metabólico, catalizador, sangre con su inseparable esencia cuántica de energía que nos nada por dentro.
Esa intención la vemos de manifiesto cuando, en la misma jerarquía a la declaración de Huidobro, está el primer poema de la autora (a modo de epígrafe), cuyo título “fuego” es uno de los cuatro elementos naturales o cósmicos agrupados como base estructural del libro:
Escondimos brasas debajo de la lengua. (…) Pronunciamos la tierra y echamos a andar como primates ígneos. Enunciamos el agua y nadamos como peces incendiarios. Cantamos el aire y volamos como pájaros incandescentes.
Pero veamos más, Yanuva León es una amante de la palabra en sí misma, y más que esteta, es tejedora cuidadosa. Probablemente, desde su infancia, con la experiencia del aprendizaje del mundo y la vida por el lenguaje, haya entrevisto en la palabra su función catabólica para hacer conciencia de la vida interior y de las relaciones con el mundo y los otros. El poema “aeróstato” habla de una niña de aire (pudiendo ser ella o su complementaria hermana de tierra):
Sabe pescar ideas por más arriba que estén. (…) Era un papagayo. Extraña niña de helio.
A todos nos pasa, cierto, cuando comenzamos a leer y pensar la realidad a través de ese complejo sistema formativo que es el lenguaje, generando experiencias de aprendizaje y consciencia de vida, a veces violentas y enajenadoras, otras, creadoras y liberadoras. Pero en la poeta parece darse una fascinación al tiempo que las palabras suenan, se agrupan y expanden guiadas naturalmente por la lógica, la analogía y la música cósmicas. También una fascinación por la palabra aislada, si esto fuera posible, como recogida de un diccionario encantado para restituir nuevamente el camino de lo fantástico a lo real-concreto, siendo el diccionario, o el lenguaje, solo un origen de algo más para fundamentar otras texturas de lenguas y sobre todo el regreso al sentido: palabra-metáfora, palabra-cosa, palabra-idea, palabra-memoria y experiencia vital. Con esta intención, el poemario puede verse como el ejercicio de maduración en tanto teoría de la creación del lenguaje específicamente poético. Así, el poema “lengua” parece ser la narrativa de un ars poética:
Es un pez lo que voy pariendo escamado a contracorriente. Asoma el anillo de su boca. Emerge de mi yo río, de mi yo mar, de mi espeso yo charco. Quiere salir la bestia. Es tiempo de parto después de siglos. Demasiado ha dormido este animal, anegado en la matriz de abuelas parias, fecundado por leche de abuelos humillados, tomó forma este pez de voces. Irrumpe. Desgarra mi carne. Huele a caldo vivo esta fiera que arranca en fuero de aletas una parte de mi adentro. Mientras sale devora lo que alcanza. Yo, portal estrecho que le estorba, solo existo para alumbrarlo. Extraño pez que me enunciará y me hará discurso. Soy la desposeída que trae al mundo una criatura de aguas destinada a oxidar todas las máquinas tragagentes.
Lo mismo el poema “néctar”, dentro de la propuesta del poemario:
Creció en una maceta de barro. Abrieron un hueco profundo y la cultivaron. Pero… Si una tarde naranja la niña corre, escoge una cayena y chupa su pistilo... Si la niña chupa el pistilo de la cayena madura… Si la carrera, la niña, el jugo azucarado... Si la cayena chupa también el pistilo de la niña... Si cayena y niña se chupan, niña y cayena se prueban, niña y cayena... ¿Qué es la vida cuando no duele? ¿Se emborrona por un momento el disparate del hambre y de la sed? Por un instante crecer no incomoda. Ese intercambio de salivas dulces, lengua vegetal contra lengua animal, flor saboreando flor, abre una corriente. Palpitar está bien. La energía de la niña quiebra la maceta, el ímpetu de la cayena fractura el barro cocido. Desbordan tierra húmeda.
Por otra parte, nos quedamos agradecidos cuando está de vuelta la palabra dejando ver la cosa concreta sin meros artificios verbales, distanciándose la poeta de aquellos que miran a otro lado ante las urgencias, haciéndose los locos. Hay algo de eso en “hálito”: Soltó la voz, jauría contra la farsa. Y como ya había dicho en el poema-epígrafe: “fuego”, una crítica a los verbalismos con ilusión de sentido:
Convertimos cosas en palabras, palabras en discursos, discursos en ingenio.
