Capítulo 15
戦利品
SENRIHINN
botín
La última vuelta de llave que echo en mi mazmorra kitsch es un momento mágico, de un claro carácter místico por lo trascendente de su esencia. Aquí y ahora se termina una realidad que me ha sometido cruelmente desde el 11 de julio de 1981, día en que colapsó mi existencia. En este mismo instante en que cierro la puerta estoy inaugurando una nueva era vital para mí. Será una última etapa, lo sé, pero también un período de oro, mi pequeño Siglo de las Luces en donde quedará justificada mi tenebrosa vida. A partir de ahora todo comienza a tener sentido, por cuanto este momento es la culminación de todo lo anterior, de todo lo previo que ha ocupado mis días y mi mente.
Estoy excitado como un niño que se ha portado estupendamente y desea abrir su regalo navideño, sabiéndolo valioso. Por fin ha llegado la hora del éxtasis.
—Gracias, Rune… Descansa en paz mi Renée —las invoco como el sacerdote de una misa negra.
Llevo la maleta hasta la habitación insonorizada y libero sus cerrojos con la precaución de un traficante de monos. No sé lo que me encontraré, pero estoy listo para recibir a una alimaña que puede saltarme peligrosamente. Es un momento tenso pero feliz. Fecundo de sensaciones que van en una sola dirección: el epílogo.
Abro el ataúd Samsonite y el caníbal yace dormido en una apretada posición fetal, tal cual lo dejé. El único detalle nuevo es que ha vomitado por efecto del cloroformo. Compruebo su pulso y es normal. Examino sus retinas y no muestran signos preocupantes. Mi presa ha llegado sana y completa a su propio holocausto.
—¿Has visto, maldito viejo imbécil? ¡Tú, el del espejo! ¿Has visto lo que he conseguido? ¡Pídeme perdón! ¡Pídeme perdón de rodillas por haberme cuestionado durante todos estos años! —grito hacia la puerta del baño.
Desde allí escucho una risa vencida. Sé que me ha escuchado y que su risa forzada es un intento de digerir su humillación ante mi devastador triunfo:
—Has ganado… de momento.
—¿De momento? He ganado, a secas. He cumplido lo que vengo sosteniendo desde hace décadas y quiero escuchar tus disculpas.
—Me disculpo, si eso te hace feliz… De todos modos solo es cuestión de tiempo para ver cómo te rompes en mil pedazos cuando descubras que, hagas lo que hagas, no te servirá de nada.
—Ya veremos… —me lo quito de encima y regreso a la maleta.
El caníbal sigue dormido y aprovecho para prepararlo. Está envejecido el cerdo. Ya es un hombre de más de cincuenta años y la imagen que veo no le hace justicia al rostro que tantas veces vi en el televisor. El tiempo ha pasado para todos, me digo, pero eso no ha diluido las razones primigenias. Hasta creo que las ha incrementado.
Limpio el vómito y lo desalojo con cierta violencia de la maleta, con verdaderas ganas de patearle la cara hasta convertírsela en una masa viscosa e irreconocible. Quisiera morderle el cuello y beberme su sangre hasta cobrarme cada día de espera; pero no voy a lastimarlo, al menos hoy, ni voy a abandonarme a los impulsos violentos que se agolpan en mi cabeza en este mismo instante. Soy bastante más refinado que eso.
Lo desvisto completamente y un escalofrío repugnante me sacude las vísceras al pensar que estoy tocando la carne que está hecha y nutrida con la sustancia de mi propia hija. Este hombre se ha alimentado del producto de mi semen, ha comido las entrañas que nacieron de mis tejidos y esa reflexión me produce una náusea que no puedo contener. Atino a ir al baño y apenas llego para vomitar allí toda mi contradicción ontológica. La de una verdad que no había abordado en los años precedentes. Solo el contacto con esta carne sucia que yace sobre el nylon me ha revelado la naturaleza que nos hermana. Y he sentido verdadera repulsión.
