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Edipo es un mito, uno de los más importantes de la cultura occidental. Un mito no es una simple historia. El lenguaje mítico es el medio mediante el cual el ser humano trata de recomponer un orden psíquico-espiritual que es siempre el mismo, pero está en constante transformación. Un mito ofrece, sin fijarlas, ciertas claves sobre nuestro modo de estar en el mundo, recurriendo a situaciones arquetípicas y a símbolos capaces de trascender la cultura que los ha generado. Ofrece una apertura a lo desconocido al mismo tiempo que se constituye en un instrumento para el auto-conocimiento del individuo. Por eso mismo debe ser reactualizado, debe encontrar una nueva forma de expresión que evite que se convierta en una pieza de museo y haga presente su energía regeneradora, destacando aquellos aspectos que hayan cobrado nueva relevancia. Esta es la misión de los poetas, los únicos capaces de llegar al centro del asunto, comprender y trasladar a un nuevo lenguaje esas claves trascendentes. En este sentido, la película de Pasolini es modélica, pues aúna esta actitud tradicional con una propuesta de vanguardia. Con esto nos ha mostrado una de las posibilidades más poderosas del cine como arte, y lo ha hecho con plena conciencia de cual es su tarea. Aunque, ciertamente, no todo el mundo estará dispuesto a comprender de que se trata.
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Versión del mito, no de la tragedia. Pasolini no muestra la menor intención de adaptar a Sófocles a la pantalla, pasando de un lenguaje a otro. Tampoco pretende hacer arqueología: además del prólogo y del epílogo modernos, el grueso del film se localiza en paisajes agrestes del Magreb, en el cual los rótulos que indican Tebas o Corinto son de un anacronismo delicioso. Aparte de estos y otros nombres, no hay la menor intención de reconstruir una improbable Grecia, ni en los vestidos ni en las localizaciones ni en la arquitectura. Lo que importa es el mito; y éste, al margen de que la versión de Sófocles sea una de sus expresiones más acabadas y un fértil punto de apoyo, nos pertenece a todos y a ninguno. Si el mito es operativo, si sigue apelando al individuo, toda reconstrucción sería paradójica.
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Pasolini se mezcla en él hasta confundirse, para lograr que el mito estalle como una carcajada o como un grito, delante de nosotros, en una pantalla cuya transparencia nos delata. El resultado puede verse como un manifiesto o un poema, en el cual su autor se muestra a cara descubierta. Pues el niño que nació en Bolonia en 1922 no es otro que el que filma la tragedia, hijo de un oficial de infantería y de una institutriz, igual que el ciego que se mueve, como un nuevo profeta perdido en la ciudad apestada por la industria y el turismo, desde la catedral hasta los arrabales para dar por fin con el principio.
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Edipo Rey es una obra de ruptura: una obra que se rompe desde dentro, tanto en lo temporal como en lo narrativo, que no mantiene el eje ni hace concesiones al lenguaje estándar, alcanzando una plasticidad asombrosa. La agresividad de los paisajes está en consonancia con las interpretaciones, moviéndose del hieratismo a la turbulencia, del rostro blanquecino de Yocasta a la ira de Edipo. Los gestos exagerados, los silencios, las miradas: todo tiene un aire primitivo, como si Pasolini filmase con la piel.
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Edipo Rey nos pone ante una verdad incómoda: nos movemos por impulsos inconscientes cuyo reconocimiento nos avergonzaría. Primero, porque nos obligaría a aceptar que estamos dominados por fuerzas sobre las cuales no tenemos el menor poder. Segundo, porque esta potencia que nos domina es “malvada”: se trata justo de aquello que nuestra conciencia diurna no quiere reconocer sobre nosotros mismos. Quien se cree inocente podría ser el peor de los culpables: el mal lo domina sin que él tenga conciencia. Se cree un salvador, se considera incluso “bueno”, pero su presencia es como la peste para quienes lo rodean y confían en él. Cuando Edipo derrota a la Esfinge que tiene aprisionada la ciudad, ésta le dice: me arrojas al abismo, pero ese abismo al que me arrojas está dentro de ti. Podemos resolver los enigmas que nos salen al paso, pero no librarnos del misterio que nos constituye.
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Se trata de saber. Pero no de un saber libresco o circunstancial, sino de un saber sobre uno mismo que nos está vedado. Esta vedado, por lo menos, a nuestra conciencia, la cual permanece presa de las ilusiones colectivas, del juego de máscaras en que hemos transformado la existencia. Lo cual da paso a un apasionante juego cinematográfico: el espectador sabe, desde el principio, cual es la culpa de Edipo. Pero no sabe cual es su propia culpa. A medida que Edipo indaga sobra las causas de la peste cada vez es más patente la respuesta. Aunque actúe con buena voluntad, la verdad le está vedada: quiere conocer las causas, pero no se conoce a sí mismo. Busca la causa fuera de sí mismo. Por eso la aceptación tarda en llegar. ¿Cuál será esa verdad que cada espectador se vela? Ninguna evidencia parece suficiente. Preferimos buscar explicaciones externas, aunque sea a costa de olvidar hechos esenciales. Pues el reconocer que nosotros somos la causa de la peste que nos rodea (y que, no lo olvidemos, infecta a los demás) nos resulta insoportable. Sobre todo cuando ya hemos derrotado al monstruo y nos hemos puesto la corona, creyendo gobernar nuestro destino para gozar libremente de los bienes de este mundo. Nos negamos a dar crédito a aquellos que, como Tiresias o como Pasolini, encarnan el espíritu profético. Nos negamos a ver dentro de ese abismo que nos mueve y sobre el cual no tenemos el mínimo poder. Pues eso implicaría reconocer que no somos los señores de nuestra existencia, que ni siquiera somos quienes somos, sino apenas criaturas atrapadas por lo insondable del destino. Y, cuando lo hacemos, es ya demasiado tarde: tiene que consumarse la tragedia para que el mal desatado actúe como un cataclismo y nos transforme. Pues no era la conciencia quien podía realizar el gesto decisivo, el acto de heroísmo que nos conducirá a un cambio radical en nuestras vidas: arrancarnos los ojos a este mundo y abdicar de nuestros títulos de gloria para entregarnos, por fin pacificados, a ese abismo del cual ya hemos nacido.