Capítulo 9
人食い
HITOKUI
caníbal
Los días trascurren y las pequeñas tareas van llegando a su fin. He pasado algo de tiempo familiarizándome con la cámara, haciendo pruebas de luz y buscando planos cómodos. Mi conclusión es que he hecho una buena compra, pues el aparato cumple sobradamente mis propósitos. Ya casi no tengo preparativos pendientes y solo resta que me envíen desde la tienda los treinta colchones para cuna que compré la semana pasada.
Ahora mismo me estoy preparando para salir a la calle, aunque ésta no será una incursión cualquiera. Hoy no saldré al asfalto para comprar herramientas, ni trastos digitales, ni daré de comer a mendigos aliados. Cuando cruce la puerta de este zulo volveré a ver, otra vez, al vampiro, al caníbal, al hacedor de sufrimiento. La última vez que lo vi fue aquella tarde en Londres, cuando fallé el golpe por culpa de mis emociones, de mi factor humano. Hoy lo veré, pero será a cierta distancia, la necesaria para que mi rencor no se proyecte como una sombra amenazante sobre su calle y advierta mi presencia. Sé dónde reside, pero mi única intención –de momento– es realizar tareas de inteligencia. Esta tarde comenzaré a identificar la zona donde vive, los horarios, el movimiento, la circunstancia en que se mueve mi objetivo. Su dirección y su teléfono los he conseguido hace tres años gracias a un hacker francés que me facilitó varios datos personales, direcciones y cuentas de la víctima. ¿Pero la víctima no soy yo? ¿No fue acaso mi Renée la verdadera víctima, el cordero del holocausto? Mejor sería dirigirme a él como mi victimario. A veces me confundo de tanto haber cruzado la línea del cazado que se vuelve cazador.
Poseo todas sus coordenadas y ahora solo tengo que disfrazar mi apariencia para no llamar su atención. Toshiro fue inspirador en más de un aspecto y me dio algunas claves sin saberlo. Ya he usado el disfraz de pordiosero con buenos resultados y ahora lo volveré a utilizar para observar al paisaje sin ser observado. No hay nada más invisible que un anciano derrotado y en silencio sentado en una acera. Tengo ropa andrajosa y calzado que da pena de solo verlo.
Me miro al espejo y esta vez el sujeto impertinente que hay al otro lado permanece callado. Mejor así, porque hoy estoy animado y podría romperle la cara de un puñetazo que haría estallar en mil pedazos el cristal que le protege. Desde que llegué a Tokio no me he afeitado y eso ha deteriorado mi rostro. Lo llenó de canas desiguales y desorganizadas que me envejecen aún más. La barba es un buen recurso para retornar de una situación identificadora. Para cometer un atentado, mejor ir barbado, hirsuto y desarreglado, pues con un simple afeite, una corbata y una camisa limpia, uno se vuelve irreconocible. Así de simple es la gente. Así de superficial.
Miro mis tatuajes y me prometo que esta vez haré honor al nombre de Itaru, así que me quito despacio la dentadura postiza y las babas añejas se desprenden de mi paladar para dejar un hueco negro y profundo que da miedo.
Casi siempre exteriorizo un cierto estremecimiento cuando miro el hueco negro de mi boca. Atemoriza pensar las palabras que han salido de ese abismo. Los llantos perpetuos que hicieron eco en sus cavernosidades. Jamás ha habido una boca más negra que la mía, ni labios más blasfemos, ni lengua más escabrosa que ésta.
Lo bueno de quitarme la dentadura es que me hace retroceder en el tiempo, o adelantarlo, según se mire. Me convierte en un viejo decrépito en apenas un segundo, y eso me hace convincente. Llevo unos pantalones de gimnasia muy sucios y unas zapatillas atadas con cordones de distinto color. Uno de los dedos del pie derecho asoma por un agujero. También llevo puestas dos camisetas que dan pena por lo rotas y ajadas que están. Me cubre un enorme abrigo para lluvia, de esos que usan los que salen a correr por los parques aunque arrecie un tsunami. La diferencia es que mi prenda esta desgastada en la espalda y con manchas de grasa, como si hubiera dormido con ella echado en bancos de plaza y bajo puentes orinados. La idea es oler a pobreza, a soledad sin remedio, como Toshiro.