En “adoquín”, comparando el adoquín real de la calle con el hombre o mujer de identidad pasiva de “piedra”, en el proceso creativo de la idea se le aparece a la autora una imagen antípoda, más reactiva: la piedra en resistencia y lucha por la vida, lanzada, en barricada, en cantera.
Entre la riqueza de sentidos y estados de vida veamos otros poemas. Específicamente uno que encarna el choque entre lo que conceptualizamos como discurso, lengua, realidad concreta y humanidad. En “tapiz”, que narra el maravilloso tejido de un caballo realizado por dos mujeres (otro desdoblamiento, quizá, de ella y su doble universal), se plantea la evasión del cansancio de la consciencia despierta ante el mundo. No quiere ella enunciar la palabra poética, sino solo ser un animal más en la tierra, sin nombre. Esta vez elige lo concreto en su mayor pureza:
Quería ser caballo, seguir siendo caballo negro urdido por dos tejedoras en un telar de alto lizo. Porque ninguna otra cosa tenía sentido, porque ser mujer despierta en un mundo despierto a veces me fatiga… y porque no había nada más hermoso, ni siquiera la palabra caballo.
Pero también está lo opuesto relativo. En “hálito” quiere ser mujer de voz o palabra, que nombra, y no precisamente ser sicómoro, árbol.
II
Parte de la propuesta diferente en este su segundo poemario es la estructuración del poema en sí mismo. No sabemos si estos son escenas concretas, concentradas en un cuadro único, cerrado y abierto a la vez, incluso simulando el aforismo, pero superando la actitud reflexiva. Lo que sí parecieran es estar amasados con base en una forma tríptica relacionante. Es decir, la interrelación de tres elementos en el poema.
Primero, el título, esa palabrita sola, rara y luminosa que va más allá de un gusto barroco y musical por las sonoridades agudas, llanas y esdrújulas (vocablos y semánticas con los cuales se estructuran las tres partes del poemario: “aguda de tierra”, “llana de agua” y “esdrújula de aire”, todas unificadas bajo el elemento “fuego”, especie de mini-manifiesto poético de la autora para el libro). Los títulos, con sus palabras redondas y aisladas, metáforas de sí y en sí, son como un cosmos simulando lo perfecto.
Por otra parte, está el cuerpo del poema, la historia, con su estructura bien elaborada, en tanto cuento. Con la diferencia de que con cada poema al principio aparentemente separado del título, al final refuerza aún más el estrecho lazo con este, dejándonos colgados, anclados o abiertos a ciertas sorpresas. Sucede que de pronto: En el filo previo al lenguaje hay un caos luminoso, / la magia del entendimiento, / percepción y sentido, como dice en “calígine”, aparece la maduración reflexiva, la intuición, la chispa. Aparece el quiebre ante una emoción, ante un estado de cosas, un pasar del tiempo. Aparece el caos siguiendo el camino creado por el cosmos de la palabra titular del poema.
Entonces, surge otra presencia, con propuestas y no respuestas. Y finalmente, su resultante paradójica, o mejor dicho, metafórica, cuando de la ruptura entre la cópula semántica del título y lo sentido en el poema, surge otra realidad reunificada, otra integralidad, como queriendo volver otra vez al sentido cósmico. De alguna manera el poema en este segundo poemario se hace más independiente, sin abandonar la sutil interrelación de niveles de lectura entre todos. Es así que vemos cómo Yanuva es amante de la estética unitaria del libro que se cierra sobre sí sin que sobre o falte nada, y no obstante puede expandirse con proyecciones fecundas desde su propia arquitectura y su construcción de sentidos intrínsecos.
Como lectores, ya no estamos ante la cosa o el hecho descrito, sino en lo que se hace “sentido” y “sentir”. De una trilogía de elementos poéticos surge el poema cual sorpresa metafórica, en un gran juego de ingenio con lo concreto y con los referentes personales, culturales, naturales, locales, históricos. Aunque esas referencias se dan muchas veces desde lo no dicho o declarado, como en el poema “bólido”, dedicado, vicariamente, sin nombrarla, a la poeta venezolana María Calcaño: Le gustaba comer hombres que olieran a tabaco. Incluso tras las autorreferencias, códigos y recurrencias, con Desviada para siempre (respecto a su primer poemario), la poeta hace trascender a otro estadio la memoria personal y lo íntimo.
