La ópera prima de ficción de Carlos Azpúrua llegó a las salas de cine un año después del Caracazo. Tres décadas más tarde, aquella fecha cada vez parece más irrelevante para las generaciones que nacimos un poco antes o después. Cuestión tal vez inevitable con el paso del tiempo, o del hastío que produce el tratamiento oficial. No era así en 1990, el país apenas digería los sucesos e intentaba entender cómo cambió todo, entre balas y perniles al hombro. Las consecuencias no se veían claramente, pero el hedor de aquello que llevaba podrido tanto tiempo no podía contenerse más. Esa sensación de putrefacción está presente en lo que se produjo a nivel cultural por aquellos años. La clase media venezolana intentó intelectualizar los acontecimientos, darles algo de sentido, especialmente la que venía durante años hablando en nombre del pueblo y cuando este salió a las calles su voz estaba en otra parte. Por eso, Disparen a matar no solo es el retrato fílmico del drama que genera la violencia policial, sino también el testimonio de un momento particular en la historia nacional, el tiempo que transcurre entre el 27 de febrero de 1989 y el 4 de febrero de 1992. Si, como dice el policía Diego Castro Gil, “cualquier política necesita unos carajos que le echen bolas a las armas”, la evidencia de la podredumbre política se expresa en quienes empuñan las armas que la sostienen.
Por esos años, Azpúrua entraba en la mediana edad y era un reconocido documentalista. Había realizado Amazonas: negocio de este mundo y Yo hablo a Caracas, entre otros trabajos de no ficción que aún hoy son importantes en la historia documental venezolana. Militaba en la Causa R y el inicio de su película deja muy claro estas vinculaciones, con los logos de las gobernaciones que en aquel momento tenía esa organización y el del partido mismo. En Disparen a matar no intenta jugar al arte equilibrado sino a la denuncia descarnada, que raya en lo panfletario, pero con absoluta honestidad.
La ciudad sirve de locus principal para el relato de esta historia, porque, en cuestiones de violencia, dónde ocurren las cosas determina todo. Por eso, el filme arranca con una larga secuencia que nos muestra las ventanas de los departamentos iluminados en los grandes bloques de Caucagüita. La noche se apodera de los espacios “públicos”, la tierra de nadie, y antes de que aparezca el título, un disparo detiene el pulso de un hombre trabajador en las puertas de una de las torres; los responsables, un grupo de niños que, minutos antes, la cámara nos había enseñado jugando. Aparece así una primera cuestión, de entrada, el juego se ve interrumpido por el uso de un arma, que a su vez interrumpe definitivamente la vida de ambos.
En la escena siguiente, ante los insistentes “reclamos de la ciudadanía” por la escalada de la violencia, el comandante de la policía ordena un allanamiento en los bloques donde ocurrió el asesinato la noche anterior. Luego, en la escena mejor rodada de la película, presenta la llegada de la policía y el despliegue posterior, buscando a los responsables del crimen y aprovechando para dar un mensaje a todos los habitantes. El terror se apodera de las entradas, los pasillos y las escaleras; pistola en mano los policías bajan a todos los hombres con la instrucción dada por quien dirige la operación, Diego Castro Gil, y que ha sido muy clara: “al que se rebele me le das un tiro”. Efectivamente, Antonio Martínez se rebela, salió a comprar algo para bajar la fiebre de su hijo y se encontró con los empujones de la policía. Castro Gil en persona responde a la resistencia de Antonio con un balazo en la pierna. Al día siguiente, Mercedes encuentra el cadáver de su hijo en una morgue. Entonces, empieza el periplo que dura los ochenta minutos restantes, una madre que busca justicia en un sistema corrupto que pende de un hilo.
