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Ha pasado casi un siglo desde su estreno y el Drácula de Todd Browning sigue siendo la vara de medir para todas las versiones posteriores. La película cimentó arquetipos insoslayables, desde las formas narrativas y la ambientación hasta su personaje central. La cinta se alejaba tanto de la novela original, con su clivaje racionalidad/superstición, como del Nosferatu de Murnau de 1922, más centrado en la presencia repulsiva del vampiro que en su carácter sobrenatural.

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El proyecto impulsado por Universal partió de la adaptación teatral que llevaba años triunfando en Broadway para trasladar a la gran pantalla unos escenarios góticos sobre los que Drácula desplegaría su mezcla de elegancia y terror; de suaves maneras y de violencia implacable; de refinados modales y de avasalladora brutalidad; de sonrisa encantadora y mirada perversa… Bela Lugosi le confirió la misma personalidad etérea con la que lo había encarnado en el teatro. Cuesta creer que los productores barajaran otras opciones. El húngaro pujó fuerte para hacerse con el papel. La historia le dio la razón, con una interpretación para la eternidad. Ninguno de los Dráculas que llegaron después pudo sustraerse a su influjo. Cristopher Lee acentuó el aspecto terrorífico en las nueve entregas que facturó para la Hammer. Gary Oldman lo hizo aún más seductor en la híper-romántica revisión de Coppola. Ambos partieron del canon lugosiano.


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Todd Browning exprimió al máximo la dualidad del personaje. Su Conde Drácula atrae y a la vez repele. Aterroriza a una audiencia que, sin embargo, no puede apartar la vista de la pantalla. Su magnetismo es tal que el resto de personajes parecen inanes, desleídos. Vive en un mundo de oscuridad que parece más luminoso y deseable que el rutinario mundo de los vivos. Su fuerte acento centroeuropeo remarca las inmortales frases de Bram Stoker: “Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música hacen!”, clama al oír a los lobos. Otras líneas de guion son originales de la película pero han quedado indeleblemente vinculadas al vampiro, como el cínico “nunca bebo… vino”. Al atractivo de la función contribuyen generosas dosis de erotismo: su predilección por la sangre de doncellas es una indisimulada metáfora sexual. Browning sacaría aún más partido de esta ambivalencia rechazo/atracción un año más tarde en su inaudita para la época Freaks.


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Decorados y atrezos realzan la historia: fantasmagóricos castillos; una abadía en ruinas con unas escaleras de longitud casi imposible; una mano que sale de un ataúd; ratas y armadillos husmeando en los catafalcos; una ciudad permanentemente envuelta en niebla, bosques solitarios rasgados por el aullido de extrañas criaturas; un crucifijo, una estaca y el espejo de una pitillera para conjurar al no-muerto; las tres esposas de Drácula deslizándose como tres espectros… Toda una imaginería que, al igual que el personaje, marcó la visión popular del relato.


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Drácula fue un éxito descomunal. Convirtió al terror en un género por sí mismo, con la Universal como su gran abanderada. El estudio –hoy en día el más antiguo de Hollywood, con 113 años de existencia ininterrumpida– despachó de un tirón Frankenstein, La momia y El hombre invisible. Todas rompieron la taquilla y todas tuvieron secuelas: las franquicias no son un invento actual: la industria siempre ha buscado maximizar beneficios. Para ello se utilizaban parentescos más o menos verosímiles: La novia de Frankenstein, El hijo de Frankenstein… Al vampiro le buscaron una descendiente, La hija de Drácula, una dignísima continuación con una sensualidad mucho más exacerbada que no ocultaba el lesbianismo de la protagonista.


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El Drácula de 1931 hace tiempo que no asusta. Es imposible imaginar a un espectador actual desmayándose al ver la película, tal y como relataban las crónicas de la época. La audiencia ya no es inocente. Arrastra más de cien años de experiencia cinematográfica. Tiene memoria histórica de monstruos, espectros, espíritus, sustos, amenazas, miedos… Pero el personaje mantiene intacta una cualidad mucho más importante que es la que lo convierte en un clásico atemporal: su capacidad de fascinar. El rostro en penumbra del vampiro, tan solo iluminados sus ojos con dos puntos de luz, es un icono que revela toda la magia de la que el cine es capaz.


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Es justo darle crédito a Bela Lugosi, mucho más que una simple presencia. Era un stajanovista que se tomaba muy en serio su profesión. Lamentablemente, quedó encasillado en papeles de terror. La imposibilidad de borrar su fuerte dicción húngara le impidió dar el salto a otros registros. Ed Wood, considerado “el peor director de la historia”, le rescató en los años cincuenta para sus delirantes producciones de serie Z. Tim Burton narró esa improbable amistad en Ed Wood, su mejor esfuerzo antes de que le abdujera un mundo eternamente infantil. Aunque Martin Landau ganó el Oscar por interpretar a Lugosi, lo cierto es que la película no fue benévola con el viejo vampiro. Además de escarbar en sus miserias privadas, daba pábulo al rumor de que el personaje había terminado por devorar al actor. Nada más lejos de la realidad. Lugosi siempre luchó por sacudirse de encima la pesada carga del vampiro. Esfuerzos infructuosos, cabe señalar. Era casi imposible desafiar a una leyenda que alcanzó hasta a sus familiares: al morir, su viuda y su hijo lo enterraron vestido de Drácula, capa incluida…

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