El carruaje detiene la marcha mientras su ocupante baja. Los cascos de los caballos, al golpear sobre las piedras del camino, sacan chispas como el pedernal a la yesca. La noche es fría y hay mucha gente en la calle. Algunos van al teatro, otros a la ópera, y los más a la tertulia literaria en casa de la baronesa Stopper.
El hombre de tricornio toca la aldaba de una casa rentada. La puerta se abre con resabios de galletas de mantequilla mordidas por chicos traviesos y glotones.
―Buenas noches –y el tricornio sale de su cabeza para deslizarse en sus largos dedos de artista.
―Buenas noches. ¡Ah, maestro! ¡Qué honor!, pero pase usted. Nadie me dijo que vuestra señoría vendría esta noche. Nosotros…
―No se preocupe, Johann, si me permite tutearlo. Quiero escuchar a su hijo, se lo prometí a la duquesa Natasha cuando nos vimos en los jardines del príncipe elector.
―Por aquí, por favor. ¡Martha!, ¡Martha!, esta vieja sorda dónde se mete…
―¿Señor?
―Traiga té y pastelillos para nuestra visita, y súbalos al cuarto de música, con Lud, porque imagino, maestro, que no le molestará cenar con nosotros.
―No está en mi ánimo molestar, pero si insiste, sí, cenaré con su hijo.
Despojado de la gruesa casaca, aterciopelada y escarlata, Wolfang sube los pocos escalones que lo separan del piso superior. Una puerta abierta muestra a un jovencito, muy delgado, frente al piano e interpretando una sonata.
―Lud, mira qué sorpresa.
El joven músico abre sus grandes ojos oscuros, realmente impresionado. Martha, la sirvienta, coloca la bandeja con lo pedido sobre la mesita auxiliar.
―Querido Lud, ¿no te levantas para saludar al maestro?
―Sí… claro.
El sorprendido muchacho se pone de pie para hacerle una reverencia, que es respondida con igual cortesía.
―Gracias, ¿Johann, le molestaría dejarnos solos?
Al jubilado tenor de la capilla del príncipe elector no le agrada la insinuación, pero no dice nada; mira a su hijo con ojos mitad de gárgola, mitad de grifo, saluda inclinando la cabeza y baja los escalones al cerrarse la puerta tras su marcha.
―Veo que a tu padre no le gusta compartirte, Ludwing. Es muy posesivo, conozco padres así.
―No, maestro, no es posesivo, es solo que… bueno, él es así. ¿De verdad va a cenar conmigo?
―Por supuesto que sí. Ven, sentémonos frente a la ventana. Diana está muy hermosa esta noche. Alimentemos el cuerpo que para eso está.
La luna sonríe plateada, y el hombre pálido muerde un pastelillo en silencio mientras ve a su joven colega detallándolo con detenido interés.
―¿Por qué me miras así?
―Por todo lo que dicen de usted, maestro.
―Llámame Wolfie. Mis amigos me dicen así.
―Está bien, Wolfie, como quieras. ¿Qué edad tienes?
―A ver, ¿cuántos años tienes tú?
―Pronto cumpliré diecisiete.
―Entonces, yo tengo dos veces siete años más de los que tú tienes ahora.
―Eso quiere decir que me llevas catorce y que tienes treinta.
―Acertaste. Sí que eres bueno en matemáticas, querido Lud. Sabes, las matemáticas y la música se dan de manos. Ambas son perfectas.
―El maestro Haydn siempre me lo dice. Siempre me dice que estudie y que me autodiscipline, solo entonces llegaré a ser tan bueno como usted.
Mozart aparta su taza mientras el té se enfría.
―Hum… no debes pretender ser como yo. Nadie debe pretender ser como otro, cada quien es su propio dios, e inevitablemente termina haciéndose a sí mismo. Lud, debes pretender nada más y nada menos que transformarte en aquello que ya eres, ¿sí?
―Sí, Wolfie, entiendo.
―¿Me dejarías leer algunas de tus composiciones?
Ludwing le mira con la mirada perennemente avergonzada de los adolescentes.
―¿Mis composiciones? Las tengo bajo llave, mi padre dice…
―Imagino lo que dice tu padre, pero no me interesa él sino mis instintos. Lud, te confieso que hablé con Natasha esta mañana para que me proporcionara detalles sobre ti, porque ayer, en la noche, cuando venía de dirigir la ópera para su señoría, el príncipe, te escuché, por esa misma ventana que da a la calle, tocando una sonata, y sé que es de tu propia inspiración porque no se la he escuchado interpretar a nadie, y mira que conozco músicos en esta nuestra vieja Europa.