En esta lengua poética, el camino de lo metafórico conduce al sentido poético unificado, superando así la necesidad de expresar certezas o verdades, con las cuales muy pocos y pocas poetas podrían enfrentarse, a riesgo de desviarse propiamente de la poesía y hasta de su sino humano; ahí, en el entrecruce donde tristemente se separan el poeta y su poesía.
III
Así, para cerrar a modo de popurrí y dar cuenta de otros contenidos llamativos en Desviada para siempre, y la forma en que los enuncia relacionando de una manera mágica la palabra escogida del título con el poema, están:
“ajedrez”, que es la metáfora de la vida como juego de estrategias; “zafir”, el azul como libertad, el espacio entre la imaginación y el infinito; “cascarón”, para decir inteligentemente que siempre seremos dos tipos de soledades a escoger, pero soledades al fin; “alud”, que vuelve a lo básico esencial, con su recordatorio de …los pobres de la tierra…el pan sobre todo el pan al alcance de la mano; o ser “avestruz” a contrasentido, para intentar despabilar a palabrazos tanta mengua; con “maravedí”, por ejemplo, restablece la relación entre nombre y cosa, palabra y realidad, el hombre y su experiencia, su memoria; “andén” se refiere a esa experiencia común a todos, cuando alguna imagen metafórica nos asalta azarosa e inconsciente en medio de la escritura del poema, aún sin aparente sentido, siendo uno de los pocos poemas cuyo formato se desvía del esquema propuesto en conjunto; “oquedad”, escrito para toda mujer con esa cualidad de agua-vasija donde cabe expansivamente el hombre amado cabalmente; “naranjal”, donde en este caso se siente que la palabra, el título, es tan “ella” como la “cosa-árbol”; “ananá”, revelando la posibilidad de la infancia rota para siempre, propia o de otros; “zahorí” es el arquetipo de la mujer-adivina, maga o bruja, que se busca, pero solo se encuentra si no se busca; “fontana”, para cuando el agua ya esté enferma, seguir a pesar de la catástrofe del mundo dejando aflorar el agua buena; “espuma”, que parece surrealista y también algo distinto al resto, porque invierte el presupuesto poético de lo real, respecto a que se escribe lo que sucede, pero aquí primero sucede la palabra, lo que escribe sucede; “albatros”, donde se hace la ingeniosa relación metafórica entre los fantasmas sin nombres y el concepto del destino; “clepsidra”, para nombrar la alquimia de la naturaleza donde todos los elementos se contienen entre sí, pero llama al tiempo agua, no ya arena, porque si bien se mide es inasible; “escafandra”, como el hijo en matriz materna; “arrecife”, para decir puentes contra islas; “nenúfar”, el cuento de dos hermanos hambrientos que se matan, y sin embargo sobre ellos renace un nenúfar luminoso; “batiscafo”, nos recuerda ese ancla que nos ayuda a asirnos a la realidad cuando estamos a riesgo de perder el sentido de vida; “esquife”, cuando la duda, la desazón existencial o filosófica puede ocurrirnos en cualquier momento, sea bueno o malo, como un quiebre en el punto medio; “marea”, que nos habla de los hombres y mujeres de nuestros cerros de pobreza periférica sostenedores de la ciudad; “élitro”, confesando querer sacar uñas al lenguaje para que fuera posible crear otro mundo, la utopía, para su abuela; “cantárida”, cuando lo que significa en el diccionario esta palabra se hace carne en el poema, tanto insecto como escozor, para decirse a sí misma mujer a la vez de piel y palabras; “crepúsculo”, otra vez la relación entre la niña y su nombre, reelaborada poéticamente como niña-“cosa”; “vórtice”, que alude a esos momentos cuando nos importa todo o nada, y nos hayamos entre el sentido y sinsentido; “pájaro”, para ir del graznido a la idea; “relámpago”, aburrida de la cursilería de los nostálgicos propone otro instante de luz, “funámbulo” título-metáfora del ser humano en la cuerda floja de la vida, sean que viva para dar vida o muerte, y “oxígeno”, metáfora de dos respiraciones que son la misma, para poetizar la ciencia: su manera de enseñar la exacta dimensión de lo inexplicable.
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Este texto fue originalmente publicado en el año 2019 en el portal web de la Agencia Literaria del Sur.