La cabeza me la cubre uno de esos sombreritos de golfista que tanto usan los japoneses cuando salen en manada a viajar por el mundo. El único detalle es que el mío está raído por varias partes. Para ocultar mi occidentalidad llevaré gafas oscuras y con un bastón de ciego haré el resto. No llevaré documentos encima. Un mendigo es siempre un habitante del otro lado y la policía no sabe muy bien qué hacer con ellos –con nosotros–. Un indigente es siempre un problema insoluble. Un salido del sistema puede ser detenido, revisado y requisado, pero nunca solucionado. Pasados los protocolos legales, el propio sistema no tendrá más remedio que devolverlo a su medio natural, que es la calle, la nada y el abandono. Por este anatema, que además es tan antiguo como la civilización, la policía suele abreviar el procedimiento y no molesta a los indigentes. Vivir al otro lado de la línea es casi una suerte de locura y contra ella no hay nada que hacer. O el sistema cree que es así.
Conocí mendigos que defecaban en lugares concurridos y que bebían los restos de refrescos de latas abandonadas. Los he visto insultar a la policía a la cara sin sufrir consecuencia alguna. Esos son los verdaderos habitantes del otro lado, los que no temen a las reglas, pues ya no significan nada para ellos. Su única regla son ellos mismos. Si uno pudiera convertirse, aunque fuera ficticiamente, en un sujeto así, sería el espía perfecto, el asesino implacable, el lobo más feroz.
Yo apenas puedo imitar torpemente esa naturaleza, puedo fingir un hundimiento de pacotilla, pero de todos modos esa parodia ridícula me ha resultado útil en más de una ocasión, así que utilizaré esta táctica nuevamente. Llevo dinero y llevo un cuchillo, pero no para usarlo. No esperé tantos años para eso. Mi plan es algo mucho más refinado. Sencillamente planeo un secuestro diferente.
性 死 性
La zona de Mitaka en el extrarradio, es un aburrido conjunto de casas bajas salpicado con edificios más bien grises, lo que supone un fuerte contraste con el colorido futurista de las mejores zonas de Tokio. Solo la parte comercial de aquí aporta algo de movimiento. En el resto hay árboles y calles algo estrechas y con poco trajín de personas. No hay locura ni desenfreno digital en el ambiente. Aquí la gente viene a dormir, a vivir sus vidas mediocres después del trabajo y a reunirse con sus familias y su cuenco de arroz. También en Mitaka vive el vampiro que me lo debe todo. Y si no tengo mis datos equivocados, es en este edificio de cinco plantas que hace esquina, también de color gris y cristal templado.
Me detengo frente a la entrada y tanteo el espacio con mi bastón blanco, como buscando la senda, aunque en realidad miro todo a través de mis gafas oscuras. Mi corazón late hasta el punto que comienza a dolerme, tanto que el miedo a un infarto no resulta ilógico. Ya estoy mayor y estas emociones podrían acabar conmigo perfectamente, así que aprieto los dientes y dejo que el odio fluya, que me intoxique y drene sus insoportables humores por cada vaso capilar de mi sistema circulatorio. Solo así me salvo de un accidente cerebrovascular. Este mismo odio que me viene matando lentamente desde hace décadas, es el mismo que a veces me salva de los estragos emocionales. Del factor humano, tan débil.
Miro la puerta de cristal y pienso cuántas veces el caníbal la ha cruzado pensando en las vidas que destruyó. O en el dinero que ganó con ello. O la fama que mi dolor le ha procurado. Entonces un pensamiento superior, una reflexión redentora me conduce filosóficamente a lo que puedo comprobar empíricamente: que ahora yo estoy aquí, frente a su puerta después de tantos años de furia intacta. Entonces me doy cuenta que las cosas han transcurrido como debían. No como yo hubiese querido, sino como debían. Algo ha funcionado bien si mi derrotero vital, obsesivo y atormentado, me ha traído hasta este punto, al cual arribo con un sistema organizado, con recursos disponibles y con entrenamiento para perpetrar mi acción.
