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El ansia

Capítulo 14

  • Alejo Brignole Alejo Brignole

  • 26 septiembre, 2020

    Capítulo 14

    捕獲

    HOKAKU

    captura

    —¿Te ha ido bien hoy, verdad? Has jugado a ser Dios y eso te consuela. 

    —Las cosas están saliendo según lo pensado… ¿Tiene algo de malo eso?

    —Depende de lo que implique ese pensamiento… Si vas en dirección de una idea, lo importante es la idea, no el camino para llegar a ella. La idea puede ser brillante, pero el camino para concretarla, tortuoso. O por el contrario, puedes alcanzar fácilmente la realización de una idea catastrófica. El resultado final lo determina la idea y a veces, solo a veces, el derrotero que te lleva a cumplirla.

    —Veo que hoy estás locuaz… Me parece que la fragmentación del espejo te ha dejado huérfano de imágenes de este lado y eso te aburre. ¿Me estabas esperando, acaso?

    —No necesito mirar hacia ese otro lado, ya lo sabes. Tu lado del espejo está lleno de falsedades y violencia, como tú.

    —En cuanto a mi violencia estoy de acuerdo contigo, pero te equivocas al acusarme de falsedad. Soy un hombre auténtico y mi autenticidad reside en saber que juego mis propias reglas. En cambio tú… ¡Mírate! Siempre medrando en esa nebulosa inmaterial que depende de los reflejos externos para creer que existe.

    —Al menos yo poseo el amor, la risa y los recuerdos. Yo sigo siendo un hombre, al fin y al cabo. He decidido sufrir y aceptar mi destino.

    —¿Tú, un hombre? Tú no tienes idea de quién eres ni de cómo funciona el mundo. Eres un estúpido ignorante que cree en las buenas intenciones de la publicidad navideña. Realmente crees que el mundo busca mejorar.

    —Con personas como tú, difícilmente… 

    —Te equivocas. Yo soy la reacción a este mundo. Soy el pus que emerge porque la herida ya no tolera tanta infección. En cambio tú eres el germen, la razón de la purulencia. Por sujetos pasivos y bienintencionados como tú, la realidad está en gangrena. Si hubieras despertado a tiempo de toda la mierda que tragaste durante décadas por la TV y los periódicos, Renée no habría muerto y lo sabes. 

    —Nada justifica tu violencia. No eres Dios, ya te lo he repetido hasta el cansancio.

    —No soy Dios, es verdad… pero al menos puedo jugar a serlo porque el resto también lo hace. Cualquiera con dinero suficiente o una cuota miserable de poder intenta parecérsele, entonces… ¿Por qué no habría de hacerlo yo, que tengo razones terribles para cobrarme todo el daño que me han hecho?

    —Porque hay algo que se llama ley y es lo que nos hace civilizados.

    Apenas puedo verle la cara a través de un resto fragmentario del espejo, pero esa superficie me alcanza para mostrarle todo mi desparpajo por la sandez que acaba de decir. Me río de él como él a veces lo hace de mí, y mi risa hace eco en las superficies duras del baño. Entonces puedo ver la expresión de revancha que le domina las facciones. Ese imbécil no sabe lo ridículo que está siendo al repetir los slogans que le han metido en la cabeza los manipuladores de siempre.

    —¿Hablas de ley? ¿Te atreves a hablar en nombre de la civilización?… ¿A mí? El día que logre mi objetivo, te diré que ha sido un triunfo de la civilización, porque eso que tú llamas así, no es más que una orgía de muerte y engaño que se encubre mutuamente.

    —No eres Dios… ¡No eres Dios!… Solo un hombre.

    —Soy un hombre que ha apretado el forúnculo y se ha cubierto de pus, hasta formar parte de él. Tú, que eres un pobre lamedor de anuncios , un siervo del sistema, apenas puedes imaginar lo que significa la verdadera libertad moral… ¡así que esfúmate! 

    Hoy he follado y tengo sueño. Mañana comienza mi cuenta atrás.

    性 死 性

    Hice avances notables en mi tarea de reconocimiento en el barrio de Mitaka. No he dejado de caminar por la zona, de medir calles e identificar locales. Ya tengo un croquis bastante preciso sobre las vías de escape y las arterias de mayor y menor flujo. Y sobre todo de los lugares eventualmente peligrosos.

    A dos manzanas de mi objetivo discurre una avenida en paralelo que corta un bulevar a trescientos metros y he medido el tiempo de sus semáforos. Ahora sé que a las ocho y tres minutos de la tarde, con el crepúsculo, el semáforo más cercano a mi objetivo se pone en verde e inicia una onda de circulación que va en dirección este, sin interrupción. Continúa con cortes cada minuto hasta a las ocho y quince, en que inicia otra frecuencia que se interrumpe tres manzanas más adelante, en la intersección con el bulevar. 

