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La sombra de Sergio Leone fue tan alargada que opacó a robustas luminarias del spaghetti western como Castellari, Petroni o los otros dos Sergio, Sollima y Corbucci. Este último tomó la propuesta de Leone y la hizo aún más sucia, más violenta, amoral y desquiciada. La secuencia inicial de Django no deja lugar a dudas sobre lo disruptivo de sus intenciones. En lugar de la majestuosa figura de un jinete acercándose por la pradera, la película se abre con un hombre a pie que arrastra un pesado ataúd por un lodazal. Es el comienzo de una apoteosis de barro y sangre de tal crudeza que el filme estuvo prohibido en varios países. En Gran Bretaña, por ejemplo, no se pudo ver hasta bien entrados los años noventa.
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Si a los personajes de Leone les mueve el dinero, los de Corbucci actúan por un irrefrenable deseo de venganza. Y la venganza es un sentimiento más destructivo que la codicia. Los protagonistas de sus películas son castrados emocionales que no encontrarán la paz hasta no haber saciado sus impulsos vengativos. Django es aún más misántropo que el Hombre sin Nombre de la Trilogía del Dólar de Leone. Y en su siguiente entrega, El gran Silencio, Corbucci redobló la apuesta: el personaje principal ya es, directamente, mudo.
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Todo es sucio y pesado en el universo de Django. Las calles son un charco embarrado en el que pelean prostitutas ajadas en años y en heridas. El ulular del viento acompaña permanentemente al protagonista, como los recuerdos del pasado que le persiguen. La ciudad, un poblacho de mala muerte en medio de la nada, es adecuadamente definida por uno de sus habitantes como una ciudad fantasma. La anomia moral es la regla: las intenciones de los revolucionarios mexicanos no son mejores que las de la banda del racista y ultraconservador cacique estadounidense.
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La película avanza espasmódicamente mientras los cadáveres se apilan –ciento ochenta ha llegado a contabilizar algún estudioso del spaghetti– hasta llegar a unos veinte minutos finales plagados de imágenes icónicas a los sones de la partitura de Bacalov, a mitad de camino entre el clasicismo sinfónico del western y la modernidad sonora de Morricone. Cabe sospechar si este último no le copió al argentino-italiano pasajes completos para su score de Once Upon A Time In The West. Quizás fue simple apropiación amistosa de una camaradería que se mantuvo con los años: cuando Bacalov fue denunciado ante los tribunales italianos por el supuesto plagio de la música de Il Postino, con la que ganó el Oscar, Morricone compareció en rueda de prensa a su lado para desmentir las acusaciones.
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La influencia de Django fue enorme. La desacomplejada industria italiana no tuvo reparos en exprimir al personaje, con más de treinta largometrajes que incorporan su nombre al título –aunque ninguno sea una secuela oficial, salvo Django Strikes Again, de 1987. Inauguró la tendencia de hispanizar los nombres de los protagonistas o que fueran directamente latinos: Ringo, Santana, Trinidad…, un soplo de originalidad frente a los ya manidos John, Joe, Harry y Bob.
En términos puramente cinematográficos, la senda abierta por Corbucci sacudió a un Hollywood que, en palabras del propio Martin Scorsese, estaba definitivamente infantilizado a golpe de final feliz obligatorio y autocensura desfasada. Sam Peckinpah tomó buena nota: sin Django no habría sido posible The Wild Bunch.
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Ya en tiempos actuales, emociona el sentido tributo de Tarantino en Django Unchained, cameo incluido de Franco Nero, el inolvidable Django original, y también en The Hateful Eight. Corbucci, no Leone, fue siempre la máxima influencia de Tarantino dentro del spaghetti western. Pero más allá de escenografías, música y estilo, lo que el director de Pulp Fiction toma de Corbucci es su desafiante mensaje antirracista, anticonservador y contrario a cualquier fanatismo religioso. El convulso contexto político italiano de la época permeaba el celuloide. Había directores que rodaban con el carné del partido en la boca, como Elio Petri. Corbucci siempre mostró su simpatía con el débil y su rabia contra los poderosos. En la desnortada Italia de hoy, punta de lanza del discurso xenófobo europeo, harían falta más voces como la suya.
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