Y esta divagación teórica que acaba de bañarme como un agua pura, me ha tranquilizado. Sé que las cosas van a salir bien, así que busco a tientas con el bastón un sitio adecuado para acechar y vigilar. Finalmente escojo la acera en diagonal desde la cual podré ver todo al que sale o entra del edificio.
Este tipo de esperas pueden durar días completos. Incluso semanas o meses, sobre todo si no se tiene información de primera mano sobre la agenda del objetivo. El que busco podría estar de viaje, o internado por alguna intervención quirúrgica, o tal vez pasando una temporada en un segundo domicilio fuera de Tokio. Sobre todas estas variables posibles no tengo conocimiento alguno, así que he venido dispuesto a macerarme en mi propia frustración, hora tras hora y día tras día. Algo a lo que estoy ya demasiado acostumbrado.
Busco un pedazo de acera no demasiado sucia y de mi macuto extraigo un cojín que me he fabricado y me siento en él. Pasar muchas horas sentado sobre el asfalto puede llegar a convertirse en una tortura en sí misma, incluso peor que la propia espera. Eso lo aprendí al comienzo de mis acechos, cuando descubrí que al cuerpo hay que ayudarle para que sea un instrumento aliado y no una carga añadida a la dificultad. Así que me siento en el cojín y comienzo a esperar con el sol en la cara, antes de que siga girando y me atrapen las sombras. Hoy, que es un día inaugural, esperaré hasta la una de la madrugada, que es una hora prudente en un día de semana como éste. Si no ha entrado o salido hasta esa hora, es que no vendrá o no saldrá. Podría ser que sí, pero de lo que se trata todo esto es de administrar una aritmética probabilística.
Los pocos viandantes que pasan a mi lado apenas me miran, salvo alguna mujer algo mayor, sorprendida de ver un mendigo novedoso en el vecindario. Nadie me da nada, probablemente porque no pido limosna, aunque mi aspecto clame pobreza.
Veo que el edificio de mi objetivo tiene bastante tránsito de gente entrando y saliendo, así que debo mantenerme atento. Por momentos tengo la tentación de aburrirme, pero no me lo permito y prefiero memorizar cada detalle de la zona. Los portales, las aceras, los puntos elevados de observación que me rodean y que podrían jugarme en contra. Así y todo, ello no alcanza para mantener la atención de manera óptima y mis ojos tienden a cerrarse de tanto mirar al edificio. Los centinelas nunca son demasiado fiables cuando carecen de relevo.
El sol está cayendo y según mi reloj llevo media tarde aquí, pero se acerca la hora punta, en donde el flujo de gente será mayor y se disparan las probabilidades de ver al animal.
Repentinamente mi pupila se dilata cuando creo verlo salir del edificio. Comienzo a sudar y aunque debería estar feliz por la suerte de no tener que esperar más, en realidad me abruma la visión. Pero no… finalmente no es él y lo compruebo cuando le veo caminar hacia la esquina contraria. Mi victimario tiene un pequeño defecto congénito que le hace cojear levemente y eso le vuelve fácilmente identificable. El que acaba de salir camina con ligereza y es bastante más grueso, aunque la delgadez es una variable móvil que puede conducir al error con facilidad. La acumulación de grasa corporal o la falta de ella puede cambiar de una semana a otra y por eso no es un dato a tener muy en cuenta. Hace años que no veo al sujeto y podría haber cambiado radicalmente de aspecto. Podría haberse convertido en un obeso mórbido o en un espectro anoréxico, vaya uno a saber.