    En realidad los semáforos de esta zona están programados con una secuencia doble de minutos impares no fluidos y otra de minutos pares que fluyen sin interrupción. Según he apuntado en mi croquis, el disco que se abre a las ocho y tres minutos mantiene una línea de circulación fluida hasta las ocho y quince, y en ese lapso deberé intentar hacerlo todo. En esa secuencia de minutos pares, que son algo menos de doce, se decidirá mi destino. 

    Si todo sale bien, podré atacar a mi objetivo entre las ocho y tres minutos y las ocho y seis minutos, y me quedarán aún otros seis minutos para cargarlo en el coche y aprovechar la onda verde de la avenida para huir con rapidez y sin interrupciones. Si no logro sincronizar mi acción a esa secuencia del semáforo, deberé esperar hasta la segunda serie de minutos pares, que se producirá pasadas las ocho y veintinueve. Debo evitar a toda costa realizar el secuestro en ese lapso, en cuyo caso deberé detener mi vehículo en cada esquina que tenga semáforo. Algo muy peligroso. Tan peligroso como no detenerme y arriesgarme a una colisión. Tampoco quiero una detención policial por infringir normas de tráfico. Eso sería un final estúpido.

    Por fortuna, en el relevamiento topográfico que realicé no hay estaciones de policía cercanas ni hospitales. Nada que pudiera concentrar el flujo de coches oficiales ni tampoco demasiadas cámaras. En ese sentido, la zona está desprotegida. Lo único que me preocupa es una escuela de artes plásticas que hay a dos manzanas de aquí y que comienza —o termina— sus clases en torno a las ocho de la tarde. He llegado a pensar que las diferentes muchachas que se citan con el caníbal provienen de allí. No es nada descabellada la suposición, considerando que él ha expuesto sus obscenos cuadros con motivos antropofágicos en galerías de arte y los ha vendido a precios exorbitantes. 

    No tengo ningún inconveniente en matar a cualquiera que acompañe a mi objetivo en el momento del secuestro. Nadie que pueda identificarme y alertar a las autoridades o comience a gritar asustado, debe permanecer vivo pasados los primeros quince segundos de un ataque de estas características. Esa es una regla fundamental de las acciones urbanas aplicadas a secuestros y rescates clandestinos. Neutralización de riesgos accesorios, que le llaman.

    Miro el reloj y me hago un nudo prieto con mis brazos y piernas intentando burlar el frío que comienza. Estoy con mi disfraz de mendigo frente al edificio de mi victimario y faltan cuatro minutos para las ocho. Es la hora en la que él suele entrar a su casa. Es el tercer día que le vigilo y no ha fallado ninguno. Si hoy también cumple con la misma rutina, mañana será el día de la acción. Su último día impune.

    Es la primera semana de noviembre y los días se van acortando. Eso me ayuda porque a las ocho de la tarde la oscuridad sirve de pantalla protectora. Alzo la vista al cielo y veo nubes difusas que no están hechas de materia atmosférica natural. Es el smog que aquí flota. Son cirrus de carbono consumido con frenesí el que a veces produce nubes surrealistas que envenenan los pulmones. 

    Me he distraído mirando hacia lo alto y cuando bajo la mirada ahí le veo. Compruebo la hora en el reloj y leo las ocho y un minuto. Perfecto. Sublime sincronicidad. La bestia parece una criatura de hábitos regulares, como todas las bestias, que son hijas del instinto y ésta lo es de la necesidad. Eso las convierte en previsibles. Creo que mañana podré verle otra vez cumplir su ritual. La única diferencia que marca el día de hoy es que no parece esperar a nadie. Ha terminado de fumar y ha entrado al portal de su colmena sin demorarse demasiado. He dejado de verle a las ocho y cinco minutos. Si esto mismo ocurriera mañana, supuestamente aún tendría tiempo de actuar y de aprovecharme del flujo de tránsito que culmina a las ocho y quince minutos. 

    A veces siento que la realidad de toda mi existencia se condensa en un instante clave para mí que tiene un valor primordial. Percibo que todos los años, las décadas, la vida anteriormente vivida, fueron apenas un prólogo inevitable de ese minuto mágico o atroz. Mañana comprobaré si el día hoy es parte del prólogo o el último capítulo.

    性 死 性

    Son las seis y media de una tarde gélida y eso me parece de buen augurio. Cuanto más frío, menos testigos, menos coches circulando por avenidas y menos ganas de perder el tiempo observando a los demás.