―Mi padre piensa que aún debo aprender mucho para dedicarme a la composición, y que debo pensarme más como pianista, incluso como director porque eso es algo más…
―¿Rentable? Mira Ludwing, mientras más me hablas de tu padre, peor me cae. Vine a verte a ti, a escucharte, no a comer pastelillos ni a beber té, mucho menos a oír lo que tu padre quiere hacerte creer de tu talento. Y por cierto, ¿qué es esa mancha roja junto a tu oreja derecha?
Ludwing baja la mirada. Su padre le ha pegado poco antes de que llegara el maestro Mozart. Él siente que si le ha golpeado de nuevo es por su culpa. Desmintiendo lo evidente, sin mirarlo a los ojos, acota:
―No es nada, Wolfie, me caí y me di un golpe al caer por las escaleras.
―Mírame a los ojos. A mí me gusta mirar y que me miren a los ojos.
Ludwing sube la cabeza y lo mira de frente. Sin necesidad de aclaratorias innecesarias, Wolfang le pide, después de expirar una ráfaga de aire:
―Ven, vamos a tocar algo juntos.
―¿De verdad?
―Sí, de verdad. Yo soy absolutamente serio para todo aquello que no sea un chiste. Ven, siéntate a mi lado.
Al estar los dos talentos frente al piano, Ludwing se queja de un calambre en el dedo meñique de su mano izquierda. Wolfang se frota enérgicamente sus propias manos hasta calentarlas y luego se dedica a hacerle un masaje.
―¿Mejor?
―Vaya que sí, últimamente se me acalambran mucho las manos. A veces el dolor me sube por los brazos y me ataca los codos y los hombros.
―Mala postura, incluso, falta de ejercicio en los dedos antes de ponerte a tocar. Cuida tus manos porque con ellas vas a ganarte la vida. Un músico puede hasta quedarse sordo, Lud, pero necesita de sus dos manos para tocar. La música es femenina, es táctil, por tanto necesita de la caricia, de la piel. Tienes que sentir como ella te sube por los dedos hasta agarrarte la garganta. ¿La sientes?
Ludwing, conmovido, dice que sí con la cabeza. Wolfang lo sigue como si en lugar de digitar estuvieran entrechocando espadas en un duelo de caballeros por el amor de una dama. Tocan juntos por un buen rato hasta que el maestro dice:
―¡Basta!, suficiente por hoy. La buena mesa, los buenos vinos y las bellas mujeres son como esta música… excelsa, pero en dosis reducidas. Y bien, ¿cuándo me dejarás leer tus partituras?
Ludwing respira hondo y se levanta del taburete. Abre un poco su camisa de donde saca, preciosamente escondida, una llave dorada. Con ella en la mano se dirige hacia el gabinete del secreter. Mientras introduce la llave en la cerradura le explica a su invitado:
―Este pequeño escritorio me lo regaló mi madre para que pudiera escribir mis notas y a la vez esconderlas de miradas indiscretas.
―Así que un regalo de tu madre. Las madres, todas ellas, cuánto nos aman, ¿no? Nos aman más de lo que sus hijos somos capaces de amarnos a nosotros mismos.
La puerta del gabinete, ya abierta, descubre una gruesa colección de papeles pautados. Mozart, sacando sus espejuelos de lectura, los va acercando a la luz de los candelabros. Reconcentrado, lee con mucho interés.
―Eres impresionante, mi joven amigo. Serás mejor que muchos, te lo vaticino, pero recuerda siempre lo que te dije hace un rato: Nunca dejes de ser tú mismo. Ni te parezcas a nadie, ni permitas que otros quieran compararse contigo.
―¿De verdad te parece bueno mi trabajo, Wolfie?
―Ludwing, vas a hacer mucho ruido en el mundo. Lo sé, es más, puedo verlo.
Lud, emocionado, no sabe cómo agradecer tantos elogios.
―A ver, hijo, toca para mí este concierto para piano y violín.
―No lo puedo hacer yo solo. Es a dúo…
―Por eso no te preocupes, veo sobre la mesa un estuche, es de un violín.
―Sí. Lo afiné hará un rato.
―Bueno, tú frente al piano, y yo haré cantar al violín. ¿Te gusta mi propuesta?
―Cómo podría decirte que no…
Para ambos la noche se prolonga, Ludwing toca y lo oye tocar. Se admiran mutuamente, y obviamente, se envidian con simpatía. Tan tarde es ya que llega el amanecer sin que se den cuenta. Con el canto de los gallos Wolfang anuncia su partida.