Respiro profundamente e intento que la adrenalina que ahora me invade los músculos, baje a niveles razonables, pues debo seguir mirando. Entra una chica veinteañera y a pesar de los diez o quince metros que nos separan, me parece atractiva. Me pregunto si tiene alguna idea de que a veces comparte el ascensor con un sujeto perverso y peligroso, con un voraz comedor de carne bella. Supongo que si sospechara apenas una mínima porción de los peligros que la acechan en ese edificio, se alejaría y echaría a correr mirando a sus espaldas en cada esquina, en cada semáforo que cruce, en cada portal que entre. Lo que yace en ese edificio de viviendas supera todo lo comprensible, aunque parece que solo yo lo percibo así. Y eso me enfurece.
La emoción me ha subido la presión sanguínea. Lo noto en mis sienes palpitantes, entonces mi cuerpo compensa el desajuste presionando a los riñones para que echen fluidos fuera. Por eso ahora tengo unas tremendas ganas de orinar, así que sin dejar de fingir ceguera me acerco a un muro que tiene un ángulo discreto y útil para mi necesidad. Me pego a él para camuflar mi silueta mientras orino sin dejar de mirar un imaginario cielo, como los auténticos ciegos, que siempre miran una nada indefinida ubicada generalmente por encima de sus cabezas.
Así estoy yo ahora, mirando al cielo con mis gafas oscuras, aunque en realidad miro de soslayo el ámbito de la entrada. Perder de vista el verdadero centro del acontecimiento puede significar un retraso de días o semanas. Un minuto mal mirado puede convertirse en una prolongada agonía de horas infinitas y no estoy dispuesto a cometer ese error. Orino hasta construir un arroyo de oro que llega hasta el bordillo de la acera y cae a la calle como una catarata de maqueta, de tren eléctrico. Huele terriblemente mal, pero yo ya conozco ese hedor. La orina rabiosa es parecida a la del miedo y ambas huelen a madriguera de hurón o comadreja. Es la química de los seres inferiores como yo, supongo. He retrocedido cientos, quizás miles de años en la historia de la civilización. Soy antropológicamente retrógrado por el simple hecho de haber aprendido a odiar de esta manera inhumana y eso, he comprobado, se nota en la orina. Mi pis es como la orina de la hiena que no conoce de piedades a la hora de marcar su territorio.
Regreso a mi puesto de observación y me dejo arrastrar por cierta sensación placentera de alivio. Tal vez es la tarde que cae, sus luces crepusculares que llenan de belleza el espacio. Eso y la vejiga vacía me inundan de bienestar, pero la sensación no dura mucho y culmina abruptamente cuando veo a uno que sí se parece a mi presa.
—Maldito cerdo perverso… —mascullo palabras que ya no tendría que repetir, de tan dichas que fueron. Sin embargo mi factor humano es más fuerte y por algunos instantes me vence.
El vampiro está por entrar a su morada y sé que es él porque cojea y porque su estampa casi no ha cambiado en todos estos años. Es un ser insignificante que no llega el metro cincuenta de estatura y no debe superar los cuarenta y tantos kilos. Quizás ahora algo más. Es un mono despreciable de aspecto ruin y debo hacer un esfuerzo para no quitarme las gafas de ciego y tratar de mirar sin intermediación a mi objetivo. Pero me contengo. En un instante mi boca se ha secado y mis manos tiemblan, como si la visión de ese hombre me llenara de un horror místico.
—Serás mío, asesino… —pronuncio en estado de trance.
No advierte mi presencia y se mueve con fluidez entre sus calles y lugares cotidianos. Mira la hora y fuma sin prisas, como esperando a alguien. Lleva una chaqueta parda y unos pantalones más claros. Una camisa blanca a rayas completa su vestimenta y le da un aire casual, casi intelectual.
Por extraño que parezca, ese animal que aguarda a veinte pasos de mí ha escrito algunos libros. Libros que le han dado fama y dinero y a mí me heredaron un purgatorio sin final. En esos libros cuenta el festín que le propició el cuerpo de Renée. En sus páginas se atrevió contar como la devoró bebiendo vino de Burdeos luego de violar el sagrado cuerpo de mi hija. Ése que tantas veces arropé con amor en noches invernales en su habitación de niña. Ese hombre que ahora veo, escribió todo eso mientras yo me consumía en horas solitarias llenas de espanto. Mientras yo moría cada día, él gozaba de un prestigio sucio pero enriquecedor, que es lo que en definitiva importa en esta sociedad tan sucia como sus libros. Gracias a él aprendí que las editoriales son entidades prostituidas por una ebriedad mercantil. Y solo por esa lógica de traficantes, de hurgadores de éxitos sin ética, puede comprenderse que mi enemigo haya sido publicado.