    Hoy a primera hora he retirado mi coche de la agencia de alquiler y lo tengo aparcado a tres calles de aquí, de mi zulo kitsch. También he decorado esta mazmorra para que mi huésped se sienta gusto, o por lo menos finja estarlo. Anoche he dormido bien y hoy me levanté con apetito. Me siento apto y en plena forma, a pesar de que me miro las manos y padecen un leve temblor que me enfada conmigo mismo. Sé que no es miedo. Eso ya no es más que una entelequia absurda para mí.

    Este temblor proviene de algo mucho menos deseable y nefasto, como es la voracidad. Mi parte más profunda tiene una excitación fuera de toda medida, un hambre insoportable que ante la inmediatez de la cacería se manifiesta así. Casi podría asegurar que ya estoy sintiendo el olor del pánico que excretará mi objetivo al conocer su suerte. Puedo ver su terror y oler sus heces involuntarias cuando descubra su holocausto particular. Para eso faltan apenas tres horas y esa parte recóndita de mi animalidad insatisfecha se expresa en mis manos temblorosas. Eso también es factor humano.

    —¡Quietas!… Os necesito sobrias —les ordeno antes de abrir la puerta.

    —Te atraparán… Te atraparán y me reiré de ti hasta el fin de los tiempos —me dice y escucho un grito que proviene del espejo roto del baño.

    —¡Hoy volveré vencedor y cuando termine mi trabajo me ocuparé de ti! —le digo tranquilo. 

    Sé que está furioso porque las cosas han salido bien últimamente, a pesar de la muerte de Rune. Pero me olvido del pobre idiota y antes de salir del apartamento compruebo que tengo toda la apariencia de un viajero con recursos. Llevo buena ropa, zapatos de excelente calidad, una gorra de lana con visera muy británica, y una gabardina color arena que me ayuda a esconder las herramientas que esta tarde usaré. También llevo guantes de lana, pero solo utilizaré el de la mano derecha. Mi rostro lo transformé con unas gafas de carey muy gruesas y un espeso bigote amostachado, postizo pero muy creíble. A primera vista soy un anciano probablemente inglés, con sombrero de jugar al cricket y que busca hotel con su pesada maleta. 

    La maleta es la clave. La herramienta fundamental sin la cual nada podría hacer. Es una Samsonite modelo Urban, King Size, la más grande que fabrica la marca. Es de un sobrio azul oscuro, tiene cuatro ruedas y está confeccionada con un material plástico ultra resistente. No solo me ayudará a parecer un turista, sino que también hará que parezca todo lo contrario.

    Salgo por la puerta y respiro el aire circundante como si llevara en sus brisas alguna información útil. La necesidad de establecer un pronóstico de lo que me espera carga de significado todo lo que me rodea, incluso el aire. Pero no caigo en la trampa y me repito que nada está escrito. Voy hacia una encrucijada y dependerá de mi desempeño, de mis manos firmes y de mis capacidades para alcanzar la meta, o echarlo todo a perder irremisiblemente. 

    Esta zona de Shitamachi en donde me hospedo es bastante concurrida, con gente que va y que viene. Pero en las afueras, donde vive mi objetivo, a estas horas no debe haber mucho flujo de personas. Y menos al anochecer. Al girar la segunda esquina veo mi Toyota Yaris de cinco puertas aguardándome quieto y manso como un perro viejo. Antes de abrir el maletero me coloco unos guantes de látex y subo mi equipaje en la parte trasera. Es un espacio cómodo y amplio que no me hará perder mucho tiempo cuando repita esta misma operación, pero con la maleta cargada.

    Me pongo en marcha y circulo por distintas calles buscando la arteria que me lleve hasta el distrito de Mitaka, donde vive mi presa. Estoy tranquilo y al girar en una esquina aprovecho para mirarme en el espejo retrovisor, pero no reconozco a este sujeto y eso me da una mayor seguridad. Supongo que mi objetivo, al igual que yo, debe haber memorizado cada una de mis líneas corporales después del fallido atentado de Londres. Por ello la prueba de hace tres días, cuando caminó a mi lado y no penetró más allá de mi apariencia, fue un buen test de invisibilidad. Esta vez tampoco podrá ver debajo de mi cáscara. 

    Llevo quince minutos de conducción y mi mente calcula, ella sola, que en dos o tres minutos deberé empezar a buscar lugar para aparcar en alguna calle alejada de mi centro de acción. A doscientos metros como mucho. Eso me dará distancia para que no identifiquen el coche con el incidente, y tampoco es demasiada en caso de improvisar una huida. 

