MENTEKUPA
  • INICIO
  • SINDICADOS MK
    • ENSAYO
    • ENTREVISTAS
    • CRÓNICAS
    • OPINIÓN
    • EDITORIAL
    • COLUMNISTAS MK
  • SIETETETÉ
    • ILUSTRACIÓN
    • FOTOGRAFÍA
    • PINTURA
    • ESCULTURA
  • MÚSICA
  • CINE
  • LITERATURA
    • POESÍA
    • NARRATIVA BREVE
    • SERIADOS MK
  • QUÉ ES MENTEKUPA
Sin resultados
Ver todos los resultados
MENTEKUPA
  • INICIO
  • SINDICADOS MK
    • ENSAYO
    • ENTREVISTAS
    • CRÓNICAS
    • OPINIÓN
    • EDITORIAL
    • COLUMNISTAS MK
  • SIETETETÉ
    • ILUSTRACIÓN
    • FOTOGRAFÍA
    • PINTURA
    • ESCULTURA
  • MÚSICA
  • CINE
  • LITERATURA
    • POESÍA
    • NARRATIVA BREVE
    • SERIADOS MK
  • QUÉ ES MENTEKUPA
Sin resultados
Ver todos los resultados
MENTEKUPA
Sin resultados
Ver todos los resultados

El ansia

Capítulos 18, 19 y 20

  • Alejo Brignole Alejo Brignole

  • 24 octubre, 2020

    Capítulo 18

    皮

     KAWA

    piel

    Sé que este no es el último día de mi vida, salvo que ocurriese un hecho extraordinario y fatal. Sin embargo, cuando encendí la cámara para empezar la segunda jornada de este rodaje insensato, lo hice poseído por un cansancio de ultratumba y despojado de todo impulso terrenal. Cruzar la meta me ha dejado sin energías para seguir. Repentinamente me siento inexorablemente viejo. Un anciano terminal y marchito. 

    –¡Has tenido un orgasmo de odio! ¡Eyaculaste la sustancia que te mantenía en pie!… –el habitante del espejo me asedia y se ríe como ayer, pero esta vez le otorgo la razón. Ni siquiera me enfado con él, porque desde que empezó esta pesadilla solo dijo verdades. Verdades que no he querido ver ni oír. De todos modos el caníbal debía comparecer. En eso no tuve más opciones. 

    Creo que hoy terminaré el rodaje. Contra todo lo que he creído en estos años, su sufrimiento no me produce ningún placer. No me restituye nada y no le devuelve la dignidad al recuerdo de mi hija. Me siento como el soldado que ha dejado sus piernas en el campo de batalla, solo para descubrir que su patria estaba usándolo para la barbarie y la conquista injustificada que luego disfrutarán sus élites. He servido veinticinco años a una causa demencial y absolutamente estéril.

    Miro el rostro del caníbal y advierto la metamorfosis que ha tenido lugar en su expresión. Parece otro hombre, o el mismo pero quince años más viejo. Él me mira y ve también la transfiguración que produjo en mí el descubrimiento del vacío, de la insensatez de esta venganza.

    –Déjame ir… Ya he pagado –intenta un rescate de sí mismo. 

    –Sabes que no puedo. Todavía tienes cosas que necesito para cerrar el círculo diabólico de nuestras vidas truncadas.

    –¿Nuestras?

    –Hablaba de Renée y de mí. Tú has sido el único que ha elegido libremente su circunstancia. Nosotros no, y eso debe cerrarse debidamente.

    –Si me liberas, me arrepentiré públicamente de mis actos. No volveré a usufructuar el recuerdo de ella –me mira con la boca abierta y jadeante, pues olvidé reponer su botella de suero. Creo que se está deshidratando.

    –Te liberarás cuando yo también lo haga. No antes. No puedes tener ese privilegio.