Estas líneas que lentamente voy escribiendo, también verán la luz. Saldrán a la venta abrigadas por esa misma lógica delictiva del lucro a cualquier precio. La literatura está herida de muerte y la prueba es ese vampiro que ahora observo fumar mientras espera a alguien.
La persona resultó ser una muchacha que le saluda con familiaridad. Diría que con ternura. También es oriental y mucho más joven. Probablemente tan joven como su primera víctima al momento de morir, a pesar de que mi objetivo es ya un quincuagenario. Eso me horroriza de tal manera que tengo ganas de dejar mi disfraz de ciego y ponerme a gritar, a llorar y decirle que huya. Contarle lo que esa bestia hizo con Renée. Sin embargo esa tensión interna que me revuelve las tripas se traduce en un simple y doloroso vómito que arrojo a un lado.
Vomito con fuerza todo aquello que no soy capaz de decir ni de hacer en este momento y por eso es un vómito maloliente que me llena la boca de hiel, que huele a podrido. Al cadáver de mi hija hallada en una maleta descuartizada.
Una mujer pasa a mi lado con una bolsa de supermercado rebosante de verduras y me mira con asco, o con desprecio, que son expresiones faciales emparentadas por el movimiento de los mismos músculos. Un borracho ciego e indigente es el arquetipo ideal del sujeto despreciable para una estúpida ama de casa, así que al pasar me ha clavado su mirada más hiriente. Yo también la miro por encima de las gafas oscuras, como un ciego que recupera la luz. Me río de ella, pero también de mí, hundido en este absurdo momento mientras muero de impotencia frente al devorador de mi hija.
La chica y el engendro entran al edificio, y por la manera en que él le ha tocado la cintura sé que suben a follar. Van a consumar un ritual perverso de sumisión, o de fetichismo, o de sadomasoquismo, o de placer a secas, con todas las variantes que pueden producirlo. Lo que sí estoy seguro es que esa imbécil jovenzuela corre un peligro superlativo que no ha imaginado en sus pesadillas más delirantes.
Me levanto aturdido y sorprendido de que esta fase de mi plan haya durado tan poco. Soy un tipo afortunado, me digo. El plan marcha sobre ruedas, aunque cada paso en este sendero es un suplicio.
性 死 性
En mi macuto he traído una gabardina para cubrirme por encima y diluir el personaje del mendigo mientras retorno a casa. Estoy esperando el Metro y lo único que delata mi condición de habitante del otro lado son mis zapatillas rotas y con cordones de distinto color. La gabardina es buena y mi rostro distinguido, con lo cual pocos advierten que hay una disfunción aparente. Un narcotraficante ruso una vez me enseñó un truco interesante que conocen muy bien los vendedores y los técnicos de recursos humanos: mirar los zapatos del interlocutor.
En los zapatos reside la esencia del individuo, su verdadera estofa, su linaje psicológico. Alguien puede ir vestido con un buen traje, con una corbata superior, o bajarse de un coche de alta gama, pero en sus zapatos está el código que nos descifra si salió de una pocilga, de una cuna digna, o de un Parnaso adinerado. Si es un espíritu exquisito o con ganas de serlo, o bien un patán vestido con sedas falsas. Por extraño que parezca, los fingidores de estatus siempre suelen obviar que el calzado les delata, incluso llevando el mejor zapato. Es algo sutil lo que les denuncia. La manera de llevarlos, el lustre, el tipo de suela es lo que nos habla sobre la condición del sujeto. La fineza de carácter o la ausencia de ella se reflejará, casi sin excepción, en el calzado escogido por el dueño del pie. No falla. He visto gente muy rica con zapatos caros, pero sucios, o raídos, o desmejorados. Luego resultó que el sujeto que los calzaba era un patán ordinario y, aunque adinerado, sin clase. Como sus zapatos.