    Las casas bajas y la atmósfera suburbana que van predominando en el paisaje, me dice que ya estoy cerca. A partir de ahora comienza a detenerse el tiempo y curvarse el espacio. Toda mi vida va a condensarse en la próxima hora que tengo por delante. Por eso mi corazón se agita y me hace doler el pecho, hasta el punto de preocuparme.

    No me cuesta trabajo aparcar. Afortunadamente encuentro un hueco que hace esquina y eso me evitará hacer maniobras cuando deba marcharme. Dejo el morro del coche algo salido de la línea de automóviles y con las ruedas preventivamente apuntando hacia afuera. Si todo sale bien, estas medidas prudenciales habrán sobrado, pero si acaso las cosas se torcieran, podrían significar entre el éxito o el fracaso del plan. O entre la vida y la muerte.

    Me quito el guante derecho de látex dentro del coche y me coloco uno de lana en la misma mano, que es mi mano asesina, la más fuerte y precisa.

    Abro el maletero y quito la maleta, parecida al ataúd de un enano obeso, a la cual he hecho dos agujeros a modo de respiradero. En la cintura porto un martillo de quinientos gramos y en los bolsillos internos de la gabardina llevo tres bengalas de navegación, un frasco con cloroformo, una navaja y algunas vendas, aunque espero utilizar solamente el cloroformo. Si eso sucede, es porque todo ha salido bien.

    Estoy a algo más de dos manzanas del edificio del caníbal y camino hacia allí con el paso lento, escuchando el efecto de contrabajo que produce la maleta vacía rodando sobre las irregularidades del suelo. Hace viento y algo de frío, así que escondo mi rostro debajo de una bufanda escocesa que me otorga algo más de invisibilidad. Tengo buenos presentimientos. Estoy donde deseo estar desde hace años, pero no debo caer en el éxtasis. Eso también es parte del factor humano y no dejaré que esta vez domine mis actos.

    Miro el reloj, que antes de salir ajusté con la hora oficial japonesa para no perderme ni un solo segundo de tiempo real. Son las siete y cuarto de la tarde y el sol comienza a caerse irremediablemente, lo mismo que yo, acercándome a mi centro gravitacional para hacer estallar la realidad como una supernova. Ya estoy a unos metros del portal de mi objetivo y dejo la maleta de pie mientras miro la hora distraídamente, como un simple turista que espera a alguien. Las apariencias siempre engañan, porque yo no tengo ni una fibra de turista y además no espero a alguien, sino a algo. A un animal. A un cerdo salvaje. Espero a una serpiente pitón que se lo ha tragado todo y a la que deseo aplastarle su cabeza nipona con la suela contaminada de mi zapato.

    Una chica sale del edificio y me mira, entonces me saluda con levedad y se marcha. Eso significa que el disfraz es bueno y crea empatía. No obstante, el saludo de la joven acelera aún más, si cabe, mi ritmo cardíaco, y busco una posición estratégica en este escenario que se anuncia violento. 

    El portal es grande y me doy cuenta que tengo dos opciones: la primera es esperar a mi objetivo en un punto X de la acera y abordarlo cuando se aproxime a la entrada. La segunda es subir los cinco peldaños que hay en el acceso del edificio y aguardar sentado en el exterior. La ventaja de esto es que los movimientos que se producirán no serán vistos por nadie que camine fuera de nuestro radio visual. En esta posición puedo golpear antes de que el caníbal abra la puerta e ingrese al edificio, o puedo hacerlo cuando entre al vestíbulo y reducirlo allí mismo. Si grita o pide auxilio, sus alaridos quedarán confinados al interior del hall y no trascenderán a la calle. 

    El edificio no posee cámaras ni dentro ni fuera y el principal inconveniente es el ascensor, una variable que no puedo controlar. Los elevadores son dos y cualquiera de ellos podría abrirse en el momento equivocado y llenar el espacio con testigos dispuestos a intervenir.

    La maniobra ideal en estas condiciones en las que carezco de todo apoyo logístico, sería entrar al edificio con mi objetivo y abordar juntos el ascensor. Reducirlo sería algo sencillo y limpio en la soledad de la caja. Sin testigos, sin gritos y sin demoras. El problema aquí reside en la eventualidad de que se produzca una incidencia fuera de cálculo. Si alguien abordara el elevador en alguna planta del recorrido me vería comprometido. Lo mismo ocurriría si no pudiera detener el ascensor entre plantas. No olvido que un ascensor es una máquina y un fallo del funcionamiento en ese instante lo desbarataría todo. No puedo permitirme ese lujo ni darle un milímetro de espacio al azar, siempre omnipresente en este juego negro. Todo esto está determinado por él sin que yo pueda evitarlo, así que no aumentaré sus márgenes de manera voluntaria.