    El diálogo ha quedado registrado en la cámara, pero eso ya no importa. Supongo que los espectadores también notarán el cambio de humor que nos posee a ambos. Con la mejor cara que puedo digo mis últimas palabras a los que alcanzarán a ver este engendro visual:

    “¿Les ha servido de algo esta película? ¿Ha roto el tedio cotidiano de sus vidas miserables? Yo diría más bien que les ha demostrado algo que ni siquiera sospechaban: ustedes viven en el infierno. Su realidad es el infierno, aunque estén viendo estás imágenes en un televisor de última tecnología mientras comen palomitas de maíz y se atiborran de un bienestar que está también maldito, pues se sustenta en la muerte y en la guerra, en la explotación y en el genocidio. 

    Yo era un hombre común. Un buen hombre común que intentaba aportar algo bueno a su historia personal. Un tipo decente, sin saber que esa decencia que tanto me enorgullecía era parte del atroz mecanismo con que esta sociedad nos somete y nos dirige. Ser decente es estar ciego, es ser un cómplice. Y además un cómplice idiota. Esta realidad crea monstruos y ustedes pueden ser los siguientes. Yo me he convertido en uno gracias a él –apoyo una mano en su pierna desnuda–. He descubierto que el mal no es algo ajeno y he reconocido sus fuentes en mí. 

    Disfruten de sus palomitas, pero no olviden que mañana podría estar cualquiera de ustedes aquí… –marco mi posición–. O aquí… –señalo al caníbal–. Construimos el mal cada día con pequeñas omisiones, con ridículas ganancias, con irrisorias palabras de odio… Alimentamos al mal pensado que no existe, o que es algo que no modifica nuestra realidad. Le damos de comer inocentemente y lo fortalecemos, hasta que el mal nos termina devorando sin misericordia. Tarde o temprano”.

    El caníbal mira y escucha atónito, intentando descifrar su suerte inmediata a través de mi discurso. No sabe si va a morir, o va a salvarse. Ni siquiera sospecha si morirá entero, o se salvará, pero salvajemente mutilado. Mi intención hoy es casi simbólica. Le dolerá, pero ya no busco su sufrimiento, sino un símbolo duradero de este final.

    –Te daré la vuelta y quedarás en decúbito prono. Te pondré boca abajo… ¿Has entendido?

    –¿Qué harás?

    –No se trata de sexo, si eso es lo que te preocupa –le digo con desprecio, pues compruebo que sigue utilizando una lógica del erotismo asociada al sufrimiento.

    Le quito las esposas, una por vez para evitar maniobras de evasión, y finalmente queda recostado sobre el pecho y el vientre. Quito el vendaje de su mano derecha y la amputación del dedo muestra una aspecto desagradable, pero médicamente alentador, a pesar de estar muy inflamada.

    En cambio, la espalda no presenta tan buen aspecto y la edematosis se ha generalizado debido a las casi setenta y dos horas que lleva en la misma posición. Entonces corto la grabación y esa interrupción parece alegrarle.

    –Tengo sed.

    –Todavía no… Cuando baje el edema te pondré el suero nuevamente –le digo una mentira piadosa. 

    La piel de la espalda está mórbida y con eritemas leves, pero nada que no pueda solucionar un buen masaje, así que busco una crema y comienzo a disolver esas acumulaciones de líquido entre los tejidos conectivos y la piel. Necesito un pellejo lozano y sin fisuras para cuando todo concluya.

    Mis manos suben y bajan por la piel reblandecida de mi enemigo y ahora soy yo el que experimenta una repugnancia fuera de todo cálculo. Los roles se han invertido, pero solo será por un momento, así que me concentro en hacer bien el masaje para que los vasos linfáticos regresen el líquido sobrante a los capilares. Necesito drenar los edemas que puede deteriorar la calidad de mi trabajo, así que mis manos untadas en crema no dejan de viajar por esta espalda inmunda, carente de toda vitalidad.

    –Disfrútalo –le digo por encima del hombro, pero no responde nada y lo comprendo. Su desorientación debe ser absoluta. 

    La piel recobra ligeramente cierto buen aspecto y entonces dejo de tocar este cuerpo que me llena de evocaciones terribles:

    –Duérmete si quieres… Regresaré dentro de una hora. 