Me repongo y veo que mi huésped comienza a mostrar signos de recuperación, así que me doy prisa y le subo a la cama preparada ex profeso para su estadía. Hace dos días he practicado un orificio de treinta centímetros de diámetro en la mitad del colchón, a modo de camilla obstétrica. Levanto al caníbal para recostarle en el jergón y él balbucea cosas que no alcanzo a comprender. El esfuerzo de subirle hasta su lecho me resulta casi excesivo, pero ese ha sido el último trabajo duro que realizaré. Ahora todo se hará a golpe de intelecto y de habilidades específicas.
Con unas bridas plásticas le ato los brazos a la estructura metálica e inmovilizo sus manos con sendas esposas que compré en Frankfurt hace unos meses. El verdugo, que ahora es un reo, sigue mascullando palabras y por momentos abre los ojos, pero no ve nada. Ya se le pasará el efecto, mientras tanto continúo amarrando las piernas y el resto del cuerpo para lograr una inmovilización absoluta, pero cómoda. Al menos lo intento, pues pasará aquí una pequeña temporada infernal.
Le palpo la mano izquierda en busca de una vena visible y cuando la encuentro le introduzco una aguja que produce la primera sangre que manchará esta celda. Me descubro teniendo cuidado al realizar la punción, por donde recibirá suero y otras sustancias que me ayudarán a mantenerlo con vida y en condiciones razonables para experimentar su castigo, para que entienda y asimile todas las experiencias sensoriales que le aguardan entre estas cuatro paredes. Cuelgo una botella de suero glucosado en un gancho que hay cerca de la cama y hago que gotee con la frecuencia buscada. Esto alimentará a mi huésped y lo mantendrá hidratado.
Le miro el cuerpo desnudo y una nueva náusea me produce reflujos que intento contener. Por momentos me parece una broma grotesca que este ser miserable, apenas un mico de aspecto grimoso que ha echado barriga y tiene un sexo risible, haya podido hacer tanto daño a tanta gente. Y además haya podido burlarse de jueces y fiscales, de psiquiatras y periodistas. La razón es siempre la misma. El dinero. El dinero que su padre magnate de la industria japonesa extendió como alfombras de billetes para superar los escollos que jamás debieron superarse. El último escollo era yo, y resulté el más grande y tenaz. Soy una roca insobornable que ha vendido su vida para lograr llegar a este puerto justo y sereno en que ahora me hallo.
Mientras lo miro, el hombrecillo babea aturdido e intenta salir de su sopor, entonces me retiro y le dejo solo. Pero me voy feliz, con la sensación de haber alcanzado. Hoy más que nunca soy Itaru, el que alcanza, y mi mano ha logrado llegar al fruto tantas veces vedado.
Necesito dormir mientras él se despierta. Estoy completa y peligrosamente exhausto.
性 死 性
No sé cuánto tiempo he estado dormido en este incómodo sofá barato, pero sé que ha sido profundamente. Tanto que he soñado que todo ha sido un sueño y que la otra habitación está vacía. Soñé que no había metido a nadie en la maleta y que no tuve que reducir a martillazos a un testigo. Soñé que acababa de soñar una pesadilla. Por fortuna me desperté cuando escuché un grito ahogado en la mazmorra insonorizada y todo recuperó su sentido real. El caníbal lanza otro grito, esta vez más claro, y yo salto aturdido del sofá.
—¡Ayuda!… ¡Ayúdenme! —escucho la tensión metálica de su voz y de las esposas que le sujetan.
Voy hacia él y puedo identificar el miedo animal que le baña la frente mojada mientras intenta forzar un escape imposible. Le miro y me mira.
—¿Me conoces? —indago.
—¿Por qué estoy aquí? —gruñe mientras observa el suero y el catéter que termina en una aguja clavada en su mano.
—Te he hecho una pregunta… ¿Me conoces?
El caníbal no alcanza a comprender la intención comunicativa de mi inquisición y se obstina en lanzar otro grito para un hipotético destinatario allende los muros. La pregunta insatisfecha que acabo de hacerle libera mi furia con una bofetada monumental en ese rostro que aborrezco tanto. Por un breve instante me resulta inverosímil la coherencia entre pensamiento y gesto. Quiero pegarle y puedo hacerlo. Ya no debo pegarle a los muros ni a los espejos. Puedo pegarle a él.