    Me siento en la escalera de la entrada y dejo la maleta a un lado para no estorbar el paso, pero a pesar de mi aspecto de turista jubilado que ha perdido las llaves, tengo los músculos tensos y la boca seca. Podría jurar que mis tatuajes están sangrando en este mismo momento, por la manera en que siento el recorrido de gotas densas y viscosas surcándome la piel bajo la ropa.

    Las siete y treinta y cinco. Parece que llevo aquí buena parte de la eternidad que me espera en el infierno. Cuando pienso que resta casi otra media hora de esta agotadora tensión, me dan ganas de largarme. Sí, de largarme. Increíblemente siento el impulso de irme en silencio, tal cual vine, y dar el golpe otro día, de otra manera y con más apoyo. Me asalta la idea de que he apurado el plan y que con la muerte de Rune debí haberlo abortado. Pero también me invade la certeza de que estoy en el lugar indicado y en el momento preciso. Reconozco en esta duda al factor humano, a un resto de instinto de conservación que ya creía muerto en mí. Mi animal profundo me dice que corra y huya de la escena del peligro, pero eso no es más que bioquímica cerebral. Mi glándula hipófisis está segregando epinefrina para que me vaya de aquí como un loco cobarde. Pero no lo haré. Utilizaré esa droga corporal para pelear y llevarme lo que vine a buscar. He aquí la derrota de mi factor humano y la victoria de mi voluntad. En momentos críticos como éste me doy cuenta que, a pesar de mi barbarie, aún soy un ser humano.

    Miro obsesivamente el reloj y veo que el tiempo ha avanzado. Ahora son las ocho menos cuarto. Ya estoy entrando en esa zona oscura donde todo puede producirse. Mi objetivo puede llegar ahora mismo, o dentro de dos minutos, o de diez. Estoy realmente exhausto y me siento intoxicado de nerviosismo. Compruebo la maleta cerrada solo con una de sus tres cerraduras, y quito el tapón del pequeño frasco de cloroformo que he comprado en Frankfurt. No es una sustancia ilegal y no me ha costado hacerme con ella ni transportarla en mi botiquín de viaje. 100 mililitros de sustancia transparente que van a ayudarme a derrotar todos mis demonios.

    El cloroformo es muy volátil y lo usaré para reducir a mi objetivo, aunque también puede volverse en mi contra. Una inhalación accidental de sus vapores y seré yo el que se desmaye en lugar del caníbal. 

    Cuando llegue el momento mi táctica será empapar con el solvente la zona de mi brazo izquierdo y mi guante de lana en la mano derecha. Eso me servirá para dormirle en dos posiciones de ataque. Si le rodeo el cuello por detrás con mi brazo izquierdo, aspirará la tela de mi abrigo y perderá la noción en unos cuatro segundos como máximo. Si llega a defenderse y la situación deriva en una lucha, bastará que le tape la boca con mi guante de lana para que caiga rendido. Estoy sudando y tengo la tentación de quitarme la bufanda, que se ha convertido en una tortura añadida a la que ya padezco con la espera.

    Las ocho y un minuto. Mis venas están por estallar y el reloj comienza a quemarme la muñeca. Me pongo de pie, pero me vuelvo a sentar porque es la posición menos amenazante. Repentinamente la puerta del edificio se abre y sale un sujeto mayor. Le calculo aproximadamente mi edad, pero su aspecto no es nada vigoroso y camina con un ritmo vencido. El hombre me mira, duda, y finalmente me cede paso con actitud cortés.

    —¿Desea entrar?… ¿Se ha quedado fuera?

    Yo también dudo. Mi cabeza evalúa las posibilidades de una oferta así, pero sus riesgos implícitos me hacen desistir:

    —Muchas gracias… Prefiero esperar aquí —sonrío y él hace una inclinación de buda decrépito. Le miro bajar las escaleras con una lentitud que me exaspera, pues si el caníbal llegase en este mismo momento tendría que neutralizar también al anciano. Miro el reloj por enésima vez y veo que son las ocho y tres minutos. Eso significa que las cosas se están complicando y que el tiempo para actuar y marcharme con la secuencia rápida del semáforo, se está agotando. 

    —Calma… —me digo para soportar esta tensión que me deforma las facciones. Y aunque aún no le veo por ningún lado, decido ponerme de pie y entrar en acción: me mojo el guante de lana y el brazo izquierdo con el cloroformo. La cuestión es que se evaporará en apenas dos minutos y deberé repetir la dosis cada vez que eso suceda. 

    —Ven, maldito gusano de la carne. Ven… muéstrame tus fauces de carroñero —intento invocarlo, al borde de la furia como me encuentro.

