30 de diciembre de 2021
Me escabullo de la oficina temprano. La víspera de fin de año y de la temporada vacía el microcentro. Esta versión de Buenos Aires me gusta, aprendí a quererla tras haber adoptado ciertas rutinas, o tras las rutinas haberme adoptado a mí. En esta pampa inalterable, el horizonte está hecho de personas. Los ojos se me alargan por la tranquila 9 de julio y van a parar a la falda de una cadena de volcanes cuyos picos nevados conviven trémulos con el calor. Espejismos de verano, se me dirá. Yo quisiera que aquí se sembraran montañas. Es a veces desesperante que el límite sólo sean las personas.
Voy con retraso, así que detengo un taxi. Abordo y el interior está gélido. “Subí la ventanilla, por favor”, me dice el taxista cuando se percata de que la he bajado tres dedos. “Por prevención, nomás”, le digo, todavía con un pie en el asfalto. “No. Bajate”, replica. Y agrega, con tono de que yo no he entendido absolutamente nada: “Subí a otro. A este no”.
Salir del microcentro siempre es una odisea. En horas pico la gente huye como si evacuara, como si fuera a cerrarse el portal que te pone al otro lado del embudo (o del maelström). Pero este día carece de picos (excepto los nevados volcanes de mi imaginación). No hay nadie a las corridas huyendo de lo que mañana volverá a atraerlo, irremediablemente. Como quien deja y recae en una droga que ya no se disfruta, así es entrar y salir del microcentro. Pero es tiempo (al menos para algunos) de home office. Muchos se quedaron del otro lado, inmunizados del centro gracias al home office. De modo que es más fácil dar con otro taxi disponible, casi inmediatamente después de haber sido expulsado de uno.
Ah, sí, este taxi y este taxista sí. Todas las ventanillas abiertas, asientos de cuero y los clásicos inolvidables de Aspen. Le cuento el episodio anterior. Me dice que el tema del aire acondicionado y las ventanillas él lo deja a criterio del pasajero. No agrega nada más. Es decir, no da opinión sobre el comportamiento de su colega, como si cada taxista tuviera sus propias y personalísimas reglas que entre ellos respetan para darse espontáneas libertades. El clima de buena onda me distrae. Álvarez Thomas y Elcano, le indico con letargo, y él activa el taxímetro y me dice que sí, que claro, que no sabés… “A esa dirección llevé el otro día a una señora, me dijo esa esquina porque no tenía la altura, o no la recordaba… y cuando llegamos se quedó paralizada, mirando para afuera como si no reconociera dónde estaba. No se bajaba la señora, y entonces yo le pregunté si estaba segura que era allí donde quería bajarse, y ella contestó que no sabía. ¿Y vos sabés qué dirección no recordaba? La de su casa. Me dijo, entre risueña y aterrada: vos sabés que no me acuerdo dónde está mi casa. Sé que es por acá, pero no me acuerdo exactamente dónde”. Enseguida pienso que es de esos taxistas astutos que te embelesan con un monólogo para darte vueltas y hacerse de un pequeño aguinaldo. Contemplo esa posibilidad (después de todo es diciembre, y el centro está cada vez más desolado de pasajeros), pero noto que a él no le interesa digregar, y el camino que ha elegido es razonable. Además, intercaló “Treinta años”. Dijo: “Mirá que tengo treinta años en esto, y he visto de todo, pero una cosa así…”. Los taxistas que presumen su longevidad en el rubro, o bien pueden ser resentidos, largamente resentidos con un país que los “ahoga desde siempre”, o bien pueden ser contadores compulsivos de historias (desde luego, ambas categorías se pueden mezclar). Y este –me digo mientras lo escucho, o mientras hace esas pausas de retrovisor y de cambio de carril– tiene todas las características del contador compulsivo, que se