    性 死 性

    La cámara Sony se enciende y será para la última escena del rodaje. La piel del protagonista ha mejorado ostensiblemente y mi humor también. Terminar con todo esto me llena de aire –de un aire envenenado– los pulmones.

    –Estamos rodando –le digo– y creo que hemos hecho un buen trabajo. Supongo, además, que pasarás a la historia gracias a mí, más que a tus obsesiones. Lo perdurable de tu vida será tu muerte.

    –No me mates… ¡Ya he pagado!

    –¿Ya has pagado? Pero si ni siquiera te he contado mis verdaderos padecimientos, ni a cuantos tuve que matar para llegar hasta ti. Tampoco sabes cuantas lágrimas derramé, ni cuánto dinero he despilfarrado para generar los medios útiles a mi objetivo… ¿Cómo puedes ser tan cínico, o tan ingenuo, para pensar que has saldado tu deuda con un simple dedo meñique? Para pagar tu deuda debería triturar la mitad de tu cuerpo y dártela como desayuno, almuerzo y cena, durante los siguientes seis meses. Lo he pensado ¿sabes?… Lo he pensado. Pero un resto de mi humanidad me hostiga desde los espejos y creo que tiene razón. No vales el esfuerzo.

    –Tengo sed –insiste, pero yo callo. 

    Mostrando mi plano frontal a la cámara, busco en la mesilla auxiliar el wakizashi que me regaló Toshiro y lo muestro a cámara con un gesto ritual, pero no demasiado. Más bien busco una gestualidad natural, a medio camino entre un cirujano plástico y un discípulo zen. El arma, aunque rota, esta afilada y es dócil al tacto. Usarla es también una suerte de homenaje a Toshiro, otro portador del odio que alcanzó su síntesis existencial.

    Igual que un mercader de la belleza, marco con un rotulador un gran rectángulo negro en la espalda del caníbal que abarca toda la extensión, desde la cintura hasta los hombros y desde un lateral, hasta el opuesto.

    –¿Qué harás?… ¿Qué haces en mi espalda, maldito psicópata desenfrenado? –alza la voz y se desespera al no poder mirar lo que está por sucederle. 

    –Nada que tú no hayas hecho antes. Y además… Por qué te preocupas, si estoy inmortalizándote. ¿No es acaso lo que siempre buscaste?

    Capítulo 19

    心

    KOKORO

    Corazón

    En el parque Ueno hace un día estupendo y el sol está despuntando mientras se disipan las nieblas matinales. Hoy Tokio parece más amable y menos claustrofóbica que cuando llegué. Lástima los japoneses, que contaminan visualmente cada rincón que uno pisa. A lo lejos veo lo que busco, pero hay una anciana haciendo lo mismo que he venido a hacer yo. Parece una mendiga como Toshiro, así que espero sentado en un banco a que ella termine. Miro el entorno y me dejo bañar por las sensaciones placenteras que fluyen en todas direcciones. Estoy alojado en un hotel de media estofa no muy lejos de aquí y mañana tengo un vuelo hacia Londres. Quiero conocer a la hija de Rune antes de irme del todo. También tengo que entregar un manuscrito a personas más o menos importantes. O por lo menos útiles.

    En mi reloj las agujas marcan las diez y cuarenta y cinco. Tengo hambre, pero es un hambre normal. Las ansias prohibidas ya fueron satisfechas y además saben a lodo y a vinagre de sangre. 

    La pordiosera se aleja por un camino que cruza las praderas del parque y algunos gatos, solo algunos, le maúllan como pidiendo su retorno. El resto está demasiado ocupado en comer las sobras que la vieja ha obtenido de papeleras y botes de basura. Voy hacia allí y un gato se me acerca en vez de alejarse, y se frota en mis pantalones con un ronroneo que no tiene nada de amistoso: es pura conveniencia y absoluto interés.