—¿Me has oído?… He preguntado si me conoces.
El caníbal me observa como a un alienígena e intenta buscar en mi imagen algún dato fisonómico que encaje en sus recuerdos, pero no lo logra.
—¿Quién es usted y por qué estoy aquí?
—Vaya… No me conoces. Eso significa que estoy muy deteriorado o que tienes mala memoria. Incluso puede significar ambas cosas, pero ello no hace más que agravar tu situación, si eso fuera posible.
—¿Sabe usted quién soy yo? —dice con el tono desafiante de quien se siente más o menos respaldado, más o menos fuerte.
Lo malo que tiene la fama es que vulnera la capacidad de síntesis, distorsiona la percepción del mundo. Yo me río con ganas y una leve sensación de culpa me invade por estar riéndome con este ser abyecto. A Renée no le gustaría, pienso, y se lo digo a él:
—A Renée no le gustaría… A Renée no le gustaría nada verme riendo contigo.
No sé si es el nombre de ella o mi expresión severa lo que le alarma. Quizás es mi mirada de cadáver rompiéndole su retina sucia. La cuestión es que el hombrecillo abre los ojos como un occidental y por allí alcanzo a ver el terror abismal que le muerde.
—¿Renée?… ¿Qué sucede con Renée? Eso fue hace mucho tiempo.
—Es verdad… Hace tanto tiempo de eso que he tenido tiempo de convertirme en un anciano. Renée está muerta y digerida, pero yo sigo vivo. ¿Sabes?… un padre jamás debería sobrevivir a una hija.
Al anunciarle mi condición, el caníbal palidece como una geisha hermafrodita y entonces mira otra vez el suero y el catéter. Además repara en el resto de detalles que jalonan la habitación. A sus espaldas está pintado sobre la pared con aerosol rojo la sentencia infernal que recibe a las almas en el infierno del Dante “Vosotros que entráis aquí, abandonad toda esperanza”.
Debajo del scriptum he pegado las viñetas de manga que fueron publicadas con considerable éxito editorial, que lo muestran a él friendo como un gourmet los senos de mi hija. Las paredes restantes están garabateadas con ideogramas obscenos en colores estridentes. Son las palabras que el caníbal ha utilizado en su propio libro, donde cuenta cómo descuartizó a mi hermosa Renée para comérsela. En ellas está escrito ano, manjar, delicia, clítoris y vísceras. También escribí la palabra dolor encima de su lecho. Y los vocablos venganza y bibliopegia juntos. En esa lectura fugaz, mi prisionero adquiere un entendimiento cabal de quién soy yo y de quién es él en esta circunstancia.
—Te lo suplico… —atina a decir.
—Te lo suplico yo… No supliques.
—Pensé que el padre de Renée estaba muerto.
—Ya no soy el padre. Soy la sombra negra que una vez lo fue y que alguna vez amó. Ahora esas realidades me son tan ajenas, como a ti toda esperanza. Me has convertido en esto que ves y ahora ha llegado el momento de conocerme. En parte soy tu obra, tu Golem, y ella te ha alcanzado para pedirte cuentas.
El caníbal parece que va a llorar porque se estremece de manera extraña, pero solo es el miedo recorriéndole la columna vertebral. Sabe que ha sido rebajado a la categoría de objeto. De objeto desechable destinado al uso lúdico. Igual que lo fue Renée.
—Aquí puedes gritar cuanto quieras que nadie te escuchará, de todos modos debo taparte la boca, como entenderás.
Busco una pequeña pelota de golf que tengo guardada e intento introducírsela por la boca, pero el caníbal pide la palabra:
—Espera… Espera… Prometo no gritar. Por favor hablemos…
—¿Hablar?… ¿Quieres que hablemos? ¿De qué quieres hablar? Podría estar horas hablándote sobre el sufrimiento que has infligido a decenas de personas. Toda esta noche y mañana durante el día, incluso esta semana y la que vendrá podríamos estar llenando el espacio con palabras, pero… ¿para qué? Yo ya tengo todas las respuestas que necesito. Veinticinco años dan a una mente torturada demasiado tiempo y algunas buenas ideas para hallar la solución filosófica al galimatías de la realidad. Tú has sido parte de esa realidad cotidiana y te he resuelto filosóficamente hace lustros. Por eso estás aquí y de esta forma.