    Las ocho y cinco minutos. Solo me quedan siete minutos para hacer todo lo que debo. Eso incluye meterme en el coche y alcanzar la secuencia de onda verde que no se detiene. 

    —¿Dónde estás, maldita sea?… ¡Ven aquí!

    Y como el azar es una fuerza oscura que no expone sus reglas, sino más bien las oculta y disfraza, me veo envuelto en una sorpresa que hace honor al carácter perverso de eso que llaman fortuna. Mirando la acera para otear las esquinas en busca de su silueta, escucho otra vez la puerta del edificio a mis espaldas. Son puertas de cristal marcadas por dedos grasientos e iluminadas por una luz mortecina que opaca la atmósfera. A pesar de la lobreguez del conjunto, un haz de luz me golpea en el rostro y me hace tambalear en la escalera, pues descubro que mi objetivo no estaba fuera deambulando por Tokio, sino adentro, en su guarida. Lo sé porque le veo al otro lado del cristal queriendo salir. 

    Por un instante siento el rigor de un fracaso total, del hundimiento de todo mi trabajo cuando me mira a los ojos por más de un segundo y creo haber sido reconocido. Algo casi tan espeluznante como aquella vez en que me dijeron cómo había muerto Renée.

    Sus pequeños ojos turbios son para mí inconfundibles y supongo que a él le sucede lo mismo. Por ello estoy seguro que me ha identificado. Le sonrío y duda, a pesar de mis gafas de carey, de mi bigote y de estas ropas de turista jubilado. Pero el azar, el maldito azar, en este caso de sus impulsos sinápticos y de sus neuronas neocorticales, hace que no reconozca mi mirada tan llena de odio hacia él. Miro mi reloj y él mira mi maleta, y ese conjunto de signos resultan lógicos e inofensivos para sus criterios, entonces abre. No pudo imaginar que estaba abriendo la última puerta. Las puertas del Hades que dividirá su antes y su después. 

    Yo vuelvo a sonreír como si agradeciera su amabilidad y cuando ya no hay punto de retorno, miro instintivamente hacia la calle y me aseguro de que no haya testigos. Otra vez el azar, pero esta vez jugándome a favor, como si una fuerza superior quisiera compensarme por tanta tragedia regurgitada y vuelta a tragar.

    —Nadie nos ve —le digo a mi objetivo y sonrío con asco.

    Entonces él tiene una incipiente reacción involuntaria y su cara cambia de expresión de manera inaudita. Pareciera que ha visto a la muerte comiéndose a su madre.

    Yo no le concedo ni un segundo más y le empujo dentro del vestíbulo con una violencia que le hace rodar por el suelo. Entro con la maleta y cierro la puerta de cristal mientras escucho al caníbal gritar aterrorizado, intuitivo de su suerte. Para mí todo está rojo y a cien grados Celsius. Las manos me sudan y la boca la siento áspera y seca como la de un gato, entonces caigo sobre él y le llevo contra una pared, tapándole la boca con el guante de lana. 

    —Respira, hijo de puta… Respira y duérmete —le digo en holandés, mi lengua visceral.

    Pero el chimpancé oriental no se duerme. El cloroformo se ha evaporado de la tela y ya no surte efecto. Pero eso ya no es azar, sino pura física y química elementales que puedo modificar a mi antojo. Entonces le hago una llave con mi brazo izquierdo y trato de inmovilizarlo para buscar en el bolsillo de mi gabardina el frasco con cloroformo, el cual tuve la precaución de no tapar. Eso me salvó. 

    Derramo el líquido directamente sobre su nariz y su boca y aparto el rostro para no sucumbir yo también al efluvio. El caníbal cae como un juguete partido y le contemplo en el suelo, a mi más absoluta merced, así que actúo sin demora y abro la maleta para meter dentro a este futuro cadáver. Un montón de carne que mide apenas un metro cincuenta de estatura. Lo sé porque las medidas de su cuerpo fueron importantes para mí, pues en ellas está encerrada la génesis de mi tragedia personal. La destrucción de mi vida fue provocada por un hombre bajo e insignificante despreciado por las mujeres, que necesitó matar y vejar un cuerpo hermoso como el de mi hija, en compensación a su fealdad. 

    Hace demasiado calor dentro de mí y mientras intento meterlo en la maleta veo como las gotas de sudor de mi rostro caen sobre él, igual que un destilado de agua cloacal saturada de rabia y pensamientos escatológicos. También siento un vigor superlativo, una fuerza descomunal en mis manos que tocan a esta cosa que yace en el suelo como un objeto de cartón. No me cuesta meterlo en la maleta, pero sí encajar sus piernas y brazos en el espacio interior. Falta poco para marcharme de aquí sin que nadie haya visto nada, limpiamente y con una pulcritud rayana en la perfección, pero entonces escucho un ruido industrial y sucede la eventualidad tan temida: se abre la puerta de ascensor. 