    –Serías un buen ser humano, bribón. Toma… te lo has ganado –arrojo a la vera del sendero unas hojas de periódico que se desarman en cuanto caen, dejando a la vista un pedazo de carne que rueda sobre el césped. Los gatos pierden la calma por el olor y se produce una batalla minúscula por ese corazón fresco coagulado de sangre. Todavía debe estar tibio, pienso, pero ya no es asunto mío. 

    He terminado mi tarea, y ella ha terminado conmigo.

    Capítulo 20

    本

    HON

    Libro

    –¿Han quedado bien?

    –Estupendos… Jamás pensé realizar un encargo de estas características. Mi padre, que también era encuadernador, siempre hablaba de que le hubiese gustado hacer este trabajo que usted me ha comisionado. Si alguna vez decide desprenderse de alguno de estos volúmenes, por favor, venga a verme.

    –¿Ha alcanzado para cubrir los tres libros?

    –Perfectamente… El material resultó muy apropiado y dúctil. Aquí tiene los ejemplares.

    El encuadernador, un tipo delgado y conversador de unos cuarenta años deja sobre una mesa tres ejemplares de mi texto final. Un viaje a mi propio inframundo del que quiero dejar constancia. 

    –El Ansia… Buen título –me dice.

    Acaricio la piel de la portada y su tacto es suave y poco rugoso, igual que la piel de cerdo. El artesano ha hecho un trabajo formidable, una obra maestra de su oficio y supongo que eso se nota en mi expresión:

    –¿Le gustan? –indaga.

    –Un vero capolavoro –digo en italiano y este encuadernador de Portobello Road, en Londres, no me entiende. Pero tampoco hace falta porque la inflexión de mi voz lo dice todo. 

    –Recuerde… Si algún día decide desprenderse de alguno, venga a verme –insiste–. He puesto mi mayor arte en estos volúmenes y no me importaría comprarle alguno. Creo que han quedado impecables.

    –No lo dude… La calidad de este trabajo bien ha valido su precio y me alegro de haberle elegido a usted. ¿De verdad le interesan? –pregunto extrañado y el hombre asiente con sinceridad.

    –Son una joya para los bibliófilos y quedan muy pocos en colecciones privadas. Casi todos están en archivos nacionales y bibliotecas institucionales.

    Es evidente que el hombre ama su trabajo y también los libros. Le miro a los ojos profundamente y aquilato esa vocación, que es verdadera. Tan real como este horrendo libro que he escrito sumergido en la peor desolación. La pasión de este sujeto me conmueve por una sola razón: aún cree en algo. Entonces tomo una decisión y le digo:

    –Pues tome… –con un gesto lento muevo los tres volúmenes hacia el hemisferio contrario de la mesa–. Le obsequio uno. El que considere mejor hecho de los tres.

    El encuadernador me mira estupefacto, seguramente con ganas de preguntarme lo que ambos sabemos, pero no se atreve.

    –No puedo aceptarlo –declina por cortesía–. Ha pagado usted un buen dinero por este trabajo. 

    –Sí, pero nadie mejor que usted para conservar un ejemplar de mi libro. Los otros dos volúmenes irán a parar a la mesa de originales de dos editoriales que seguramente no los publicarán y terminarán arrojándolos a la basura con asco. En el mejor de los casos se perderán en un limbo de papeles o en una biblioteca mediocre que jamás nadie investigará. Acepte mi regalo, Mr. Willford.

    –¿Está usted seguro? 

    –Lo estoy, créame… Y además me haría usted un honor.

    –Uff… Vaya. Realmente hoy es un día importante para mí. Si viviera mi padre… –el hombre aprieta el volumen contra su ropa, emocionado con la posesión del objeto. Un fetiche. Como regalarle a un engarzador de joyas el diamante Florentino.

    –¿Tan importante y excéntrico le ha resultado este encargo? –exploro su entusiasmo que ha terminado por contagiarme.