—¿Qué harás conmigo?
—¿Tú qué crees?
—¿Matarme? Supongo que estarás en tu derecho. Yo escogí mi lenguaje con el mundo cuando maté a Renée y morir por ello lo percibo como un hecho coherente con mi elección.
El caníbal se muestra frío y racional, pero no es más que un acto reflejo tamizado con recursos culturales. Razona bien, pero no razona como yo lo hago ni su lógica es la mía, por eso mi lógica y mi fuerza prevalecieron.
—Quizás te mate, pero no como tú imaginas —me siento a los pies de mi lecho de Procusto—. Tu verdadera muerte posee para mí otras connotaciones que poco tienen que ver con la muerte biológica. En lo que a mí respecta, vas a morir proporcionalmente.
El caníbal escucha y piensa, aunque me resulta asombroso que pueda hacerlo según está, desnudo, atado y a merced de un vengador. Sin embargo lo hace y yo me dejo sorprender.
—¿Morir proporcionalmente?… ¿Qué significa?
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Renée tuvo una buena muerte y creo que no sufrió. Fue un disparo limpio y sin aviso que le desconecto el cerebro en menos de un segundo. Lo que hice después no fue una ofensa a ella. Sus despojos ya no eran parte de su ser. ¿Alcanzas a entender eso?
—¿Y tú eres capaz de comprender que un hijo es como la propia mano, como el propio corazón que late en otro cuerpo, como los ojos de uno que brillan en otra mirada? Eso es lo que aún tienes que pagar: la destrucción de las muchas vidas que latían en el cuerpo de Renée. Al comértela a ella te has comido mi vida, la vida de sus seres queridos. Te has atiborrado con una carne amada que vimos crecer, que cuidamos en cada hora de su existencia y que prometía a este mundo solo cosas buenas. Por eso tu muerte debe ser proporcional y no basta con quitarte la vida. Debo cargarla con un significado simbólico que ponga un lenguaje a todas las cosas que te has tragado junto con su carne.
No sé si mi prisionero medita mis palabras, o simplemente se dedica a imaginar lo que ellas destilan, pero algo le asusta demasiado y rompe la primera promesa lanzando un grito de auxilio que me sobresalta. Un grito semejante al berrido de un cordero solitario atado a la roca del holocausto. Entonces me enfado:
—¿Por qué gritas? ¿Por qué gritas si has prometido no hacerlo? —le increpo mientras introduzco la pelota de golf en su boca antes de cerrarla con una cinta industrial. De momento he cortado la comunicación oral, pero eso está lejos de cortar la comunicación. En todo caso la ha vuelto unipolar.
—Hoy ha sido un día demasiado intenso para ambos y necesitamos descansar. Mañana también será un día duro —le miro y sigo viendo terror en sus ojos. En el suero glucosado que drena por el catéter añado diez centímetros cúbicos de una solución con alprazolam.
—Con un miligramo bastará… Dormirás sin darte cuenta de nada hasta mañana.
El caníbal masculla palabras desesperadas, pero la cinta y la pelota de golf no le dejan más alternativa que gruñir. Dentro de dos minutos estará sedado completamente y yo haré lo mismo. Tomaré medio miligramo y me iré por unas cuantas horas, pero antes de dejarle solo compruebo las sujeciones, las esposas y todo lo que me garantiza que no escapará y que podré dormir tranquilo. La bestia amarrada observa cada gesto mío, pero veo que sus párpados ya no responden, así que le echo un lienzo por encima y me voy a mi sofá para tragar la píldora que me aleje de este antro medieval.
—Mañana será otro día —le digo, pero ya no me escucha.
Cierro la puerta y me quedo solo con mis fantasmas, que me gritan al oído todo lo que esperan de mí.