esmera en elegir los detalles, los silencios, que tiene plena consciencia del tiempo de viaje (del límite de caracteres), y por eso evita digresiones inútiles, concentrado en lograr la máxima síntesis sin perder la intensidad. Además, a mí la historia me atrae, quizás en ella se concentre el gran libro que ando buscando (sin escribir). “Le digo, porque le veo el teléfono en las manos, ‘Señora, por qué no llama a alguien que le dé la dirección’, pero la señora seguía mirando para afuera. Miraba hacia la plaza San Miguel, la gente esperando el colectivo… Mirá, yo no sé qué carajo miraba, y entonces me dice que a su marido le molesta que lo llamen cuando él está trabajando. Nosotros tenemos protocolo para todo, pero esa señora ni estaba descompuesta ni se me había muerto; estaba afectada por una laguna rara que no le permitía reconocer su casa. Otro taxista le dice ‘Dejate de joder’, y la baja a la loca, pero yo le dije ‘Tranquila’; fijé el monto en mi cabeza y apagué el taxímetro, y dimos vueltas en círculo por el barrio, a ver si así la señora se avivaba. ¿Pero vos sabés que no? ¿Y qué hacía con esa señora? ¿Llevármela a mi casa al final del día? ¿Tenerla en mi casa hasta que le vuelva la memoria? ¿Y si nunca le volvía? Le ofrecí llevarla a la comisaría más cercana, y ella al principio aceptó, pero cuando vio la poca voluntad de los policías en ayudarla, me tomó del brazo, me dio el teléfono y me pidió que hablara yo. Y hablé. ¿Qué más iba a hacer si ya estaba jugado? Y le dije al hombre: su mujer está en la comisaría 15, en Chacarita, frente al cementerio, y está perdida. No le dije nada más. Y colgué. ¿Y sabés qué hizo el hijo de puta? Le mandó un taxi al que, supongo, le habrá dado bien la dirección. ¿Acá? Sí, tengo cambio. Cerrá la ventanilla cuando bajes, por favor”.
Camino por Elcano pensando que voy retrasado, y que siempre iré retrasado, como un relato cualquiera. (Olvidé decir que voy a encontrarme con mi amigo Michel, que quiere que emprendamos un podcast, que el 2022 sea un año podcast. Ya en 2018 –y mitad de 2019– hicimos el año Revista de reseñas –y nos fue bien trabajando juntos, a la revista no tanto–. Por cierto, que no se crea que me veo con amigos todo el tiempo, ni que este es un diario de encuentros amistosos… El espíritu navideño nos corroe a todos la misantropía, querámoslo o no).
Camino a toda prisa rompiendo el aire caliente, pensando en mi relación con ese tipo de material (el del taxista). Y me pregunto si su historia no será esa, y ya está. Una historia de pocas líneas como las de Lydia Davis. Me pregunto –avisando en WhatsApp a Michel que ya llego– si esa ambición de “desarrollo” no será todavía una herencia del boom, si esa imposición de largo aliento y gran libro, no es más que una antigüedad y un lastre, un formato comercial de relativo éxito que se confunde con procedimiento de escritura.
Le digo a Michel que, a estas alturas, lo convencional sería desarrollar el desarrollo. Me advierte de mi empacho de preconceptos, y me dice que me ponga a escribir, y punto. Le digo que escribo un diario. “¿Poesía?”, pregunta como suelen preguntar los narradores (y Michel es uno), con una ambigüedad rayana en la autodefensa. No sé, le digo. Por suerte ya se bajó un fernet (un vaso), y me recibió relajado. Además, lo encontré leyendo. Michel siempre está leyendo mientras espera, aquí en “Buena birra” o en cualquier otro bar de Buenos Aires. Pido una cerveza y brindamos. Le asomo una idea para el podcast: relatos orales de taxistas en movimiento. La idea no le parece del todo mala, pero señala que habría que financiar los viajes. Los interesantes y los fallidos.
Nos quedamos en silencio, hidratando otras ideas.
Muy bueno. Gracias.