Del dolor a la rabia
Amalia Pérez Díaz es Mercedes Martínez, quien decide no volver a quedarse callada; ya le mataron a su esposo durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y no hizo nada, solo se adaptó. Ahora no va a dejar que el asesinato de Antonio quede así, ni que la prensa lo retrate como un hampón, muerto por intentar desarmar a un policía, cuando ella vio, desde lo alto del edificio, el instante en el que Castro Gil disparó a quemarropa a su hijo. En su casa pueden verse algunos objetos alusivos a Acción Democrática, es una vivienda popular, donde vive con su otro hijo, su nieto y la viuda de Antonio. En ocasión de un documento judicial, le comenta a Diego que apenas sabe escribir. Frente a la indiferencia y el miedo con el que responden el hermano y la viuda de Antonio, Mercedes decide convertir el luto en una acción de protesta contra los abusos de la policía, y, entonces, de la mano de David Suárez, autor del guion, lanza la que Alejandra Szeplaki considera una de las mejores líneas del cine venezolano, “solo le pido a Dios que me convierta este dolor en rabia”. Con eso, Suárez se aproxima asertivamente a una caracterización del Caracazo, poniendo en voz de Mercedes el deseo que se convirtió en acto durante esos días de febrero, cuando el dolor acumulado se expresó en la forma de una rabia que solo las balas pudieron parar, momentáneamente.
Con esa determinación, Mercedes agrupa a las mujeres de su barrio, en la medida en que se van enterando de más casos amplían un círculo de madres que termina por convertirse en una asociación. No se deja amedrentar por los golpes que recibe su hijo vivo, ni las amenazas de toda clase. Entre todas visitan constantemente la sede del periódico, de los tribunales y de la Policía Técnica Judicial, donde se lleva a cabo la investigación sobre el crimen. Se trata de una interpretación desgarradora y de gran experticia por parte de Pérez Díaz, en el retrato de una madre que reivindica la fuerza de tantas mujeres que enfrentan una situación como esta, siendo las únicas que llevan hasta el final la causa y no desfallecen en el camino. Así, la impotencia del dolor da paso a la potencia transformadora de la rabia.
La razón de la fuerza
Después del Caracazo, el Estado toma mayor conciencia de que con la pérdida absoluta de legitimidad lo único que queda es la fuerza de las armas y que cualquiera capaz de empuñarlas sin dudar es un fiel servidor de la república en descomposición. El comandante Villasmil (Miguel Ángel Landa) y el policía Diego Castro Gil (Daniel Alvarado), expresan claramente eso; mientras el primero hace millones con los negocios ilícitos, el segundo se encarga de cobrar, quedarse una parte y disparar cuando hace falta. En una circunstancia como esa, el poder se filtra de arriba hacia abajo, en una cadena de favores entre cómplices que se sostienen unos a otros, por eso, ante las dudas de sus compañeros, rodeado de luces de neón en un prostíbulo de mala muerte, Castro Gil tiene un momento reflexivo y suelta: “Mientras nuestros jefes se llenan más de mierda, más poder tenemos nosotros”. La Policía Técnica Judicial abre una investigación, pero no para hacer justicia con Mercedes y Antonio, sino para quitarle el negocio a Villasmil, y por eso Castro Gil sabe muy bien que cuando todos tienen algo que perder, ninguno pierde.
Aunque no todo está podrido, Lugo, el policía que manejó la patrulla en la que murió desangrado Antonio –que no recibe nada de lo que goteo, porque no quiere o porque no ha tenido su oportunidad– desea redimirse, por eso busca a Mercedes y le dice que quiere hablar, que él es un policía honrado. Cerro arriba lo entrevistan, y aunque se arrepiente es claro en algo, en ese estado de cosas “uno tiene que hacerse cómplice, quiera o no quiera”. Un par de policías más aparecerán en escena expresando su descontento con la política de seguridad. El comandante Villasmil es tajante, “la razón siempre está de nuestra parte” y “nada de lo que pasa se sabe afuera”. A partir de esas advertencias, el destino de Lugo no es alentador. Su final marca el tono poco optimista del filme, propio de un momento en el cual la salida no se avizoraba por ninguna parte.