    Levanto mi cabeza mojada y roja, semejante a la de un torturador en plena faena, y veo a una mujer de aspecto menopáusico. A su lado una niña de unos nueve o diez años que deja de sonreír repentinamente como si acabase de descubrir su primera menstruación en la clase de gimnasia. Y ellas me ven a mí, a la maleta azul y a la pierna que sobresale de su interior. La mujer grita y la niña se echa a llorar, pero estoy seguro que no fue por la pierna en la maleta. Su horror fue el resultado de mirarme a la cara en este momento de éxtasis total. Un rostro que seguramente yo mismo no reconocería frente al espejo. 

    La mujer reacciona con rapidez y aprieta un botón del tablero para huir hacia arriba, pero en el preciso instante en que casi logran escapar, meto la mano enguantada entre la puerta y el vano. Eso me duele, pero evito que ambas se marchen y logro entrar al ascensor como una potencia asesina, que es exactamente en lo que me he convertido. La niña llora y se aferra a la mujer y la mujer intenta golpearme mientras grita, pero no puedo perder tiempo, así que tomo el martillo de mi cintura para que deje de gritar. 

    El golpe le hunde el cráneo con un sonido semejante al de un centollo partido sin clemencia. Es un golpe limpio y eficaz, al punto que veo cómo la piel y el hueso se hundieron junto con una porción de cabellos. Cuando la mujer se desploma y un corredor de sangre le baña la cara y mancha el vestido de la niña, todo adquiere una estética policial que ya no admite dudas para un eventual testigo. Aquí comienza el verdadero peligro para mí. A la niña le aprieto la garganta con furia para hacerla desvanecer por ahorcamiento, pero sus ojillos ranurados llenos de terror e inocencia me hacen tambalear. Debe ser hija de alguien, me digo, y mi factor humano la exime de un castigo que podría costarle la vida o parte de ella. Podrá identificarme, pienso, pero eso ya no importará porque habré perpetrado mi plan. Miro el tablero y la mujer ha pulsado la cuarta planta, así que dejo ir al aparato con el maniquí menopáusico medio muerto y con la niña japonesa, que me verá en pesadillas por el resto de sus días.

    El caníbal duerme o puede que esté en parada cardio-respiratoria si me excedí con la dosis de cloroformo, pero no puedo detenerme a pensar en ello y me concentro en la tarea de meterlo en la maleta, a presión si es necesario, rompiéndole coyunturas y tendones. Todo con tal de cerrar este maldito ataúd Samsonite y salir de aquí cuanto antes. 

    Echo el último cerrojo y otra vez vuelve a ser una maleta viajera común y corriente que me permite salir de allí arrastrándola como el turista jubilado que soy. El viento frío en la cara me resulta delicioso y antes de abandonar el portal escucho gritos por el hueco del ascensor. Ya han visto a la mujer y me doy prisa.

    En la acera me cruzo otra vez con el anciano que me ofreció entrar, y lo saludo con amabilidad, alzando mi sombrero de cricket. Él devuelve la cortesía y yo giro la esquina para perderme en busca del coche que me llevará lejos de aquí. En el trayecto me arranco el bigote, la bufanda y todo cuanto me relacione con este abuelo que ya no me sirve.

    Miro hacia atrás y nadie viene a por mí. Los primeros cien metros son críticos y en ellos puede producirse el inicio de una persecución que derribe todo este castillo de naipes que por ahora está resultando. Si nadie me ve girar la segunda esquina, entonces habré triunfado. Camino y transpiro escuchando el sonido de la maleta, tan diferente al que tenía al venir. Ahora suena pesada y maciza, como si cargara en ella lingotes de oro, fajos de dinero, o veinticinco años de dolor intenso.

    Giro la segunda esquina y allá, en la diagonal de la calle veo aparcado el coche, tan anhelado como un islote de tierra en medio de la mar. Pero hasta que no llegue a él no habrá seguridad. Pueden aún comerme los tiburones, arrojarme las olas, o morir por una bala inesperada de un policía tokiota.

    —Vamos, vamos…

    Descubro que son las ocho y catorce minutos. Demasiado tarde. También me doy cuenta que con el fragor del momento ignoré toda medida de tiempo, incluso de espacio. Ni siquiera miré el reloj apenas salir del edificio, pero eso ya no importa. Lo importante es meter este ataúd de enano obeso en el maletero y salir de aquí sin llamar la atención.