    –Mucho… Yo soy la tercera generación de encuadernadores de mi familia, y hasta ahora ninguno había tenido la oportunidad de encuadernar en piel humana… La bibliopegia antropodérmica es para los encuadernadores como la piedra filosofal para los alquimistas. Una quimera. Hace más de un siglo que no se confeccionan volúmenes hechos con esta técnica. Realmente he sido muy afortunado en recibir su pedido. No me interesa quién ha donado la piel, pero dígame… ¿Por qué me ha pedido que la marque con esta inscripción? –señala un scriptum en la cara interna de la portada:

                                                 Vera Cutis Canibalis

    –¿No ha leído el libro? 

    –No… pero lo leeré. Desde ya que lo leeré.

    –Cuando lo lea tendrá la respuesta, mi amigo. Espero que conserve el ejemplar por muchos años –le extiendo la mano y el artesano me saluda con énfasis.

    –Esta es su casa…. Y no deje de visitarme cuando venga por Londres. Será un placer comentar el libro con usted mientras nos bebemos una copa de brandy.

    –Bueno… No esté tan seguro sobre las bondades de su lectura. De todos modos no creo que vuelva a Londres. Enviaré estos dos ejemplares por correo certificado y partiré de Inglaterra.

    –Buena suerte y espero que su libro perdure.

    –Es igual… Todos tenemos un futuro de ceniza y destrucción, como estos libros –los acaricio–. Una vez leí que toda obra humana es deleznable, pero su realización no lo es… No imagina usted cuánta razón hay en esas palabras. Si en verdad aprecia y cuida mi obsequio, yo habré cumplido mi cometido y con eso me basta.

    –Lo haré. Puede estar seguro.

    –Ah… por cierto –le miro antes de cruzar la puerta–. Supongo que sabe que existe un ejemplar de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, forrado en piel humana.

    –Oh, sí… Mi padre lo citaba siempre que hablaba sobre el tema. Hay muchos otros, sobre todo tratados médicos y jurídicos. El volumen que usted menciona creo que está ahora expuesto en el museo Carnavalet de París. Una contradicción, ¿verdad?

    –¿Contradicción?… A mí me parece muy coherente. Absolutamente coherente. Nuestra civilización es aterradora… Qué mejor símbolo para declarar derechos humanos, que hacerlo en la piel de un muerto… ¿No le parece?

    Capítulos anteriores

    CompartirTweetEnviar
    Alejo Brignole

    Alejo Brignole

    Alejo Amadeo Brignole (Buenos Aires, 1966) es un escritor ítalo-argentino, analista internacional y miembro de la Red de Intelectuales en Defensa de la Humanidad. Autor de una veintena de libros, entre ellos "La Merienda del Diablo", Premio Novelia 2007 en España, los relatos de ambientación histórica "Maleficarum", y varias novelas que abarcan desde el triller erótico hasta novelas navales. También es autor de libros de análisis político y de cientos de artículos de política internacional compendiados en tres volúmenes.

    RelacionadoEntradas

    El ansia
    El Ansia

    El ansia

    17 octubre, 2020
    El ansia
    El Ansia

    El ansia

    10 octubre, 2020
    El ansia
    El Ansia

    El ansia

    3 octubre, 2020

    Deja un comentario Cancelar la respuesta

    Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

    • INICIO
    • SINDICADOS MK
    • SIETETETÉ
    • MÚSICA
    • CINE
    • LITERATURA

    MENTEKUPA es una web de
    Topango

    • Inicio
    • Sindicados MK
      • Ensayo
      • Entrevistas
      • Crónicas
      • Dossier
      • Opinión
      • Editorial
      • Columnistas MK
    • Sieteteté
      • Escultura
      • Fotografía
      • Ilustración
      • Pintura
    • Música
    • Cine
    • Literatura
      • Poesía
      • Narrativa breve
    • Qué es MenteKupa
    Sin resultados
    Ver todos los resultados
    Este sitio web utiliza cookies. Al continuar utilizando este sitio web, usted da su consentimiento para que se utilicen las cookies. Visite nuestra Política de privacidad y cookies.