Afortunadamente pocos ejercitan este ángulo de observación y eso significa que hasta que llegue a mi zulo, casi todos me trataran según la impresión que les cause mi gabardina. Casi nadie mirará mis zapatos. Es algo similar a ocultarse en la copa de un árbol o en una altura elevada. Nadie mira hacia arriba y pocos lo hacen hacia abajo.
Paseo por el andén que me llevará al centro de Tokio y miro los rostros cansados y monótonos de la masa circundante. Los japoneses aburren con solo mirarlos, así que compro una revista. Cualquiera. Al final escojo un ejemplar de la revista alemana Der Spiegel y pago los doscientos yenes que vale. Ni siquiera es el último número, pero… ¿qué más da? La única actualidad que me interesa es la que concierne a mi victimario, a sus movimientos, a sus involuciones.
Abro la revista en cualquier punto y me aburro casi tanto como con los hombrecillos que me rodean. Paso las páginas políticas, las de sociedad, las que intentan venderme un Audi mintiéndome, procurando convencerme de que si adquiero uno es bueno para el planeta por sus bajas emisiones. Basura criminal. Mentiras cínicas. Si me comprara un Audi sería un aliado del que sacrificó a Renée. Un cerdo más de los que tantas veces asesiné por táctica.
Sigo pasando páginas porque todavía faltan dos minutos para que arribe el próximo tren, según leo en los carteles electrónicos de la estación. Der Spiegel es una maldita mierda, pienso y me mojo el dedo para seguir pasando hojas muertas que me llenan de tedio, hasta que un nombre, el de Armin Meiwes, paraliza mis pupilas en una página. Mis retinas intentan comprobar que no es un truco de mi mente esquizoide y maltratada. Recuerdo lo que significó ese nombre para mí hace unos años: una mezcla de consuelo y estupor. Una invocación a la demencia de la naturaleza humana que, sin embargo, me ayudó a seguir adelante en mi búsqueda y también me confirmó en mi radical ruptura con el género humano. Con esta sórdida y mezquina especie degenerada por su propia cultura.
Armin Meiwes me ayudó a ubicarme adecuadamente en mi nuevo lugar en el mundo. Más bien me confirmó en ese sitio, en el umbral que elegí como enemigo de esta raza definitivamente cruel y miserable.
El artículo habla sobre la sentencia impuesta en Alemania a Armin Meiwes por haberse comido y asesinado a Bernd Jürgen Brandes. Y no me estoy equivocando al enunciar el orden en que cometió su delito. Quizás se espera que dijese que había matado y luego comido a Bernd Jürgen Brandes, pero lo curioso del caso es que el orden inverso fue el correcto. De común acuerdo, ambos comieron del tal Brandes, incluido el propio Brandes, y luego Armin Meiwes lo mató, según habían pactado.
La historia de Meiwes y Brandes comenzó cuando el primero, un sujeto solitario que rondaba la cuarentena, dominado por fijaciones y condicionado por una madre absorbente muerta poco antes, decide poner un aviso clasificado en internet: “Se busca un hombre joven, entre 21 y 40 años, que quiera ser devorado”.
Ante lo aparentemente descabellado del anuncio, podría suponerse que no existiera nadie en todo el universo virtual que tomara en serio semejante invitación. Sin embargo fueron muchos los que acudieron al llamado famélico. Eso es lo bueno e inédito que posee la red. En un sentido antropológico, estamos en una era inaugural de la cultura, puesto que internet nos muestra tal cual somos. No es que antes no existieran este tipo de relaciones, de apetencias, de llamadas a las sombras. Siempre las hubo. La escatología humana es un abismo tan antiguo como profundo. Lo que antes no había eran espejos reflectantes de esas sombras. Ahora la red de redes ha llenado ese vacío y muestra al licántropo humano como lo que es: un lobo demente muy peligroso para su propia especie. Ahora podemos saber lo que se cuece en la cabeza del género humano. Lo que se practica entre las paredes sordas de los ámbitos privados. Lo que se anuncia, a lo que se invita, a lo que se acude.