    Abro el Toyota, meto el equipaje con mucha dificultad y me quito la gabardina tranquilamente para no evidenciarme. Antes de ponerme al volante cojo dos bengalas de navegación y las pongo en el revistero de la puerta. Si el trayecto se complica podrán ayudarme a desviar la atención o atacar a un testigo. 

    Las ocho y dieciséis minutos. Ya estoy en la arteria principal que me llevará fuera de Mitaka pero, efectivamente, no he llegado a la secuencia rápida del semáforo y estoy detenido en el primer disco con dirección Este. Lo peligroso es que esta intersección está apenas a una manzana del edificio del que salí, aunque he cambiado mi fisonomía y ya no soy muy detectable. Intento fingir naturalidad, pero no dejo de mirar los espejos. Pongo música, cualquiera, y procuro no observar demasiado a los conductores detenidos a mi par frente al semáforo. Mi pie está a punto de cometer una estupidez, que consiste en pisar el acelerador y saltarme la señal para escapar cuanto antes, pero me niego. Eso podría ser el prolegómeno del desastre. 

    —Ya está… lo has conseguido. Nadie te sigue… Nadie te sigue —repito para licuar mi ansiedad. Estoy a punto de defecar en mis pantalones. Supongo que mi presión arterial debe estar en un punto peligrosamente crítico. La tensión psicológica está haciendo trizas mi sistema vascular y el cuerpo busca auto equilibrarse arrojando fuera líquidos y humores. 

    Miro por el retrovisor central y no veo destellos policiales ni nada irregular. Y cuando la luz verde baña la carrocería y tiñe el asfalto, vuelvo a respirar. 

    Acelero e intento romper la secuencia que me obligará a detenerme otra vez dos manzanas más adelante. Hay cierto tráfico y ello me impide forzar la carrera sin llamar la atención. Tengo el corazón a marchas forzadas y toso con sequedad. Una tos cardíaca que me advierte sobre el exceso que significa este momento. Demasiada adrenalina para esta edad. Tanta violencia resulta excesiva para un turista jubilado como yo. No voy a negar que temo por el azar. El azar de mis células y de mis arterias coronarias a las que podría tocarles en suerte una necrosis masiva en este mismo momento. El azar es así de azaroso.

    Finalmente una deyección violenta y maloliente empapa todo mi asiento y su calor, extrañamente, me produce una confortable caricia. Al menos mi taquicardia y mi presión arterial bajan. Incluso me siento sedado. Respiro profundamente e intento disfrutar lo que llevo en el coche: un botín que demandó algo más dos décadas de pensamientos e inimaginables horrores solitarios. 

    El segundo semáforo me ganó la partida y también debo detenerme. Ya estoy más lejos, sabiendo que el peligro disminuye proporcionalmente a la distancia, pero aumenta con cada segundo transcurrido. Ya habrán llamado a la policía y estarán lanzando una alarma con la descripción que le habrán dado de mí. Del falso yo. Supongo que el anciano que me ofreció entrar y al que saludé al salir, será el que pueda dar algún dato. Y tal vez la niña, aunque el terror que vi en sus ojos servirá de buena cortina de humo para su mente colapsada. No dirá mucho. Hablará sobre un monstruo semejante a Godzilla, pero con dos cabezas y ojos de fuego que lanzaba espuma entre sus dientes. 

    El semáforo abre y me voy del barrio definitivamente. Mi taquicardia desciende en picado, pero solo hasta la siguiente intersección del bulevar donde debo girar para ir al centro de Tokio. Vienen dos patrullas policiales batiendo sirenas, pero me rebasan en sentido contrario. Van al edificio de caníbal, sin dudas. Podría apostar mi brazo derecho o el botín que cargo en la maleta. Tan seguro estoy.

    Giro hacia el bulevar y allí me espera una secuencia de semáforos más benigna que me permitirá escapar y perderme como un habitante más de esta ciudad caótica. Una ciudad cuyo caos me ha dado el mejor regalo de todos y que por fin es mío. Cada gramo de él, cada centímetro y cada gota de su sangre son materiales que utilizaré sin culpas éticas ni falsos humanismos.

    Ahora soy Dios, a pesar de lo que diga ese anciano del espejo.

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    Alejo Brignole

    Alejo Brignole

    Alejo Amadeo Brignole (Buenos Aires, 1966) es un escritor ítalo-argentino, analista internacional y miembro de la Red de Intelectuales en Defensa de la Humanidad. Autor de una veintena de libros, entre ellos "La Merienda del Diablo", Premio Novelia 2007 en España, los relatos de ambientación histórica "Maleficarum", y varias novelas que abarcan desde el triller erótico hasta novelas navales. También es autor de libros de análisis político y de cientos de artículos de política internacional compendiados en tres volúmenes.

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