―Quiero que estudies conmigo. No podrá ser sino hasta dentro de dos años debido a mis compromisos en Bohemia, pero sacaré tiempo para ti de donde no lo tengo, te lo prometo, Lud.
―Te esperaré por siempre, Wolfie.
―Nada de ponernos tristes. La vida nos permitió este momento y también nos da permiso para decirnos hasta luego. Baja conmigo mientras espero el carruaje del señor marqués Von Vitegerbe, hoy le doy clases de piano. Sabía que me quedaría contigo anoche y por eso le pedí a su cochero me buscara aquí en la mañana.
Abajo los esperan el padre y los hermanos de Ludwing. Los cuatro los miran atentos pero nada se dice.
―Tu hijo es realmente extraordinario, Johann. Un talento como el suyo no necesita de estímulos externos para florecer. Deberías dejarlo optar por la beca que da el kapellmaister, ¿no te parece una buena idea?
―Sí, maestro. Es algo que ya tomé en consideración.
―¿Le gustaría ver mi colección de violetas, maestro? –interrumpe, Lud.
―Estaré encantado. Muéstrame dónde es, con su permiso, Johann, jóvenes.
―Por acá…
Y lo saca al jardín trasero. Le muestra su rosal y sus violetas de distintas coloraciones.
―¿Dije alguna indiscreción, mi joven amigo?
―No, al contrario. Le has dado cuerda. Quería expresarte una vez más mi admiración y mi aprecio, pero no enfrente de ellos… son todos unos mal pensados, sabes.
Wolfang, sin peluca, luce a esta hora sus cabellos de natural rubio oscuro. El sol naciente le mira a los ojos como si él fuera su flamen. La hermosa casaca de terciopelo rojo lo enfunda a modo de ropas sacrificiales.
―Aléjate de ellos entonces, Lud. La gente que no sabe apreciarnos no tiene derecho a disfrutar de nuestra compañía o de nuestro tiempo… considera eso, hijo.
―No puedo dejar a mis hermanos solos con él. Mi madre ya murió y mi padre no es ninguna buena influencia para ellos.
―Entonces resígnate a soportarlo, si no vas a ser muy infeliz.
Los viene a buscar Martha.
―Señor, señorito, ha llegado el coche del señor marqués…
Ambos la siguen en silencio y entonces Wolfang le pregunta a Ludwing con la mayor discreción:
―¿Hablas latín?
―No es mi fuerte pero sí, lo entiendo bastante bien.
―Entonces memoriza esto: Aurum nostrum non est aurum vulgi.
―Nuestro oro no es el oro vulgar. ¿Quién dijo eso?
―Es una máxima templaria; me la enseñaron cuando ingresé en la Logia.
―Entonces es cierto lo que me dijeron sobre ti, tú no eres católico.
―No, no lo soy, y no me arrepiento.
El coche es abordado y desde la ventanilla Wolfang le envía a su amigo un saludo con su mano enguantada. Ludwing lo mira alejarse y no puede evitar sentir que ya la nostalgia le abruma. Atrás se escucha la voz de su padre, quien comenta con toda la acidez de la que es capaz:
―Espero que te hayas divertido mucho, Ludwing.
―Sí padre, la pasé muy bien, pero no de la manera que usted supone.
―¿Ah no? Conocí a tanta gente en el coro, hombres y mujeres, sin distingo, que se acostaban con cualquier noble o clérigo por una beca o algún favor, que no me extrañaría hicieras lo mismo. Tú eres igual a todos, igual a toda esa basura que siempre me ha rodeado…
Se aleja de él y su hijo se queda mirando el carruaje ya lejano. El joven baja la cabeza con resignación, porque ahora él es el cabeza de familia, y sin su trabajo sus hermanos padecerían miserias al lado del padre botarate. Recuerda cuando eso le explicó el albacea de su difunta madre al nombrarlo tutor de su herencia.
Por su parte, dentro del carruaje, Wolfang saca del bolsillo de su chaleco el pañuelo donde su querida Constanza ha bordado entrelazadas las iniciales de ambos. Se seca el sudor de la frente mientras dirige un pensamiento al joven que conociera anoche. Teme que tal vez no pueda cumplir su promesa y es muy probable que nunca pueda hacer de aquel un discípulo suyo:
―Te quedaré mal, mi querido Ludwing, pero ya mi cuerpo me está anunciando el principio del fin. He vivido poco, pero sí muy intensamente. Cuando llegue la hora de partir de este plano estaré preparado, después de todo, la vida nunca se interrumpe… en cuanto a tu genio, amigo, quizás nunca podré estar allí para celebrarlo, pero te he visto y te he escuchado, y sé bien que también tendrás una estrella alumbrando por siempre tu grandeza…