He visto anuncios en la red para realizar fiestas privadas de alto nivel para tener sexo grupal, previo pago exclusivo, pero con el ingrediente de que uno de los invitados resulta seropositivo. Eso parece que es la última moda, lo mejor para disfrutar de los placeres de la libido acompañados de la angustia de la muerte y la incertidumbre del azar. Salir indemne de una orgía con peligro de contagio de VIH parece que llena de seguridad y poder.
También he leído en alguna oportunidad que buscadores virtuales se ofrecían para ser amputados, pues siempre se habían imaginado a sí mismos sin una pierna, sin un brazo, o sin ambos. Decían que buscaban el culmen de sus existencias cumpliendo el destino prefijado para sus vidas. Incluso pagando fortunas a cirujanos sin escrúpulos que accedían a realizar eso que los expertos llaman apotemnofilia. Vivir sin algo de sus cuerpos.
Así visto, no resulta extraño que cuando Meiwes publicó su anuncio buscando su cena de carne humana, más de un pródigo se le acercase. Hubo muchos que accedieron a ser el pato del banquete y fueron a la casa del cocinero, en una típica cita a ciegas entre internautas. No obstante, casi ninguno se atrevió a seguir adelante con la sesión de cortes y cocción. Casi todos se arrepintieron en el minuto decisivo y se les quitó el entusiasmo súbitamente.
Sin embargo, hubo un tal Bernd Brandes al que la visión de cuchillos y sartenes no lo amedrentó. Según leo en Der Spiegel, cuando Meiwes fue a su encuentro en la estación de Rothemburg, Brandes se presentó diciéndole “Hola… Soy tu cena”.
Lo demás resultó una ensalada macabra, una carta de platos vomitivos que conmocionaron al mundo de principios de este siglo XXI lleno de malos presagios. Los comensales se fueron al apartamento del anfitrión, charlaron largamente, y mientras disponían una cámara de vídeo y bebían un cóctel de pastillas somníferas, whisky y jarabe para la tos, decidieron que era la hora de poner a prueba las razones del encuentro.
Brandes se declaraba bisexual y su mayor fantasía era que mientras un hombre le practicaba sexo oral, le devorase el pene. Se lo comiese, literalmente, en una brutal felación de la que no hubiera retorno. Ya lo había intentado muchas veces pagando servicios sexuales con prostitutos a los que les imploraba la gran fellatio, pero a sus cuarenta y tres años de vida no había podido encontrar nadie que le complaciera.
Desde que existo al margen de la ley y del mundo aparente, he conocido a varios sujetos que por una buena cifra hubieran sido capaces de eso y de mucho más. Por cien mil dólares… ¿qué digo? Por diez mil dólares uno puede hallar gente dispuesta a comerse el calcetín de un mendigo o dormir en un tonel de excrementos durante una semana. O mejor aún, comerse esos excrementos durante esa semana. Supongo que el tal Bernd Brandes no poseía el dinero suficiente o carecía de los contactos adecuados. En este mundo distorsionado por la avaricia y la locura, conseguir que alguien se coma el pene de uno no debe ser tarea muy ardua. Estoy seguro de ello.
Las crónicas que el asesino Meiwes más tarde contó a las autoridades alemanas, señalaban que el anhelo de Brandes se consumó de una manera menos ideal que sus fantasías. En la casa de Meiwes, en Rothemburg, y después de la tertulia surrealista mojada con fármacos varios y otras delicias, Brandes le pidió a su anfitrión que le mordiera y arrancara el pene con los dientes, pero a pesar de los esfuerzos del felador ello no fue posible. Según parece un pene es algo demasiado elástico y flexible –o muy duro si está empalmado– para sucumbir a un mordisco. Bernd Brandes comenzó a aullar de dolor y a implorar que se lo cortase de una vez, así que Meiwes, buen anfitrión y consecuente con los deseos de su invitado, terminó la tarea con un práctico cuchillo de cocina.