El país donde todo el mundo fracasa
Sentados en la barra de un bar, cuatro periodistas discuten, unos más borrachos que otros, sobre lo jodida que está la situación nacional. Valero (Héctor Mayerston), el director de El Universal, donde trabajan, es un derrotado, un cínico y alguien que con el tiempo ha perdido todos los escrúpulos. Casi echado sobre la mesa, escucha los reproches de Gabriela (Dora Mazzone), quien le recuerda su pasado como guerrillero, la mala novela que escribió y su papel como intelectual de izquierda, a lo que responde: “En este país todo el mundo fracasa, hasta el Libertador fracasó”. Freddy (Víctor Cuicas) y Santiago intentan ignorar la discusión que tantas veces han presenciado. Algunas escenas atrás, Gabriela discutió con Valero sobre la violencia de la corrupción y la delincuencial, cómo ambas producen muerte, una más rápido que otra. Más adelante, ella misma interviene en una reunión gremial, dando un discurso sobre la libertad de prensa y el control político; luego aparecerá ensamblando un documental sobre el Caracazo, al igual que el personaje que interpreta Ruddy Rodríguez en Amaneció de Golpe. Ambos personajes, Valero y Gabriela, son polos del movimiento pendular de la clase media izquierdista, de la angustia al desconcierto y de ahí a la interiorización de la derrota.
Fuera de ese vaivén está Nancy, la esposa de Santiago. Dueña de una agencia de modelaje, representa el egoísmo, la banalidad y la indiferencia de la clase media, concentrada exclusivamente en su ascenso social a través de la acumulación y la suerte, el cinismo es su manera de enfrentar la descomposición. El asesinato de Antonio produce un cisma en el matrimonio; Nancy no puede entender el compromiso de Santiago y lo acusa de solo pensar en sí mismo en vez de cuidar a su familia. En varias discusiones quedará clara la distancia que los separa.
Santiago García, interpretado por Jean Carlos Simancas, es el periodista a quien contacta Mercedes luego de que este escribe un titular en primera plana tratando a Antonio como un hampón. Es este personaje el eje que articula Disparen a matar, siendo la crisis que en él se produce la transformación que sigue la narración de la historia. Contra las recomendaciones de su jefe y de su esposa, frente a las amenazas telefónicas y un atentado, Santiago no se cansa, porque, según dice, “uno tiene que elegir y yo elijo por Mercedes”. De alguna manera, el malestar que le produce su nota inicial, lo lleva a comprometerse con esta historia, para llevar a la cárcel a Castro Gil, pero sin ir completamente al fondo de la situación. En medio de su crisis moral, Santiago le cuestiona a Nancy que trabaje en un negocio que reproduce falsas sonrisas mientras la gente “sigue comiendo mierda”, ella le responde que ese es el dinero que le permite llevar la vida que lleva, tomarse un whisky, andar en carro y no en autobús, y que no se lo imagina viviendo en un cerro, a lo que él replica: “No, no me gusta un cerro Nancy, pero no tengo tu egoísmo, a mí todavía me importa la gente, me duele este país, y a lo mejor lo que hago no lo hago por nadie, sino por mí mismo para que valga la pena”. Después, interpelado por Valero, le dirá algo similar, que la causa de Mercedes “es un peo conmigo mismo”. Ambas confesiones hacen pensar que en ese punto Santiago no es tan distinto de Nancy, ambos son egoístas, porque a él realmente lo que le preocupa es su integridad personal y el dilema en el que es puesta cada vez que las injusticias tocan a la puerta.
La de Santiago es la culpa de toda la clase media que vio cómo disparaban a matar sobre la gente el 27 de febrero y los días posteriores, que en el fondo sabe que los tipos como Diego Castro Gil son necesarios para mantener las cosas funcionado de tal manera que sigan accediendo al whisky, las cenas en los restaurantes y los carros del año. Como los ricos buscan lavar el pecado de la acumulación a través de la caridad, estos personajes en crisis persiguen lo mismo a través del periodismo honesto, la teoría crítica o el cine de denuncia. El dilema está en romper o no el ciclo que los mantiene ocupando ese lugar desde el cual el compromiso tiene como límite la frontera urbana que separa a las clases. En ese punto se encuentran, la comodidad del fracasado, la satisfacción del cínico y la angustia del comprometido.
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Alguien tiene que hacer algo para parar “tanta humillación”, dice Santiago. Ante el asesinato de Antonio, Mercedes decide no callar, como hizo cuando el Gobierno mató a su esposo; frente a la complicidad a la que se ven obligados los policías honrados, Lugo decide declarar; y contra un entorno que le pide que deje eso así, Santiago se compromete con la verdad, hasta perderlo todo. A los tres los une una respuesta al abuso constante al que se ve sometida una sociedad donde la orden es: “Disparen a matar”.
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