Lo espeluznante de este episodio que influyó sobre mí, en mi náusea permanente por toda la condición humana, fue que ambos luego disfrutaron de una cena compartida. El menú: pene salteado con ajo y pimienta. A pesar de que Brandes estaba dolorido e intoxicado, pudo continuar con la degustación de sus propias partes. La segunda desilusión del invitado sobrevino cuando comprobó que su media porción de pene se había reducido drásticamente por la cocción y era más duro que una suela de zapato. Lo que se dice, un auténtico chicharrón incomestible. Incluso tuvo la lucidez de recriminar al cocinero, recordándole su promesa de que todo sería perfecto durante esa noche. El pobre Brandes llevaba razón en que una carne dura arruina la cena más romántica.
Después de semejante fallo culinario y cumplido el ritual iniciático, Meiwes llevó a su invitado, algo exhausto, a la bañera para dejarlo dormir. Estuvo allí diez horas sumergido en un limbo narcotizado, hasta que Meiwes fue a por él para anunciarle el fin de la visita.
—Sabes que llegó la hora del sacrificio… ¿no? —le recordó la verdadera razón del encuentro.
—Sí… lo sé. A eso he venido. Soy tu carne.
Amorosamente el dueño de casa lo cargó hasta la cocina, lo recostó sobre la mesa y procedió a quitar la vida de ese montón de bistec parlante. Lo importante era la sustancia y no lo que la sustancia tenía para decir, así que le cortó el cuello y el invitado comenzó a mover la cabeza hacia ambos lados, mientras abría la boca con sonidos ininteligibles, cada vez más apagados, según consta en los vídeos forenses alemanes.
Armin Meiwes comenzó la tarea de eviscerar el cuerpo, separó las partes y enterró la carnaza inservible en su jardín. Se quedó con veinte kilos de la carne más selecta de Brandes, convenientemente conservada en el refrigerador. Durante las semanas siguientes sació su ansia caníbal asando y estofando el añojo del insólito Brandes y lo acompañó con buen vino chileno, según declaró más tarde. Dijo además que la sustancia de su invitado sabía muy parecida a la carne de cerdo y que al sacrificado también le dio placer, pues siempre había soñado con ser comido.
Y como todo lo bueno llega a su fin, la carne también se fue consumiendo y el círculo volvió al punto de origen, causa y destino de los actores: internet.
Armin Meiwes regresó a los foros caníbales de la web para comenzar la nueva pesquisa de un voluntario, convencido de que la oferta de carne humana podía llegar a ser infinita. Lamentablemente, en una de esas sesiones de chat anunció que se le estaba acabando la carne fresca y hasta llegó a presumir de haber disfrutado del banquete prohibido.
Un estudiante de Innsbruck leyó sus alardes y decidió hacer la denuncia pertinente a las autoridades alemanas, que un año después allanaron la casa del antropófago y vieron los vídeos con la versión de la película Hansel y Gretel contada por enfermos.
Recuerdo claramente cuando hace cuatro años me encontré con todo este suceso mediático en la prensa europea y la sensación de violencia interna que me produjo tanta irracionalidad. La misma que yo padecí a través de la carne de mi hija. Por aquel entonces, el crimen de Meiwes me quitó las últimas migajas de culpa filosófica, de consideración ética sobre el tejido social, sobre todo cuando el tribunal reconoció algunos atenuantes del asesino, que había actuado con complicidad de la víctima. Un acuerdo entre adultos libres, dijeron.
Meiwes continúa en una celda y durante los años posteriores al hecho fue casi una estrella mediática cuya agenda estaba completa y en lista de espera de periodistas, noticieros y programas de diversa índole. Él mismo confesó sentirse iluminado por la fama y prometió escribir sus memorias. Ya se han hecho dos películas sobre él y la lista aún no ha terminado, estoy seguro. Entonces… ¿No es verdad que mi odio es una inspiración justa? ¿Mi horror una emoción destinada a nutrir mi monstruo interno? He visto la luz y me ha cegado. Ya no puedo distinguir sobre quien descargo mis golpes.
Supongo que me lo he ganado.